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Súbdito de la Libertad

Autor:  Francisco T. González Cabañas
             Corrientes – Argentina

 

 

Súbdito de la Libertad

 

Detesto saber que todo tiene que tener una explicación. Aborrezco de tal indagación permanente que hacemos de la realidad y que nos hacemos de nosotros mismos. Claudio se despidió con tal frase que me condujo a extraer una serie de conclusiones.

Soberbia de por medio me puse a pensar, puesto que no soy muy afín a la actividad reflexiva que no solo no retribuye grandes beneficios además es agotadora. Con los textos de la universidad tengo suficiente lectura, por algo nos lo dan los profesores con experiencia y trayectoria. Claudio sin embargo prefiere manejarse con libertad, diría anarquía, él escoge por su cuenta los libros y los analiza sin prerrogativas ajenas, en realidad debe ser un profundo temor a verse puesto a prueba en un examen, un mecanismo de defensa infantil y mañoso por un excesivo miedo al fracaso.

Mi novia suele absorberme bastante, de todas maneras es inconmensurable la alegría que me abraza cada vez que nos vemos. Claudio sin embargo habla acerca de la ilusión del amor, cree que en verdad que la mente inventa artilugios como perpetuar el instante físico del orgasmo, manifiesta su duda ante la posibilidad de conocer a alguien por el sólo hecho de ser como es, sin parámetros sociales, económicos, ideológicos y sin las trabas inoportunas de la vestimenta, de los lugares que uno frecuenta para divertirse y hasta de la edad.

Mis amigos hablan mucho de fútbol, pero no hay nada como juntarse un día a la semana, comer una pizza y sentirse acompañado y protegido por un grupo de muchachos con preocupaciones y vidas semejantes. Claudio, sin embargo utiliza el término utilitarismo, está convencido que todos actuamos socialmente movilizados por algún tipo de interés de alguna índole, que en determinados momentos nos ponen bajo el manto protector de algún objetivo en común.

Yo voté en las últimas elecciones, sé que hoy por hoy que las cosas no funcionan muy bien, considero de todas maneras que la única solución es continuar depositando la confianza en las personas que más conocen del tema. Claudio habla de constituir un nuevo orden, puesto que a este, según él ya lo estamos enterrando. Cree que en verdad las superestructuras del poder se ríen de la democracia y que hasta un acérrimo opositor luego de un tiempo se puede transformar en un valiente oficialista. En mis ratos libres suelo mirar televisión o escuchar radio, no hay demasiadas cosas interesantes, pero siempre me cuelgo con alguno que me termina gustando. Claudio no tiene televisión, según él los medios son grandes grupos monopólicos que nos ofrecen una supuesta libertad de elección, pero que en realidad ocultan una pérfida estrategia para instalar tendencias ideológicas.

Los domingos concurro a la iglesia, escucho al padre, mucho no entiendo pero igual considero que algo tan maravilloso y tan inabordable como el mundo y el cosmos sólo pudo haber sido creado por algún Dios. Claudio sin embargo, cree que la iglesia es un factor de poder, cuenta de algunos papas que realizaban orgías, de otros que dependían a genocidas y en cuanto a Dios, según él, para su explicación del mundo no necesita de tal hipótesis, dado que los que así lo hacemos carecemos de capacidad y de valor para afrontarnos a la nada del más allá.

Siempre al mediodía almuerzo con mi familia, a veces discutimos pero nada es más gratificante que el calor de los consanguíneos. Claudio, sin embargo considera que la familia es una mera institución familiar construida para fortalecer un sistema de vida y habla de padres golpeadores, de madres alcohólicas y de interminables tragedias exclusivas del yugo familiar.

Cada uno hace lo que quiere de su vida. Pero me parece que eso de no ir a la facultad, es en realidad un miedo a exponerse, un terror a ser juzgado una actitud propia de cagones. Lo de no creer en el amor, debe esconder algún tipo de perversión sexual, quizá sea homosexual o misógino y tenga vergüenza de decirlo abiertamente. Lo de no tener amigos me parece sumamente egoísta, soberbio y hasta asqueroso. No puede ser que no deposite su confianza en personas con quien comparta cosas. Siempre dudé de su simpatía con el fascismo, aunque también crítica al orden, a la violencia y no cree en ninguna patria, zurdo no puede ser, seguramente hable de cambiar las cosas para tomar una actitud rebelde, propia de los desenfrenos de la juventud. Eso de no creer en los medios puedo llegar a entender, claro que con tantas cosas que de él escuché, estoy llegando a pensar que es en realidad una marcada acentuación de una gran paranoia.

Lo  de la iglesia….y si todos cometemos errores, pero no para generalizar y rechazar a Dios. Yo no creo en el por temor, jamás lo vi, ni lo sentí, pero cuando pienso en lo muerte se me hace la imagen de un ser bondadoso. Bueno y la coronación es el tema de la familia, que puedo decir al respecto, en fin.

Claudio es para tenerlo un rato y reírse de sus planteos alocados, todo bien. Sin embargo hay algo que me molesta de él, una tontería quizá. Siempre sabe a qué hora encontrarme cuando llama por teléfono, conoce todos los lugares que frecuento, la gente con la cual me rodeo, hasta casi adivina lo que comemos en los almuerzos familiares, y lo que el padre va a decir en su sermón.

No sé no lo veo mucho, pero lo siento, como un vigía que predice mis movimientos, como un observador permanente.

Yo en cambio no sé ni cuando duerme, ni con quien está, ni sí llora, ni lo que come, ni sé si se baña, ni en realidad cuanto lee y en qué momento, y hasta a veces por tantos misterios no sé si existe.

