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El Amante

 

EL AMANTE

 

Nunca antes una mujer me había llamado tanto la atención. Pretendí que no era cierto, pero antes de que me diera cuenta me encontré regresando sobre mis pasos hasta que estuve de nuevo frente a ella. Había algo en su rostro, algo que me sedujo, algo como el silencioso reflejo de una pena. No supe por qué se encontraba allí. No anduve hurgando en su interior para saber razones.

Sin poder resistir el trazo suave con que dejaba que el frío le ganara el cuerpo, la subí a mi auto. Nos dirigimos rumbo a mi casa y durante el trayecto su peso se recostó contra mi hombro.

Sus ojos color miel permanecieron fijos en algún lugar del techo mientras preparé la cena. Le conté del barrio donde nací, de mis estudios —tan inútiles como mis sueños— y también de mi gusto por coleccionar latas de cerveza. Le mostré mi última adquisición: un envase traído del Asia. Le conté los detalles con tanto entusiasmo que hice variados ademanes hasta que mis dedos le acariciaron el rostro y le obligaron una sonrisa.

Cautivo de sus labios, la besé. Apreté su cuerpo contra el mío hasta que sus pezones endurecidos se clavaron en mi pecho. Terminé haciéndole el amor furiosamente, como un lobo encadenado y sin consuelo.

A la madrugada, ellos nos interrumpieron el descanso. Fue horrible. Los policías patearon la puerta y traían sus armas en la mano. Quise detenerlos pero era tarde. Sabían mi nombre y al parecer alguien me había visto cuando la subí a ella al auto. Me tiraron al suelo y me amenazaron. Afirmaron que ella estaba muerta. La miré nuevamente y volví a sentir que era bella como un ángel.

—Los ángeles no mueren, sólo duermen profundamente —grité entristecido, sabiendo que no entenderían.

Cuando tomaron su cuerpo para subirlo a una ambulancia me alteré y me golpearon.

Han pasado los años y no la olvido. No puedo entender qué pasó. Era la primera vez que me ocurría una cosa así en todos los años que trabajé en la morgue.

                                    

                        Miguel E. Coloma H.
                               Lima – Perú

       
                               

Revista Dúnamis   Año 9   Número 7    Agosto 2015
                                    Página 15

Crónica de un Amor vacío

 

Crónica de un amor vacío

Tantas veces que miramos a las personas, y contemplamos en sus rostros la dicha que tienen de haber consolidado una familia, notamos que el tiempo no pasa en vano, y el objetivo trazado por cada uno en sus vidas va marcando el derrotero hacia la felicidad. Sin embargo, la sola – por no decir única – presencia de su ser, mirado al espejo sin encontrar una mano compañera que pueda brindarle cariño, supone la pérdida del ser querido, pero no. Él, a sus tan decrépitos 84 años, se aflige porque aquél ser querido jamás habitó estas cuatro paredes. Solamente su fiel compañero ‘Nico’, un can de cruce de raza lobo es el pequeño consuelo a su tristeza y soledad.

Dice la sabiduría popular que la tristeza verdadera se siente cuando en realidad se ha tocado demasiado fondo, y es que a Nicodemo, la existencia le está pagando con su propia medicina. La vejez en la que se encuentra le juega al gato y al ratón, pues a veces se figura que la tiene en sus brazos, pero por esa extraña razón de la vida suele esfumársele de las manos.

La melancolía del amor en esta época de su senectud le confiere una señal de riesgo, se ha dado cuenta en verdad que la vida es como un caballo salvaje que hay que aprender a cabalgar. Todo lo que hizo en su etapa ‘gloriosa’ de la que idealizó su eterna juventud ha sido relegada al olvido. La añoranza de un amor desvanecido ha venido a instalarse en su alma hasta su muerte dice él, y no existe peor desgracia que la de morir solo, citando un pasaje del texto Memoria de mis putas tristes del Nóbel escritor García Márquez.

Nicodemo fue un valiente y heroico combatiente de la guerra contra el Ecuador en 1941, y a su fama de bizarro le caracterizó siempre su arrogancia para con las féminas. Era un tipo apuesto y razones no le faltaban. Sin embargo, algo peculiar en su personalidad era que se consideraba superior a las mujeres, una tendencia casi a lo misógino. No obstante, a pesar de su carácter pudo darse el lujo de acostarse con distintas mujeres que le placieran en gana, y esto sumado a las bohemias que implicaba las noches de juerga con los compañeros de la milicia.

Las mujeres con las que frecuentemente pasaba los ratos de diversión eran muchachas de la vida, una manera de distraerse de la obligación con la soberanía de la patria. De esta manera, Nicodemo encuentra rasgos semejantes de su vida con la película de Lombardi, adaptación del libro de Vargas Llosa, “Pantaleón y las visitadoras”. Un tipo sumamente ligado a las apetencias sexuales para su propia satisfacción.

Pero como todo ser humano en busca de algo, tal vez la curiosidad le encargó de conocer al que fue su primera y única esposa, motivo por el cual perdió la razón, aunque no fuera por amor sino por soledad. Como todo ser gregario que busca no sentirse solo, la locura apasionada lo envolvió hasta aceptar el desafío de convivir con ella, aunque era poco probable que esa relación pudiera ser fructífera.

Y en realidad nunca lo fue, puesto que quien llevó la peor parte fue la desdichada e infortunada mujer, agobiada de tantos insultos y agravios, un castigo a la ligereza de cohabitar sin conocerse muy bien. Las humillaciones a las que llegó Nicodemo la hicieron hasta llorar. Estas circunstancias fueron el término de esa convivencia, la cual no duró ni un quinquenio.

Entre tanto, su actitud existencialista no le dio tiempo para reflexionar acerca de su fututo, ni qué decir sobre formar una familia, eso no estaba en los planes a largo plazo del singular Nicodemo, más bien lo único que le importaba era tener donde vivir y qué comer cuando una vez le llegue el retiro en el ejército. Asimismo, las personas de su entorno le tenían sin cuidado, no estaba previsto en su agenda, le daba lo mismo si estaban o no a su lado. Esa especie de orgullo absoluto presagiaba un final trágico, pues el particular amor de su ser era el de él mismo. ¿Un narcisista?, habría que comprobarlo, pero en todo caso, este paradigma de amor parecía estar condenado al fracaso.

Bien entrado los años setentas desde la dictadura militar, pasando por Belaúnde, García, hasta llegar a la dictadura de Fujimori y la transición democrática de Paniagua y Toledo, la situación de Nicodemo se vio acostumbrada a la desidia, dedicándose particularmente al cobro de su pensión militar para derrocharla en bares y mujeres de cantina. A más de medio siglo de su existencia, se había convertido en esa especie de ‘viejo verde’, un Don Juan entrado en años mayores al cual la fama de mujeriego le sonreía.

Siendo conciente que una casa comprada era más rentable que una alquilada, Nicodemo consiguió un modesto departamento, aunque con la ayuda de sus familiares, que siempre le enviaban escritos para preguntar de su salud y saber como estaba, mas él nunca respondía a las cartas. El pequeño departamento se ubicaba en la azotea de un edificio, si bien aquello no significaba que sería el encargado del cuidado de la ropa que se tendía en la azotea, pues pudo resultar beneficioso para él si se tiene en cuenta que el encargado del cuidado de la azotea estaba exento de los recibos de agua y luz.

Fue entonces que Nicodemo vio aceptable la idea de vivir en ese lugar, pues no tenía la responsabilidad de mantener a nadie. Al estar sólo, se sentía independiente de hacer lo que quería, sin preocuparse del paso del tiempo. El solitario viejo se resistía a sentirse anciano, aunque la edad y la vida bohemia le empezaron a pasar factura.

Es así que entre sus sesenta y setentas, la idea de ‘colgar los botines’ con respecto a las mujeres fue afianzándose, pues empezó a darse cuenta que “ya no estaba para esos trotes”. La angustia del cuerpo arrugado y decrépito hizo de él una persona más consecuente con sus actos. Comenzó a frecuentar a sus familiares y amigos, que lo visitaban de vez en cuando a la azotea a pasar unos buenos ratos, claro está que el licor siempre lo acompañaba, como hasta ahora lo manifiesta y soy testigo de ello.

Los parientes y amigos sin embargo no notaban la soledad en la que se encontraba, pues Nicodemo era habilidoso en el arte de aparentar emociones a pesar que ellos lo visitaban en los días festivos como la navidad, el año nuevo y por supuesto su cumpleaños. Quienes más paraban con él fueron los perros: un bóxer en los ochentas, un cruce de buldog en los noventa llamado ‘Vago’ y actualmente ‘Nico’, el lobito a quien Nicodemo le profesa un gran cariño.

Ahora la edad de la nostalgia se incrustó en el corazón de Nicodemo, no ha existido Amor alguno en su vida que le otorgue la protección que necesita, tan solo el aprecio y afecto que le brindan los vecinos por su veterana edad, él a veces lo considera como si le tuvieran lástima, pero prefiere quedarse callado. Los parientes ya no lo visitan con frecuencia y el miedo a la muerte no se asoma como algo que lo atormente, sino más bien todo lo contrario, desea una vez por todas irse de este mundo, ya sea al cielo o al infierno, o tal vez al purgatorio.

Y cuando hablamos de Amor, nos referimos a ese sentimiento complejo que alcanza la plenitud entre seres humanos, esa plenitud que Nicodemo no ha podido descubrir. Ese deseo de compartir con el ser querido los momentos inolvidables de la vida. Las amantes se esfumaron y no existe la evocación de un instante que inspire una sonrisa. Hoy reflexiona y se da cuenta que los golpes de la vida le atestaron de manera espiritual. Es conciente de que se merece lo que tiene por haber sido lo que fue.

Por de pronto, la ansiedad desesperada no enloquece a Nicodemo, aunque esta soledad radical de un sin amor crea en él una atmósfera melancólica y enturbiadora. Por eso busca formas de pasar el tiempo jugando a las cartas (sobre todo el solitario), viendo la televisión o encariñando a Nico. A veces se la pasa sentado en el muro de la cabaña del perro, un muro que podría llamarse de los lamentos, porque suele estar buen tiempo en ese sitio. Aquel muro de los lamentos permanentes en la que Nicodemo espera que la morada de los muertos toque su puerta para llevárselo.