 

Revista Dúnamis   Año 11   Número 17   Mayo 2017
                                   Páginas 23-25

El Analista

Autor:  Francisco T. González Cabañas
             Corrientes – Argentina

El Analista

 

Me desperté sobresaltado, estaba empapado en un líquido extraño. Al tocar el colchón, noté que también se encontraba inundado. No podía ser, pero era. Me había orinado. Ese segundo, tal como lo describen las miles de personas que narran una situación dramática, duraba una eternidad. Recorría mi vida, luego de ese instante trágico, intentando buscar las respuestas de mi inexplicable incontinencia. La mirada de mi mujer, que se había levantado por obra y gracia del vergonzoso suceso, me confirmaba, que se trataba de una lamentable situación, que ameritaría respuestas concretas y contundentes.

Desde hace muchos años, venía contemplando, la seria posibilidad de solicitar una ayuda terapéutica, que me permitiera acomodar, diferentes percepciones y acciones de mi vida en general, que se me presentaban mezcladas, confusas y perjudicialmente problemáticas.

No contaba con muchas alternativas, me caracterizaba por ser bastante solitario, y esta situación me colocaba en la más absoluta soledad. Sentía como una especie de herida de muerte que afectaba lo neurálgico de mi hombría. Quería formar una familia, hacerme de una vez por todas un hombre, y más allá de mi deseo y de mis esfuerzos, me había orinado.

Mi mujer, hacía cinco años que se psicoanalizaba, y más allá de sus comentarios favorables, yo siempre había sentido una atracción por vivir una experiencia terapéutica. Antes de la magnánima malaventura, siempre pensaba en consultar a un psicólogo, para en realidad, jugar una especie de disputa intelectual. Como una especie de desafío, que probara, tanto a mí como al mundo, que en realidad el análisis se trataba de una suerte de pantomima seudo-intelectual, orquestada por vivos de turno, con algunos libritos encima. Luego del orín, ya no pensaba de tal manera. Realmente precisaba ayuda, y me encontraba dispuesto a realizar desde mí, todo lo posible como para que la experiencia fuera exitosa. Había tomado la decisión de realizar una consulta, estaba dispuesto a decir la verdad, a desnudarme, y abandonar posturas de niños. El haberme orinado involuntariamente, me demostraba que en alguna parte de mi mente, oculta y que no podía controlar, poseía pensamientos y acciones de infantes.

Un día en la monotonía de la oficina, busqué en las páginas amarillas, el rubro psicólogos. Encontré un profesional, cerca de mi casa, me pareció un buen punto, para llevar a cabo mi elección. Lo único en lo cual me había propuesto ser intransigente, era en que el terapeuta tenía que ser hombre. Me generaba una mayor confianza desde lo intelectual, desde lo profesional. Con preconceptos machistas y prejuicios anacrónicos, las mujeres no me garantizaban, en lo profundo de mi psiquis, el respaldo y la confianza, que sobre todo en un primer término, debía depositar en un terapeuta. Bajo este principio, o sensación, más la cercanía con mi hogar, escogí, un poco azarosamente, el número de teléfono y concertamos una entrevista.

Con una mayor presencia de los nervios y la ansiedad, apaciguada un tanto por los cigarrillos que consumía desenfrenadamente, toqué el timbre y me abrieron la puerta. Opté por subir por la escalera, a modo de que la llegada se postergara algunos segundos. No resultaba tampoco un gran esfuerzo físico, el consultorio se encontraba en un segundo piso. Un hombre de unos sesenta años, con anteojos y con rostro apacible, me extendió la mano y me hizo pasar. Tome asiento en una silla, y en lo primero que deposité la mirada, fue en un cuadro que pendía sobre el diván. Era una acuarela, en donde tras un fondo amarillo, dos corazones, o un corazón divido, estaban alineados y daban mucho que pensar.

¿Cuál es el motivo de la consulta? No dudé un segundo y empecé a contar mi historia. Partiendo desde la trágica orina, aclarando que nunca me había sucedido, y llegando hasta mi traumática infancia. Sumé en el monólogo, algunas aclaraciones más, a modo de carta de presentación. Que no me drogaba, que mi única adicción era al tabaco, que no me habían diagnosticado problemas neurológicos. Incluso, creo que por momentos, fui un poco más lejos, y teoricé acerca de determinados puntos, que creía que se debían a cuestiones psicológicas. Hablé de un posible mesianismo, de una probable megalomanía que muchas veces atentaba con mis deseos de pedir, y posteriormente aceptar ayuda.

¿Cómo te desarrollas en tu oficio? Tal interrogante, hubo de marcar una bisagra.

– Mire, yo he redactado cientos, cientos de proyectos de ley, he escrito novelas, cuentos, obras de teatro, poesía, ensayos. La verdad que muchas veces pienso que no me hace muy bien, esa especie de cúmulo de erudición en lo que me transformé. No sé, creo que en gran parte, esa disposición a vivir en cientos de libros, miles de páginas y millones de palabras, me condenan a una especie de soledad absoluta en la cual, llego hasta sentir molestia cuando me comunico con personas que no tienen al menos, un mínimo de handicap intelectual. Es como si existiera un mundo aparte entre lo que pienso, lo que escribo y mi campo mental, con respecto a mi cuerpo, a mis experiencias y a lo que vivo. No sé, sí conoce a Cesare Pavase, un escritor Italiano, él hablaba de una vida vivida y una vida pensada. Yo me siento un poco representado, por este grafico que describe el autor. Es más, mi vida pensada es diez veces más activa, lúcida y placentera que mi vida vivida.

– ¿Vos sabes cómo murió Cesare Pavese? ¿No?, bueno, él se suicidó.

– Tras un interminable silencio. Realmente no sabía, desconocía esa parte. Sólo conocía su obra.