 

                        Miguel E. Coloma H.
                               Lima – Perú

 

 

Revista Dúnamis   Año 9   Número 6    Julio 2015
                                    Páginas 24-27

El Sabor de la Piel

 

El Sabor de la Piel

 

Día uno

Santiago escucha Media Verónica, canción número siete del disco Alta suciedad de Andrés Calamaro:
“Media Verónica despierta
le molestó la luna con la ventana abierta,
lleva una carta desde el frente
un cántaro se rompe y se secó la fuente.
Va decidir qué hacer cuando despierte del todo
y borrar con la mano lo que ayer escribió con el codo.
Habrá que ver si la crónica Verónica reacciona…
la Verónica mitad tiene muy poca maldad
pero está cansada de esperar (…)”
Ahora se rasca los ojos y sale a pasear. Tiene náuseas pero quiere escribir como nunca antes.
***
El cielo está nublado. Cojo una ramita y empiezo a escarbar la tierra. Me cae una gota de lluvia en la nariz. En pocos minutos la vereda se llena de puntos oscuros, entonces abrazo mi mochila y me marcho. Estoy pensando en un cuento que quiero escribir, el último cuento. Después voy a dedicarme a la novela. Quizá me di cuenta de ello esta mañana, cuando aún había sol. Estaba leyendo Los detectives salvajes de Roberto Bolaño y de pronto, mi boca se empezó a llenar de saliva, como si estuviese hambriento. Comencé a pensar en la muerte, en el suicidio. Ahora solo pienso en caníbales.

Día dos

Busqué en el diccionario el significado de caníbal: Nombre dado a los antiguos caribes por los españoles. Antropófagos. Que se come a otros de su misma especie.
También me he tomado el trabajo de transcribir las canciones de Alta suciedad, un disco de Andrés Calamaro. Peculiarmente triste. No sé por qué al escucharlo siento que el corazón me late en la boca, como si lo fuese a vomitar.  Me encuentro en una situación poco envidiable… a veces creo que nunca podré ser feliz, que la felicidad es orgásmica, que es como la muerte: un segundo que se amplía en reflexiones milenarias, en creencias, dioses, sectas, partidos políticos, etc.
Uno nace a destiempo y muere a destiempo también. Nunca existió el momento indicado, lo inventó la gente para tener mesura.
Ahora pienso en Verónica. ¿Tiene algo que ver el amor y la antropofagia?

Día tres

Me desperté a las once de la mañana con los ojos rojos y la lengua seca.
Ahora estoy sentado en la mesa del comedor escribiendo un boceto del cuento que planeo escribir.
No se me ocurre nada.
Pienso en la noche de ayer, recuerdo algunas cosas. Recuerdo que vomitaba. También recuerdo a Verónica.
Fue en el zaguán de esa casa. La música era estridente, los mareos me echaron a perder. Quería marcharme, irme lejos, como siempre. O matarlos a todos y dispararle también a esos malditos amplificadores, y luego gozar del silencio recostado sobre algún sofá. Pero la vi. Allí estaba ella, media moribunda. Quizá necesitaba que alguien la auxilie. En ese zaguán, con las luces apagadas. Llena de remaches y drogas, oculta en el vértice de las dos paredes tapizadas. Durmiendo con los ojos abiertos, el maquillaje rodando como lodo, como lágrimas de alguien que tiene contaminado el corazón. Sí. Durmiendo, o quizá para entonces, ya era una flor acaparada por la muerte. Cuánta poesía había en ella. Tan abrupta como los retratos de Sábato. Tan sola.
 
 
 
 
Pienso en la noche de ayer y pienso en Andrés Calamaro haciéndole el amor. Entonces me provoca llanto, furia. Ahora me sangra la nariz.
Me encanta pararme en el balcón y ver la calle larga hasta aquel punto en que desaparece, en que otros ojos toman poder sobre ella. Pienso en Verónica y pienso en la literatura. En Jack Kerouac haciendo autostop en California con el sueño de llegar a Nueva York. Vivir escribiendo, escribir en la ducha, en la cama mientras follas con una fulana, o con el amor de tu vida. Escribir en una piscina, en un autobús, en todas partes. Escribir para producir morfina, para no sentir la muerte o sentirla y escribir algo en forma de advertencia. Dios, tengo hambre.
Necesito caminar.
***

Día cuatro

Santiago coge un cigarrillo y lee el cuento que ha empezado a escribir, entonces recuerda la canción de Calamaro:
“(…) media Verónica está rota
no tiene muchos años pero le hicieron daño,
rompió una lanza por la risa,
pero no tiene prisa y se ríe muy poco…
no va a saber qué hacer cuando no sople más viento
no sabe distinguir el amor de cualquier sentimiento,
quiere vivir una vida diferente cada día
la Verónica mitad está en la flor de la edad
pero está cansada de esperar (…)”

***

Verónica está muerta.
Fumo un cigarrillo mientras comienzo a redactar mi cuento. Es un cuento tenue y sórdido, como todo lo que nos afecta en la vida. Un cuento como la vida misma pero sin ocultar nuestras perturbaciones, sin ser finos. Es cierto eso de que lo más pesado se esconde en los sucesos menos relevantes, pero esas cosas pesadas también son sórdidas y tenues.   
 La historia es más bien una imagen: una madre que se come a sus hijas mientras gime una canción de cuna. Es terrible pero no puedo echarlo a la basura. Escribo a grandes velocidades, como poseído por el hedor de un orgasmo. Y en cuanto escribo veo el rostro de la madre mirando a las hijas llorar en la cama y las margaritas en el jardín y un hombre desesperado tocando los vidrios de la ventana. Un hombre con los ojos mojados, eufórico. Presumo que es el padre. GRITA. Se deshace mientras la madre coge a una de las criaturas y se la empieza a comer, sí, pensando que pronto la tendrá en el estómago y nadie podrá quitársela, y en realidad el sabor crudo la empieza a empalagar, y la sangre que se desliza por su barbilla como una miel salada, y las pobres niñas mutiladas, llorando a chillos. Pero es su deber devorarse a ambas. Me pregunto cómo podría dejar a una fuera de sí, quizá después ésta crecería celando a la hermana que habita en el estómago de la madre. Si no es devorada vivirá creyendo que debe enfrentar al mundo sola. Los complejos son lo peor, piensa la mujer caníbal, como quien aprende una lección… Lo interesante es como se miran la madre y el hombre aquel que ha quedado petrificado frente a la ventana, y de pronto sería necesario poner atención en los ojos de la pequeña que espera el momento. Las imágenes. Las fotografías. El tiempo. Los ojos cuando hablan, cuando no te dejan respirar, cuando te dicen adiós por última vez.
Ahora pienso en los ojos de Verónica…………………………… esa noche. En el zaguán, yo me fui, Verónica, te dejé sola, sin conocerte y sin que me conozcas.
Debería haber un día en el año para todos los desesperados. Quizá me harían una estatua.

Día cinco

“(…) En la ventana hay una nota:
el pájaro no vuela tiene las alas rotas,
media Verónica lamenta que el tiempo se consume
y lo demás no cuenta,
la vida es una cárcel con las puertas abiertas –
Verónica escribió en la pared con la tripa revuelta,
Nada que ver, no habrá flores en la tumba del pasado…
La Verónica mitad dice siempre la verdad
Pero está cansada de empezar (…)”
Santiago se sienta frente a la computadora mientras las últimas melodías de la canción número siete se consumen en los parlantes.
***
Pienso en Andrés Calamaro y en Verónica y también pienso un poco en mí. Sí, al final no queda más que pensar en uno mismo, porque uno los contiene a todos, se los traga. Cierro los ojos y veo la habitación de Verónica, esa habitación con la ventana abierta y las cortinas bailando y el viento trayendo ese olor de amanecer. Cierro los ojos y allí está Andrés, desnudo mirando a Verónica. Qué noche, piensa. Y luego se marcha porque no sabe entender que las personas no olvidan. Entonces Verónica despierta y ya nadie le roza la espalda y está sola otra vez, y está cansada de estar cansada. Pobre Verónica. Pobre de mí.
 
 
Estoy llorando, Andrés. Acabo de vomitar al lado de mi computadora porque en mi cuento una madre se está tragando a sus hijas y siento que tiene sentido. Al fin y al cabo el canibalismo es una filosofía, es el sentido más sórdido de los lazos de pertenencia. Me preguntó que sentiste cuando al dejar a Verónica por última vez, caminando por la calle viste que tu mano empezaba a sangrar. Vaya sorpresa, Andrés, te falta un dedo o acaso dos. Tienes miedo Andrés, qué va a pasar cuando te vayas antes de que alguna de ellas despierte, y tarde ya, te des con que se han tragado tu corazón. Por eso regresas, para preguntarle a Verónica qué pasó. Pero Verónica no está, Andrés. Tiene las venas rotas, la nariz irritada, con puntos blancos desperdigados como la pólvora de un revólver. Quizá leyó esa nota que le escribiste “el pájaro no vuela tiene las alas rotas”y recuerda cuando ustedes dos caminaban por el parque y de pronto una paloma cayó desde lo alto, muerta y fracturada. Y piensa en su espíritu mutilado, devorado por cada hombre que se marcha. ¿Qué pasó, Andrés? Has encontrado lo que inventabas en tus canciones. Ahora eres un villano. No podrías ser un caníbal, no podrías tener alguien dentro y digerirlo y eliminarlo. No podrías vomitar un ojo, una lengua, sería demasiado para ti. No sabrías amar. Porque tú te marchas por la calle larga cada mañana después de dejarlo todo en la oscuridad, porque tú puedes abandonar.
Quizá vivo abandonado. Dónde estás, Verónica, dónde has ido a parar.

Día seis

Hoy sólo he dormido.