– Es importante, porque acá se trabaja mucho con la asociación, entonces es bueno poder encontrar los puntos de conexión, como en este caso, de alguien a quien vos mismo, citaste, y con lo que te puede estar sucediendo, con lo que representa esa invocación libre que señalas.

Así había culminado mi primera sesión. Al salir, no tuve ganas ni deseo de saber si el escritor italiano se había suicidado. Si lo había hecho, el terapeuta me demostró su capacidad y su conocimiento. En el caso de que no se hubiera suicidado, me demostró su habilidad y su inteligencia. Más tarde comprendería, que se había tratado de lo que usualmente se conoce como transferencia. Hubo de pasar determinado período, para consolidar la aceptación, con respecto a las palabras, en forma de guía, que comenzaron proviniendo de un extraño, que sesión a sesión, se iría transformando en mi querido analista.

 

Revista Dúnamis   Año 10   Número 14   Octubre 2016
                                   Páginas 3-6

Acerca de la Inmortalidad

Autor:  Francisco T. González Cabañas
             Corrientes – Argentina

Acerca de la Inmortalidad

Ahora entiendo que era yo el que le temía a la muerte, cuando te hablaba de ella, mientras vos te mecías en el sillón. Te reías con bondad, con la certeza sabia de que tenías a un tierno mortal, queriéndote perturbarte ante tu proximidad con lo inevitable.
Ahora entiendo, que aquella adolescente pretensión de que te posaras en mi cama, como supuesta y burda prueba de la inmortalidad, una vez que fueras parte del éter, se hace carne en mis horas más intensas.
No sé ni me interesa, quienes ni cuantos, pero quiero elevar estas palabras, como una suerte de plegaria, para que tu colosal impronta, se desperdigue, se recicle en la madreselva, para que esas semillas, lleguen a esos insondables sitios, en los que para varios, pueden ser determinantes.
Tantas sensaciones como presencia, ahuyentan la necesidad de pretender echar el tiempo atrás, aquel transitar fue perfecto, con sus aciertos y errores, y lo reconozco, me sigue costando, entender lo que había dado como asumido, la finitud laxa, la extensividad de esa finitud, la que tipos como vos, logran vulnerar.
Ahora entiendo, te diría que recién, porque hacías tanto hincapié en mi valentía, hasta no hace mucho tiempo atrás, suponía que era tan solo una choches producto de la ancianidad, hasta pensé que tal vez proyectabas en mí cierta ausencia tuya, te presumí cobarde, sin saber que estabas viendo mucho más lejos.
Ahora entiendo que siempre estuviste atrás, para que yo no sintiera el abismo, para que no le temiera a la desolación, para que me hermanara con la incertidumbre y siguiera rumbo a lo desconocido.
No me importa saber cuántas batallas que quedan, ni mucho menos que resultados tendrán.

Tanto el tiempo como el sufrimiento
De dimensión carecen
Bajo un orgánico cuerpo respondemos
Preguntas de díscolo sentido
Pero ¿Qué rumbo, paso o camino?
¿Con el brillo resplandece?
El que la voz calla y la razón ignora
El que por locura descreemos
Y que con el pensamiento no entendemos
El decirte que te amo
Ilumina mi triste andar
Que por necesidad pronto
Va a terminar

 

 

Revista Dúnamis   Año 10   Número 12   Febrero 2016
                                   Páginas 33-34

Crónicas del Bosque

 

 

Aproximaciones argumentales para dar cuenta de la “Atlantis Latinoamericana”

 

El presente ensayo, es un correlato que apunta a buscar cierta verosimilitud, en el texto planteado en el número anterior, intitulado “Crónicas del bosque”, donde se vislumbra la posibilidad teórico-fáctica de la existencia de una cultura precolombina, nunca antes examinada o siquiera indagada como posible.

Sí bien el hallazgo de este diálogo platónico es una gran novedad para el mundo de las ciencias espirituales, lamentablemente, nosotros avocados a la investigación de esta cultura nos quedamos con el deseo de continuar leyendo lo que el filósofo supo acerca de la misma, un tesoro preciado que debe estar en algún papiro oculto en el Mar Muerto o en el Egeo. De todas maneras no es óbice para que continuemos con lo que tenemos hasta el momento, que no es poco. Ni mucho menos nos permita trazar la existencia de estos prohombres que son parte constitutiva de nuestros antepasados.

Podríamos inferir que este sistema organizacional que desarrollaron los gentereí o los del bosque, fueron las bases mismas que desarrolló el feudalismo durante siglos en casi todas las extensiones del globo. De acuerdo a los patrones culturales y políticos reinantes, no se reconocían como un sistema de casta o clanes, sin embargo, estaban bien determinados tres estratos, que extrañamente no se distinguían por hábitos de consumo, por actividades a desarrollar, por privaciones o limitaciones, sino por el lugar, ni siquiera de hábitat general, sino de pernocte. Es decir, los Ahiteba, eran tales, porque dormían dentro de esas construcciones símiles a castillos, y esa es la única característica que abiertamente los hacía tales y los separaba tanto de los chimbos, que eran tales precisamente porque pasaban horas del día dentro de las construcciones o de los castillos y de los gentereí que eran quiénes habitaban y dormían en el bosque, en el descampado, en la intemperie.