Día siete

En la pantalla de la computadora se lee:
“Entonces cogió a la menor de sus hijas y se la comió lentamente…”
La cabeza de Santiago yace sobre el teclado y empiezan a aparecer letras repetidas en la pantalla. Llora, llora convulsivamente.
***
6.47 AM.
Las seis y cuarenta y siete es ese momento en que las cosas se detienen, ese momento en que las cosas terminan de perderse. Es ese instante en que todas las historias se entrelazan y uno es todo y en todas partes.
He escrito el final de mi cuento, el último de mi carrera. Estoy algo turbado, no es fácil dormir cinco noches pensando en una madre que se come a sus hijas para tenerlas más cerca, para protegerlas mejor. Pero el rostro de Verónica, ese instinto caníbal que rodea todo esto, sentirse un antropófago, todo esto me ha turbado mucho más. Al fin y al cabo este cuento ahora es un papel, algo que evoca una situación mucho más grande, un laberinto que se incendia dentro de mí, pero que tarde o temprano será ruinas o cenizas flotando en el mar y me costará demasiado recordarlo. En cambio, esta sensación caníbal, esta complicidad depredadora no cesará. Por qué el arte será tan sangriento, por qué tiene que morir la gente para vulnerar. Debería dormir más pero siento un hambre atroz. Sin embargo veo la comida y me descompongo. Quizá sea porque mi hambre quiere devorar cerebros y corazones y luego sentirlos latir dentro de mí y llorar como un convicto cuya pena carcelaria es la vida. Entonces vendrán los mareos, las arcadas, el sudor frío… sí, todo hace presagiar que es un dolor físico el que sentimos los artistas, que una pastilla nos dará bienestar. Vomitar físicamente no es como vomitar desde el espíritu. No botas alimentos y bilis, sino brazos de niños que piden auxilio, labios de mujeres perdidas, no botas almuerzos grasosos sino ojos que lloran como diciendo por qué nos dejaste solo, Santiago.
Debo beber un poco de agua. Ahora cierro los ojos…
 
 
 

 

Me dirijo al balcón, veo la calle extensa. La luna parece una uña perdida en la niebla y el sol es un montón de rayas horizontales que arañan el cielo y lo hacen sangrar. Sí, cuánta belleza contiene el mundo. De pronto veo la melena de Andrés revoloteándose por el viento, cruza la calle, enciende un cigarrillo, luego silba y trata de disimular esa pierna ortopédica, lo escucho… como un fondo de música que pone la piel como de gallina. Siente ese ardor en la médula. Ahora se confunde entre la gente y luego en la ciudad y después en el mundo. Es hora de dormir, pienso. Ahora me recuesto en la cama al lado de Verónica, apago el equipo de música que repite siempre la misma canción. Luego la miro con detenimiento. Qué horribles son los muertos, digo, qué fríos, qué apagados. Una gaviota se posa en mi ventana, no puede volar, y a la vez que presume su muerte, sus ojitos infernales parecen pedirme algo. Ahora me echo sobre Verónica y chillo mientras le trato de hacer el amor. Un escalofrío surca mis venas como una inundación de éter. Tú no estás aquí, pienso, mientras muerdo uno de sus brazos.  
 
 

Miguel E. Coloma H.
Revista Dúnamis   Año 5   Número 5    Octubre 2011
                                         Páginas 14-20


 

Al Abrir los Ojos

    Y empezaron a llegar… los grandes aportes que permitirían que nuestro proyecto fuese alcanzando su verdadera forma. ¡No somos timoratos!

 

Al Abrir los Ojos

 

Al abrir los ojos, en medio de la oscuridad, tengo la sensación  de flotar a la deriva, de ser el protagonista de una de esas ecografías en las que una madre, entusiasmada, ve los primeros espasmos de su bebé a través del monitor. Me veo rodeado de un mar negro de interferencias, como si mis ojos fueran dos negros botones anegados por la oscuridad y mis dedos, prácticamente transparentes,  formaran un tejido gelatinoso. Incluso siento mi corazón como una  pequeña avellana de cartílagos.
¿Dónde diablos estoy? ¿Adónde he ido a parar? La oscuridad es  total. Poco a poco, obedeciendo a la necesidad de una explicación he tejido, con una sospechosa facilidad, una teoría descabellada. Pienso que es probable que acabe de morir, que, después de todo, Maurice haya cumplido sus amenazas y me haya asestado esos  doce tiros que tantas veces me prometió, y que yo me encuentre,  ahora, en ese exacto lugar entre la agonía y la vida, esperando  mi turno para nacer de nuevo. Dicen los tibetanos que la reencarnación es “la más poética de las formas de morir”. No hay otra explicación para este intenso, penetrante y característico olor a formol, para esta viscosidad en que parezco flotar carente de gravedad, para esa luz que, en la distancia, no deja de parpadear (indicándome un sentido, la obligatoriedad de un camino). Espero mi  turno para nacer. Estoy en el vientre de una madre. Sólo me desconcierta una cosa. Mis recuerdos. Aunque vagos, me acompañan  como un lastre. Supongo que, cuando alcance ese punto, esa luz  distante, todos estos recuerdos se borrarán y yo atravesaré esos  telones de membranas, esa estrechez en el cuello del útero y saldré al exterior. Sólo entonces, mis recuerdos, al contacto con el oxígeno, desaparecerán a la señal de  mi llanto amargo.