Esta diferenciación social por pertenencia de hogar ante la nocturnidad, es toda una novedad en sí misma en relación a todas las culturas hasta ahora estudiadas, pues no hablamos de que ningún habitante tuvieran vedada la participación política, de hecho es hasta llamativamente avanzado el sistema democrático o electoral que desarrollaron; tampoco la participación en festividades, la práctica de cultos, tampoco un conjunto punitivo o sancionatorio especial para quiénes no estuvieran en el manejo del poder. Técnicamente podríamos hablar que el sistema político/social/organizacional, les permitía a todos y cada uno de los habitantes el desarrollo por igual de sus deseos, expectativas o proyectos, dando por sentado por tanto que construyeron una sociedad democrática digna de nuestros tiempos. Sin embargo, la estratificación, que perduró en la nominalidad de las tres clases de habitantes, nos brinda el hiato que hace posible que al recorrer por dentro este sendero, veamos que en verdad, esa clase gobernante (Los Ahiteba, que de acuerdo a ciertos filólogos especializados en lenguas amerindias, podría significar “los puros, los de verdad, los auténticos”) sometió con un poder hipnótico, enmadejo a más no poder, encorsetó al extremo de solo permitir un resquicio de aire, maniato pérfida y perversamente al resto de los habitantes, que sometidos a estos, vivieron durante años y por generaciones, como narcotizados, en un sistema de cosas que explícitamente no prohibía nada, pero que implícitamente sólo dejaba subsistir con la única razón de servir, en una suerte de lacayismo oculto, a quiénes idearon – con la malicia real de las almas más egoístas y con la astucia y genialidad de lo demoníaco – esta cultura que tenemos bajo estudio.

Recurrimos al Psicólogo Social de la Universidad del Zulia (Maracaibo), Orlando B., quién posee un compendio acerca del comportamiento psicológico de culturas precolombinas, tanto en su nivel consciente como del inconsciente colectivo, destacando que así como reprodujimos a eruditos de universidades europeas, también lo hacemos de eméritos formados en casas de altos estudios de Latinoamérica, a los efectos de no caer, en lo que algunos autodenominados “progresistas” dan en llamar el imperialismo cultural de entender o analizar las perspectivas de nuestros antepasados bajo miradas o paradigmas europeizantes o extranjerizantes que desvirtuarían el objetivo del presente estudio.

Expresa el profesor bolivariano: “A lo largo de sesudos años de investigación, pudimos demostrar que en ciertas culturas, muy pocas por cierto, se dio un fenómeno que dimos en llamar Parasitismo, al igual que lo que define la ciencia biológica; proceso por el cual una especie amplía su capacidad de supervivencia utilizando a otras especies para que cubran sus necesidades básicas y vitales, que no tienen por qué referirse necesariamente a cuestiones nutricionales, y pueden cubrir funciones como la dispersión de propágulos o ventajas para la reproducción de la especie parásita; el parasitismo social o que nos convoca, se aviene a las mismas características que el parasitismo general. Medularmente la diferencia consiste en que un subgrupo o clan, ejerce un parasitismo no orgánico, sino más bien cultural o espiritual. Una suerte de enajenación de expectativas, de deseo, de humanidad, un sometimiento subrepticio, camuflado, un colonialismo progresivo y soterrado, que ejercieron en ciertas culturas, un grupo por sobre el resto, generando períodos temporales de aparente calma, pero que finalmente implosionaron llevándose a todos y cada uno de los integrantes de la comunidad, como las marcas que pudieron haber dejado en el paso por el mundo. El caso más paradigmático es el de los llamados “gentereí” en los humedales del confín sur del continente americano. A tal punto llegó la desintegración de esta civilización que durante siglos ni siquiera supimos de la existencia de la misma, recién en los últimos lustros, mediante descubrimientos casi azarosos, tenemos ciertos elementos para reconstruir esta experiencia de la humanidad que, como dijimos, tuvo como una de sus peculiaridades el ejercicio del parasitismo por parte de una clase por sobre el resto de las integrantes de la comunidad. La clase parasitaria denominada “Ahiteba”, colonizó en mente y alma a quiénes no pertenecían al grupo que se identificaba por habitar un determinado lugar en la aldea misma (el lugar geográficamente del centro, más guarecido mediante construcciones de avanzada) y decididamente por ocupar los espacios de poder de la comunidad.

Las víctimas del ejercicio parasitario, unos denominados chimbos y otros gentereí (De acuerdo a los filólogos la acepción podría significar gente baja, gente ordinaria, gente común o gentuza) eran la máscara o la pantalla que sus victimarios necesitaban para ejercer los mandos de la comunidad sin ningún tipo de empacho o de excusa ante lo que claramente era no ya una posición dominante sino un lazo vejatorio e inhumano. El grado de deterioro en la autoestima de estos sujetos que se referenciaban de acuerdo al lugar donde dormían (los chimbos trabajaban en los hogares de los pudientes, pernoctando fuera de los dominios), lo podemos suponer en grado superlativo.  Por tanto no sería antojadizo arriesgar como hipótesis que este sistema devino de una base de sustentación social esclavista. El origen tuvo que haber sido naturalmente el de una cultura, como las de la época en cuestión, que mediante la sujeción por la fuerza, establecieron un sistema férreo y clásico de esclavitud. Lo peculiar es que en el transcurso del tiempo, desarrollaron un cambio de coerción desde los esclavistas hacia los esclavos. Podríamos inferir, que hasta los liberaron físicamente y los anoticiaron de que serían libres, condicionándolos en espíritu, alma y cultura. Será un misterio el develar como pudieron arribar a este grado de abstracción planificado y maniqueo, pero es indudable que surgieron del origen esclavista y en cierto período los dominantes cambiaron los grilletes o el lazo con los que manejaban a sus esclavos por la palabra y la sugestión. El desarrollo de la inteligencia política alcanzada por los Ahiteba debería ser materia de estudio aparte, pues, a diferencia de lo que se acostumbraba, al haber generado una identidad de grupo y tener la noción de los  “otros” no los atacaron, separaron o señalaron como si fuesen sus enemigos, al contrario, los contuvieron y los hicieron útiles a sus intereses sectoriales. Creyéndose superiores, no dudaron en asimilarlos, en hacerlos parte, en incluso orquestarles todo un sistema de vida que supuestamente los trataba en posibilidades a todos con las mismas chances. Los podríamos definir como unos grandes impostores o los mejores en el desarrollo de una cultura en donde el valor primordial ejecutado fue el de la hipocresía. En estos dos extremos, de los dominantes y los dominados, de sus auto-consideraciones o de la puesta en valor de su autoestima como grupos, se puede entender la mancomunión de intereses que los hizo viables como sociedad por un buen tramo del curso de la historia.

De acuerdo a manifestaciones que fueron recogidas y asimiladas por la cultura guaraní (la que absorbió indudablemente elementos sustanciales de estos sucesores suyos y que ameritaría otra investigación) hubo de existir una clara muestra de lo que acabamos de señalar mediante la relación que generaron con los denominados intelectuales u hombres de la cultura. Los gentereí poseían una alta estima, daban un valor superlativo a la suma de años, al alcance de la ancianidad. Sí bien esto es una particularidad de las culturas antiguas (siempre el perdurar con el paso del tiempo, ha sido como una referencia ante la condición sempiterna del hombre, ante lo ineluctable de su finitud el logro de permanecer en ese transcurrir en el tiempo), en este caso quienes eran representantes de una tercera generación, es decir alcanzaban el abuelazgo, decididamente eran consultados recurrentemente y por lo general, más allá de que tuviesen o no capacidad o trayectoria en el mundo de la cultura (como generadores de expresión mediante un instrumento o la palabra) los depositaban en esta suerte de gueto que les daba un lugar en la sociedad, en ese intersticio, patrimonio de los chimbos, a mitad de camino, o de lugar en verdad, entre los dominantes y dominados. Como vimos, los chimbos eran los siervos, que prestaban toda clase de servicios y a cambio de ello, recibían como premio, el permanecer unas horas en los lugares magnificentes de los Ahiteba, en sus castillos, en sus círculos de actividades tan distinguidas y limitadas para el resto, de quiénes gobernaban a esos otros con el hipnótico poder de la sugestión. La funcionalidad de los hombres de la cultura, fue decisiva y determinante para el desarrollo de ese poder hipnótico. El ropaje que le brindaban a esos ancianos que no tenían, en la mayoría de los casos, nada más interesante que ofrecer que su proximidad con la muerte, no era producto de la casuística (más adelante incluso utilizada por los jesuitas para dominar a los guaraníes) sino más bien la acción premeditada para la dominación.

Como se ha observado en otras investigaciones acerca de esta cultura que nos ocupa, una de sus festividades más importantes era un baile de disfraces y máscaras, con cantos y bailes incluidos, que reproducían o imitaban a animales o fenómenos de la naturaleza. La otra, que se daba incluso en lapsos próximos de tiempo, era una suerte de concurso de una cantata o estilo musical que los identificaba. Bajo este ritmo, que lo generaban con instrumentos de viento y con expresiones de sus intérpretes que podían incluir gritos o voceos amatorios o desafiantes, aglutinaban a muchos integrantes de la cultura e incluso de visitantes de otros lugares. Estos dos hitos o festividades, como todas, manejadas, organizadas y controladas por los Ahiteba, fueron consagradas como los hechos culturales en sí mismos. Cualquier otra actividad que refiriera a expresiones del alma, mediante la palabra o instrumentos que no tengan que ver con lo señalado, no eran consideradas acciones culturales e incluso quiénes hubiesen tenido la infeliz idea de desarrollarlas, seguramente hubieron de ser censurados y perseguidos. Los ancianos designados como hombres de la cultura, tenían como tarea el sacralizar estos hitos, incrementar las proezas que se podían alcanzar mediante el participar en las mismas, narrar en todo momento y lugar, las bondades de las mismas y señorear en tal sitial de la expresión del alma, que de acuerdo a los dominantes, eran solo patrimonio de estos ancianos que hablaban, escribían y pintaban lo que el poder les exigía que hicieran pues le debían lo que eran a quiénes manejaban no sólo los elementos concretos del poder público sino también las cuestiones abstractas de un pueblo enajenado en sus perspectivas, posibilidades y deseos culturales y espirituales. Estos perros del Hortelano o Cancerberos, fueron los precursores de los intelectuales del feudalismo, que no se distinguían de los siervos comunes o de las criadas que limpiaban las heces, más que por el servicio de divertimento que prestaban, pues la reafirmación de la colonización que ejercían no eran percibidos por estos seres, en la mayoría de los casos, carentes de talento, inteligencia, creatividad y gracia. Cumplimentaban su rol, porque así les habían asignado, sin posibilidad, ni deseo de realizar qué con sus vidas de acuerdo a los dictados de una libertad auténtica proveniente de la esencia del alma. Se estima que de los gentereí que fidedignamente hubiesen querido desarrollar una actividad cultural, entendida en su sentido lato, además de enfrentarse a la indiferencia y a la persecución por parte de estos mediocres enraizados por los dominantes, tuvieron que desarrollar una suerte de camuflaje o de acción que pasase inadvertida para el presente en el que les toco nacer y desarrollarse. No se descarta que en años venideros las investigaciones para conocer algo más de esta cultura sorprendente, pueda deparar novedades ingentes en relación a uno de los grupos, sin dudas más afectados, por el desarrollo de esta forma de vida social y política sumamente clasista, elitista y limitante para quiénes no fuesen funcionales a los amos y señores del poder.