Físicamente me siento como en aquellas clases de natación, cuando Ella y yo, de dos inmersiones, braceábamos el largo completo de la piscina olímpica. Ella se movía con una perfecta sincronización. Iba delante de mí, nadando a braza. Bajo el agua, no podía apartar la vista de sus piernas al abrirse y al cerrarse, como si  fueran los seductores tentáculos de una anémona. Cuando sus piernas se abrían para tomar impulso, adoraba aquel perverso lugar, cubierto por el traje de baño negro. Su sexo vibraba un instanite, lo suficiente, lo mínimo, para lanzar una zancada vigorosa. Sus  piernas volvían a cerrarse y me ganaba la ventaja. Sólo entonces, mientras era impulsada por su propia  inercia, sus piernas volvían a abrirse, expandiéndose, de un modo simétrico, glorioso, en un ángulo calculado, armónico, devolviéndome, en aquella realidad acuática, la periférica de su sexo bajo  el traje de baño negro.
Poco a poco, conforme atravesábamos la piscina de lado a lado, iba ganando terreno aquella sensación de ahogo que ahora identifico claramente en esta oscuridad. Entonces, después de media  hora, sonaba la sirena que nos anunciaba el término de nuestro  tiempo. Abrazado a la corchera, recobrando el resuello, un obsceno sentimiento de culpa me sobrecogía al ver, al pie de la piscina, a  Maurice, el marido de Ella, sustentado por su única pierna, intentando ocultar, bajo el gabán, la prótesis que le impedía acompañarla en sus largos por la piscina. Desde el agua, consumido por el rencor y la culpabilidad, veía como la cubría con el albornoz, la rodeaba por el hombro y se marchaban a casa entre sonrisas.
A mí, sin embargo, me esperaba una incuestionable soledad. Me ponía algo para cenar, veía el televisor y, a la media hora, solía caer dormido envidiando la suerte de Maurice. A veces, aquel mo-vimiento obsesivo de Ella bajo el agua, aquella convulsión anfibia, me perseguía en mis sueños y nadaba detrás, recorriendo largas  distancias. Sus piernas se abrían y cerraban incansables. Yo me despertaba sudado y rendido, como si realmente hubiera atravesado el Pacífico a braza.
Una noche, algunos años después, salíamos de un restaurante en una playa de Lima, cuando le propuse nadar en la oscuridad. Yo  iría detrás de ella, siguiendo su estela. Cuando se lo dije, Ella señaló las luces distantes de los botes, mariscando en la impunidad de su vestido y se introdujo en la espesura asfáltica del mar. Yo, miré las luces con que las pequeñas embarcaciones atraían a las sardinas y los jureles. Tenían un vaivén medido, sincrónico y lento, parecido al que ansiosa  de devorar al macho, despliega la mantis religiosa; como esa luz a la que me aproximo en esta oscuridad y cuyo origen  desconozco. Presiento que, al otro lado, está mi nueva vida. Puedo sentir la densidad del líquido amniótico. Tiene un olor como a me-laza. Su tacto es denso, consistente. Como  la  brea.