Como toda historia no oficial, no comprobable, o que venturosamente puede pertenecer al reinado de la imaginación, de acuerdo a quiénes relatan la existencia de esta peculiar cultura, la misma hubo de terminar, de implosionar, en virtud a una terrible guerra intestina que se desató en un momento dado, por circunstancias desconocidas, pero que podemos suponer arraigadas en las profundas divisorias en la sociedad misma, la versión más fuerte (increíblemente de los pocos relatos existentes que dan cuenta de esta cultura difieren en cómo terminó sus días) señala que el desarrollo cultural del sector más acomodado, encontró una forma de adivinación del futuro, una suerte de oraculismo infalible, el descubrimiento exacto de los hechos que inevitablemente sucederían. Se vieron tras siglos imposibilitados de borrar sus huellas en la humanidad, observaron incluso, nuestro tiempo actual, en donde mediante la tecnología uno puede comunicarse sin tener nada que decir, seguir existiendo en la red, pese a estar físicamente muerto, destruir un texto interponiéndole sonidos, ruido, o vinculaciones con la excusa de crear un neologismo, una subclase de literaturidad, recrear sensaciones, mediante interfaces y considerar que son más auténticas que las verdaderas, pero lo más triste para ellos es que en tal episodio se vieron esclavos de sus propias acciones y omisiones, cayeron en cuenta que todo lo que realizaban sería analizado, una y otra vez, por motores de búsqueda, por expertos en generalidades abyectas, se sintieron banalizados y enajenados en sus convicciones más profundas. Decidieron proyectar este futuro nefasto para sus consideraciones. Todo el pueblo o la comunidad estuvo ese día, que fue el último para ellos, que cumplieron con ese objetivo de no ser presa de la repetición o reiteración estupidizante de las cosas. Su legado fue el dudar de que hayan existido, nos dejaron como testimonio una lección invalorable, ir en la búsqueda de estos antepasados, no mediante nuestros medios tecnológicos, o de nuestras excusas inventadas para no preguntarnos lo trascendente de la vida, sino que develemos las palpitaciones de nuestro corazón, que desguacemos los temores de nuestras pesadillas más funestas, que nos desprendamos de las ficciones mentales a las que nos aferramos para salir del presidio de la incertidumbre, haciendo esto, los encontramos, nos encontramos. Porque al vivir estas sensaciones tan intensas, somos lo único que jamás podremos modificar ni nosotros, ni lo que creemos, que es un vanidoso conjunto de vocablos que se articulan en frases, oraciones, párrafos e historias, y las mejores, o las más cercanas a nuestra esencia, no están frente a una pantalla, sino en la boca de un corazón exultante, o en la mano de un prodigio que relate con ferocidad mental lo sucedido, haya ocurrido o no, pues como vimos, o sentimos, eso hace tiempo ha dejado de tener importancia.

Francisco Tomás González Cabañas
             Corrientes – Argentina

                                    

 

Revista Dúnamis   Año 9   Número 9    Octubre 2015
                                  Páginas 25-31

Crónicas del Bosque

 

 

Crónicas del Bosque

Se estima que tiempo antes de la existencia de los guaraníes, nuestras tierras fueron habitadas por una civilización que ha dejado muy pocos rastros de su existencia, alcanzando el grado de mito, como la célebre Atlantis. Daremos cuenta de la información que contamos acerca de la cultura que podríamos dar en llamar como de los “gentereí”.

En un tiempo no precisado de la historia, en lo que actualmente se conoce como el litoral argentino, una cultura de peculiares características tuvo su apogeo y extinción, bajo sinuosidades sociales y políticas que en la actualidad nos pueden parecer casi familiares y cotidianas, por lo que no es demasiado arriesgado suponer, que pese a los siglos transcurridos y por más que las evidencias materiales no sean contundentes, tenemos una carga genética o arrastramos signos de quiénes serían nuestros antepasados directos: los gentereí.

A mediados del siglo XX, un antropólogo Alemán, JCR, bosquejó en su cátedra en la universidad de Friburgo, los apuntes de esta civilización hasta ahora desconocida o poco conocida.

“En medio de los humedales sudamericanos, al parecer existió una civilización, o una aldea, que desarrolló una organización social y política muy peculiar y que de acuerdo a los registros existentes, tanto a nivel etnológico como antropológico, no guardó similitudes o correlatividades con las culturas amerindias, conocidas y estudiadas después. Damos cuenta de la misma, mediante el descubrimiento de un papiro que los especialistas se lo adjudican a Platón, en lo que sería el hallazgo de un nuevo diálogo del filósofo que versa acerca de los gobiernos más virtuosos y en donde se mencionan los casos de Atlantis y de los gentereí. Como todos sabemos el primer caso, ha sido históricamente materia de búsqueda e investigación furtiva, más no así esta segunda civilización que habría tenido un vínculo estrecho con Atlantis, transformándose ambas, para Platón en los modelos políticos ideales, perfectos o a imitar. Platón nos cuenta de la siguiente manera la información que posee acerca de los gentereí:

Fedón: Y tú qué crees Sócrates, acerca del mejor gobierno posible, acaso, luego de los mismos ¿no han concluido todos de una forma trágica?

Sócrates: Es que sólo conozco dos.

Fedón: Atlantis y ¿el otro?

Sócrates: Los gentereí.

Fedón: Nunca escuché hablar.

Sócrates: ¿Quieres ahora?

Fedón: Encantado.

Sócrates: Teniendo como virtud máxima el conocer tanto sus límites como sus virtudes, estos hombres de estatura inferior a la promedio y de color del barro próximo al río que habitaban, sabían muy dentro de sí que no necesitaban demasiado esfuerzo como para alimentarse y subsistir, por tal gracia de la naturaleza, que ellos la entendían como una bendición de las divinidades, desarrollaron también una fortaleza interior, que los hacía en circunstancias de peligro, no solo no temerle a la muerte, sino desearla, como tributo o acto sacrificial ante esas deidades.