  La reencarnación explicaría esa sensación sobrecogedora de “que algo ya te ha sucedido”. En francés hay dos palabras para esto: Déjà vu. Un déjà vu explicaría por qué cuando, después de  perseguirles a la salida de la piscina,me acerqué a Maurice y Ella en  aquel bar sitiado de turistas. Ya sabía yo, antes de que dijeran nada, que me invitarían a tomar una copa con ellos. Obligado por fuerzas más poderosas que la voluntad, acepté. También, ese déjà vu del que hablaba, explicaría la  necesidad que tenía de sentarme junto a Ella y la familiaridad, cuando la besé en la mejilla, de aquel olor a mar en su cuello. Ella estaba preciosa. Aquello, en otro momento, en otro instante “ya me había sucedido”. Conocía exactamente las respuestas que debía dar a las preguntas de Maurice pa- ra no levantar sospechas, para ir aproximándome más y más, de un modo sibilino, a aquel hombre amputado y triste. Sólo Ella pareció darse cuenta de lo que sucedía. Desconfiada de las palabras de los hombres, había estudiado, con cierto detalle, aquella irritación natural, imperceptible, en la retina de mis ojos. Dicen los neu- rólogos que esto del déjá vu es un desajuste en el cerebro, que lo que pasa realmente, es que tu cerebro “archiva” tus impresiones en el lugar erróneo, en ese lugar que ocupan los recuerdos. De ahí la sensación de que “lo que está sucediendo”, “ya pasó anteriormente”. Pero yo no lo creo. Ahora sé  que este desajuste temporal se debe a que uno ya ha estado allí, con la misma mujer u otra parecida, ejerciendo la misma alienante ocupación, con la misma Kodak al cuello y la misma Parabellum en la axila (cuando uno fue detective o amante de la chica de Capone) porque todo se repite con una creatividad iterativa, interesada.
    Sobre mí mismo, en una posición fetal, intento alcanzar esa luz. Alargo mi mano. Imito en esto los movimientos de Ella bajo el agua. Apenas me desplazo centímetros en la densidad de este líquido. Me siento como una cría de canguro, aprisionada en el ciego movimiento de su bolsa ventral. Mis recuerdos son cada vez más confusos. Apenas si recuerdo que Maurice era arquitecto. También lo era yo. Alabar la vanidad de un hombre es el mejor sendero para granjearse su amistad. Sólo por ello mostré mi más entusiasta ad- miración por la torre Vértigo, que Maurice había diseñado cuatro años antes. A toda costa, Maurice, necesitaba demostrar que el controvertido proyecto era fruto de una profunda meditación. Subjetivos por algún tipo de fascinación destilada a lo largo de- muchos años, sus comentarios contravenían las críticas encarnizadas que obtuvo su proyecto. Me habló apasionadamente de los intrincados accesos del edificio,de las pasarelas de cristal que comunicaban pozos de sesenta metros de profundidad, de las escaleras de metacrilato que ascendían tortuosamente por la fachada… Yo, más preocupado en la seducción de su mujer, lo confieso, aceptaba su discurso sin condiciones porque sabía que Maurice acabaría invitándome a cenar aquella noche. Si pudiera volver atrás no aceptaría su invitación. Lo cierto es que volver a nacer supone una nueva oportunidad para rectificar aquello que hicimos mal. Por ejemplo, eludir las mujeres que nunca nos convinieron, que nunca amamos o que nunca nos amaron. Saborear con deleite, sin las  prisas del sexo, nuestro primer y último beso, retrasar el fraude del amor, prolongando su aprendizaje y mentir, cuando lo hagamos, con mayor audacia.
Pero lo cierto es que no puedo rectificar mis recuerdos de aquella noche. Maurice estaba en el comedor, saboreando un burdeos excepcional, cuando la torre Vértigo, sin previo aviso, se hundió en los sótanos y las galerías del centro de la ciudad. Ella y yo estábamos en la cocina, ultimando los detalles de la cena, cuando Maurice recibió la angustiosa llamada. Le escuchamos responder entre murmullos. Después, quizá porque no quería preocupar a Ella, improvisó una excusa y se fue, arrastrando su pierna, sobre el parqué.
– Volveré pronto, guardadme cena.
Cuando la puerta se cerró, Ella me miró como si, en ese mo- mento, el único impedimento que nos separaba fuese algo tan absurdo como la buena educación. Fue ella la que, inconsciente del destino que le esperaba a su marido, me propuso acostarme con ella. La única condición, me dijo, es que Maurice no sepa nada. El sexo tiene la naturaleza egoísta de las promesas imposibles. Así que le dije que así sería, que nadie sabría nada y conforme lo decía, ella se entregó sin condiciones. Aquella noche, entre las sábanas de satén, Ella repitió para mí, en exclusiva, el compás de sus movimientos bajo el agua.
Después, de un modo inversamente proporcional, mientras a Maurice le llovían demandas y juicios por negligencia, a mí me surgían encargos cada vez más importantes. Edificios inteligentes (que daban más problemas que los estúpidos), hoteles de convenciones de treinta plantas y apartadas mansiones forradas en mármoles de Travertino y Carrara. Incluso Ella parecía cada día más preocupada en mis brazos. Al parecer Maurice había empezado a beber y se comportaba de un modo violento. Ella empezaba a desconfiar del hombre con el que había vivido siempre.
 




    Siento un murmullo a través de las paredes en las que estoy confinado. Es un sonido parecido al de una sirena: molesto y urgente. Me pregunto qué pasa al otro lado. Supongo que las  premuras del parto han obligado a contratar los servicios de una ambulancia. Un olor ferruginoso, el olor del miedo, flota en el líquido amniótico, en las entrañas de mi madre. ¿Dónde  naceré? ¿Volveré a ser un reputado arquitecto? ¿Encontraré a Ella al otro lado? El miedo que genera la incertidumbre va ganando terreno. Lo olvido casi todo. Tan sólo me queda el vago recuerdo de las palabras de Maurice. No sé cómo se enteró de lo nuestro. Quizá la frecuencia de nuestras visitas, o las excusas, cada vez más elaboradas, cada vez más elaboradas, con que Ella le embaucaba, los viajes a Máncora y Cuzco sin causa justificada… el precario estado emocional de Ella. Todos  aquellos indicios  compusieron un ineludible marco de infidelidad. Una noche, mientras Ella cabeceaba sobre mi  vientre, sonó el teléfono. Una, dos, tres veces. Sabía que era él.  De nuevo, uno  de  esos dèja vu.
 