Fedón: Cobardes para vivir y valientes para morir…

Sócrates: Así lo podríamos decir Fedón, sigo: El mayor deseo de ellos, era el estar bien considerados por el resto de la comunidad, de su aldea, mostrarse con algún atuendo en el que pudieron haber pasado meses de confección incluso, sobretodo en una festividad a principios del estío, una suerte de bacanales, en donde con disfraces, colgando piedras, imitando a las aves con plumas, acompañados de cantos y estertores, desfilaban por toda la aldea, siempre siguiendo esa búsqueda, la aceptación visual, estética y social del otro.

Fedón: Mejor parecer que ser…

Sócrates: Me parece que te estas adelantando unos siglos, pero si lo quieres ver de esa manera Fedón…continúo: Regidos por una organización social muy simple pero no por ella poco efectiva, habían logrado determinar bajo un sistema un poco más complejo de que entendamos tal vez, quiénes participaban de la cosa pública y quiénes no. Si bien no suscribían a un sistema definido o explícito de castas, los gentereí propiamente dichos, eran gobernados, por los “Ahiteba”. Si bien estos eran naturalmente gentereí, cuando asumían el rol de gobernantes, dejaban de serlo e ingresaban en este estadio superior, asimismo con el paso del tiempo, y como muchos “Ahiteba” lograban traspasarse el poder filialmente, no fueron pocos los que, confusa o equívocamente, querían imponer estos parámetros de vínculos sanguíneos, cuando en verdad, se trataba de otra cosa.

Fedón: Más vale cola de león que cabeza de ratón…

Sócrates: No existía en aquella comunidad valor supremo que el de la obediencia que se le debía a los de la clase gobernante, pero una obediencia con parte de admiración, estimulada por la referencia de querer ser parte de la misma, no por la imposición del rigor del terror, sino porque los “Ahiteba” eran como una suerte de semidioses, que desde la mortalidad del común, habían ingresado a tal selecto grupo, para ese afuera, todo se hacía ver como posible, por más que no lo fuera, por eso era decisivo que no estuviese explícito que tal condición podía ser transferida o heredada por vínculos sanguíneos. La única condición como para tener la posibilidad de ser un semidios gobernante, era la de obedecer primero, y desear ser parte luego, por más que en ese mientras tanto se sufrieran las peores injusticias o vejaciones.

Fedón: ¿Engañaron a todos algún tiempo, a algunos todo tiempo pero no a todos durante todo el tiempo?

Sócrates: Al parecer los gentereí habitaban las extensiones de la naturaleza, reinaban en los humedales, también eran conocidos como los del bosque, los Ahiteba se nuclearon en una suerte de castillos o grandes construcciones, en donde bajo grandes pórticos, abrían y cerraban las compuertas de la fortificación, creyéndose los custodios de la aldea, con el derecho de tener la tranquilidad de espíritu de no verse sobresaltados por los rugidos del tiempo o los peligros de las alimañas.

Fedón: ¿Los del bosque no podían ingresar?

Sócrates: Sí claro que sí, pero sólo cuando eran autorizados o llamados a cumplir algún tipo de servicio, de actividad o de tarea. No eran pocos los del bosque, que incluso pasaban más horas dentro del castillo que fuera, al punto que fueron llamados, tanto por unos como otros como “chimbos”. Limpiaban, cocinaban, enseñaban, curaban, contaban, divertían y hasta participaban de grandes comilonas y de orgías de los “Ahiteba”. Siempre volvían al bosque, no tenían dentro de sí, ese permiso para quedarse en otro lugar, tampoco lo deseaban, salvo en caso que desde la gobernancia se decidiera que alguno de ellos fuera parte de la clase gobernante; los chimbos eran muy bien vistos por los gentereí comunes, que escuchaban, sin desear tampoco, como a pasos suyos y en nombre de mejorar las condiciones de vida de ellos, se vivía tan distinto y tan bien.

Fedón: No entiendo cómo tantos podían aceptar vivir de forma tan diferente sin que se suscitaran problemas, ¿no es acaso el sentido de igualdad, o al menos de oportunidades, una característica del ser humano, más allá de la cultura a la que pertenezca?

Sócrates: Te pido que pienses, o recrees esto que te narro, desde el lugar en el que estamos, desde todo un sistema en donde todo funcionaba bajo estos principios y en donde todas las variables que puedas imaginarte se ajustaban para el mismo ángulo. Toda la información surgía desde el mismo lugar, se distribuía con los mismos métodos y con los mismos hombres, consabidamente orquestados por los Ahiteba. En medio del humedal tenían un ágora, un espacio, el más grande construido hasta entonces, para representaciones teatrales, para espectáculos y para comunicar las novedades de la aldea, ninguno de los gentereí lo usaba sin quebrantar lo dispuesto previamente por los de la clase gobernante, quienes elegían desde los juglares hasta las vestimentas que estos tenían que usar para comunicar lo que ellos querían que se comunicara.