– Escúchame, amigo… no tengo nada contra ti. Te lo juro, todo ha terminado. Todo. Mis deudas sólo me dan para matarme bebiendo. Lo he perdido todo. Maldita sea… ¿me oyes? sólo me queda ella, sólo ella y… bueno, también tengo esta browning del 72, esta maravillosa y bendita browning del 72 que guardo para ocasiones especiales, y te juro, por lo más santo, que como la pierda también a ella… a ella… amigo, hago una tontería, primero tú, luego yo… te lo puedo jurar, amigo. Te lo juro ahora mismo. Como que estoy cargando las balas, una, dos, tres… poniéndoles tu nombre, cuatro, cinco…
Antes de que terminase la cuenta, colgaba el teléfono. Siete, ocho.
Las amenazas  de Maurice se reproducían  con  asiduidad. No sólo en plena noche, cuando Maurice bebía, sino mientras firmaba mis contratos o comía con cualquiera, recibía sus desagradables advertencias.
 – ¿Quién era?
– Se deben haber equivocado.
Nueve, diez.
Ahora mismo he llegado a ese punto de luz. Miro a través de él pero los meses de oscuridad impiden que mis retinas funcionen con normalidad. Siento un frío enorme recorriendo mi piel. Mis recuerdos se  van  fundiendo en un negro espeso, en la última noche que recuerdo. Volvía a casa por San Francisco. Llovía. Me pareció verle  repostado contra un árbol, escorado sobre su prótesis, con el cigarro encendido entre los labios Poco a poco, ignorando su presencia, seguí mi camino. Nunca olvidaré, mientras pasaba de largo y le daba la espalda, aquella cara, aquellos ojos impregnados de un odio hierático, aquella sonrisa macabra, convencida de que, por una vez, domeñaría su mala suerte. El gabán, elegante y misterioso, que yo le había conocido en el pasado, mostraba manchas y remiendos  por todos  los lados. Una de sus manos, de una manera obsesiva, se perdía en el amplio bolsillo. A través de la  tela, se precisaba la forma inquietante del cañón de un revólver. En aquella  sonrisa de Maurice había algo tibio y sereno, prevaricado.



Le imaginé antes de acudir a su cita conmigo, en la mesa de la cocina, hundido entre sus brazos, junto al revólver y el vaso de whisky a medias. Maurice había compuesto una estrella de los vientos con los doce proyectiles. De una en una, habría cargado las balas en el arma, como tantas veces me había anunciado por teléfono, una, dos, tres… Irían encajando en aquella arma de factura americana, elegante y precisa. Desnudo frente al espejo, antes de vestirse, repararía una vez más en la mutilación de su cuerpo, en la desconfianza que se inspiraba a sí mismo desde que ocurriera lo de la torre Vértigo. Cogería el browning del 72, apretaría su empuñadura nacarada y sentiría el firme tacto del metal contra su estómago. Con los restos de su dignidad que le quedaban se  echaría el gabán sobre los hombros y saldría a la calle. A eso de las doce, cogería un taxi en dirección a Barranco. Seguramente, al llegar, habría buscado un resguardo seguro, esperando pacientemente mi regreso. Toda una vida era poca eternidad para su venganza. Y allí había estado hasta que me vio llegar. Se incorporó. Sus músculos, como los de un títere abandonado  en el desván, cobraron el rigor de la vida.
   Recuerdo haber pasado cerca de él intentando aparentar tranquilidad.  Sabía que cualquier vacilación en el paso o titubeo al hablar, que cualquier carrera emprendida precipitadamente hacia el portal o cualquier gesto brusco obligarían a Maurice a desenfundar el arma (si es que alguna vez estuvo ahí) y abatirme.
Imagino que descargó diez de los doce cartuchos por los im- pactos que resuenan desde entonces en mi cerebro, en este estado en que me encuentro. Todavía vivía al décimo impacto. Puedo suponer que mi sangre encharcó el adoquinado de la calle, que formó un extraño reguero (la sangre, al igual que muchos fluidos, pocas veces describe ángulos predecibles) y puedo imaginar que Maurice guardó los dos últimos proyectiles para asestarse a sí mismo algo de paz.
La asfixia. Siento que estoy en ese último estertor que me separa del dilema de la muerte. Un diferencial de segundo más y todo desaparecerá. La espeluznante prótesis de Maurice. El movimiento de Ella bajo el agua… todo. Escucho un timbre distante. Los sonidos se propagan a través del fluido con una claridad distante. Puedo imaginar, al otro lado del conducto, a los médicos arrebolados en torno a los muslos abiertos, preparando los fórceps, velando  la respiración sin ritmo de mi madre. La otra vida, la nueva, conformándose al otro lado, acoplándose a mí como un envoltorio de circunstancias, como un destino que estrenar.
    Después siento unas manos robustas sobre mi cuello. Alguien que tira de mí, que va desenroscando el cordón umbilical que no me deja respirar. Sin embargo, de un modo inexplicable, sigo teniendo los mismos recuerdos que segundos antes. Cuando abro los ojos y la luz de la noche se aclara, lo primero que veo es el traje de baño negro de Ella. Sobre su hombro, de pie y cubierto por el gabán, está Maurice. Parece sonreír, como si me advirtiera de algo. Estoy en la piscina, tendido sobre el borde, mínimamente consciente. Apenas si escucho la voz de un salvavidas que le dice a Ella, de puro milagro no se nos ahoga. Ella me mira. Ahora sé que nunca será mía. Luego el salvavidas se vuelve hacia mí y me dice salude usted a su nueva vida.

 

 
Miguel Coloma

 

Revista Dúnamis   Año 5   Número 4    Septiembre 2011

                                Páginas 3-12