Fedón: ¿Cómo lograban esa unidad interna ante tanta diferencia notoria? Perdona que sea insistente…

Sócrates: Dispusieron un corte o antinomias que no tenían con ver con su condición social o política, desde lo estético, lo comunicacional y lo deportivo. En esas fiestas tradicionales que te mencione, desfilaban dos ejércitos, en ambos, participaban Ahiteba como gentereí, por tanto, la disputa no se daba entre la clase gobernante y los gobernados, sino entre estos ejércitos creados ad hoc, recreados por intermedio de relatos o de fábulas, por lo general vinculados con el reino de la naturaleza: confrontaciones entre animales, entre cantos de pájaros o sonidos de truenos y de rayos. Otro tanto lograron hacer con los que comunicaban las novedades de la aldea, incentivaban disputas o confrontaciones entre juglares de supuesta fama, que leían los mandatos escritos por la clase gobernante, y en esos mismos libretos supuestamente criticaban el estado de cosas, cuando en verdad lo que hacían era legitimarlo, validarlo a través de la risa, hacerlo más cotidianamente aceptable y tolerable. En el barro de esa disputa de ídolos de lodo, los gentereí pasaban sus días, cuando no amonestados por los dictados de los profetas que también eran parte fundante de los Ahiteba, que azuzaban el posible castigo de los dioses, en caso de que algunos, por alguna extraña razón, osara decir que no al estado de cosas, desobedecer, caminar por la cornisa denunciatoria y vindicativa. Como instancia final de este sistema inercial de control, los curadores, sanadores o chamanes de la salud, tenían la potestad de declararlos insanos a quienes no toleraran lo establecido, para ellos, cada cierto tiempo prudencial, partía un navío, río adentro, llevando a los afectados a tierras desconocidas, como una suerte de exilio obligado o de viaje final, en donde podrían continuar con sus vidas enfermas pero lejos de la aldea en donde las cosas funcionaban tal como lo establecido.

Fedón: ¿Pero qué tipo de gobierno adoptaron?

Sócrates: Esta es otra de las particularidades, si observamos todo esto diremos que eran manejados por una oligarquía, pero no, cada tiempo normado, asistían a elecciones en donde todos tenían la posibilidad de participar, o al menos, así lo decían sus leyes. No existían límites para que se postularan tanto los que vivían adentro o afuera, Ahiteba, Chimbos o gentereí. Por supuesto que esto era una escenificación, una impostación más te diría, la más excelsa. Quiénes se postularan, debían estar avalados, apoyados o acompañados por un ejército o núcleo de hombres de más de 30, inscribirse en una suerte de catálogo, y una corte de jueces, determinaba sí los inscriptos cumplían tanto con el requisito numérico, como también no contar con impugnaciones por parte de curadores, chamánes o profetas, si alguno de estos dictaminaba que en la lista de candidatos aparecía quien atravesara ausencia de salud o mal espiritual la postulación caía automáticamente. El segundo paso era la elección propiamente dicha, en donde convengamos, se postulaban, como vimos, quienes el sistema aprobaba, filtro fino mediante, que a la luz pública no mostraba su poder censor. Si bien todos asistían al voto, mediante el ingreso a un habitáculo especialmente diseñado al costado de la plaza pública, y marcaban con un punto en la lista de candidatos, lo cierto es que para que cada uno de los votantes marcara o hiciera su voto, el método más común como para convencerlos era mediante la entrega de un obsequio o regalo momentos antes del sufragio. El valor del objeto dependía de acuerdo del votante, si al que le tocaba votar necesitaba más elementos para vestimenta o no había tenido una buena cosecha, los candidatos, que por lo general, y como imaginarás, en casi la totalidad de los casos iban por mantener el poder, le obsequiaban lo que este precisaba. Según cuenta uno de los filósofos de los del bosque, del que al parecer han quedado muy pocos registros de sus obras, se ha llegado a prometer a un votante acaudalado y sin necesidades inmediatas el obsequio de que soñaría lo que deseara, pues desde hace tiempo era atormentado por pesadillas de las que no se podía desprender, y el nivel de promesas de los que pretendían mantener el poder llegaba a tal extremo de la señalada promesa.

Fedón: Pero si esta comunidad ha sido tan exitosa para sí, ¿qué ha sucedido con ella?

Sócrates: Esa es otra historia Fedón, más divertida que esta, pero no siempre lo divertido nos lleva a entender, a comprender, a conocer por qué han sucedido las cosas, por ello era imprescindible que conocieras primero esta parte.

 

Francisco Tomás González Cabañas
             Corrientes – Argentina

                                    

Revista Dúnamis   Año 9   Número 8    Setiembre 2015
                                  Páginas19-25

Las Estampillas

 

Las Estampillas

Sucedió, en una tarde lluviosa de octubre, esas que se recuerdan por obra y gracia de las benditas baldosas rotas, que se transforman en trampas letales para la elegancia, dado que al pisar la parte floja, el chorro de agua embarrada se dispara con vehemencia, adhiriéndose a la ropa. Luego de desayunar en el café Oviedo, propiedad de un español, que pese a sus más de setenta abriles, aún conservaba el tono castizo en su voz, salí presuroso a la parada de colectivo. La rapidez no se debía a que estuviera apremiado de responsabilidades laborales, más bien tenían que ver con las enormes gotas de agua, que castigaban el asfalto y todo lo que se interpusiera en su camino. Una vez guarecido de tamaño diluvio, encendí, con inimaginable dificultad un cigarrillo, para acompasar la espera del ómnibus. Al promediar la mitad de la longitud del tabaco prendido, el micro se estacionaba casi en el medio de la calle, debido a las complicaciones del tránsito en días de lluvia y, porque no, a la torpeza del conductor. Hube de dejar pasar a dos mujeres de mediana edad, que se encontraban detrás de mí en la cola para el ascenso, luego de la gentileza caballeresca, milagrosamente, encontré una silla vacía, en donde ocurriría lo inesperado.

El lapso de mi viaje se reducía a menos de treinta cuadras, un viaje corto, para el trayecto que llevaba el colectivo que se extendía bastante entre las dimensiones contrapuestas de la ciudad. Las gotas que se agolpaban, irrefrenablemente en el techo y las ventanas de la unidad, brindaban un raro sonido, que podría ser tomado por un optimista como una especie de música funcional.

Tras dos paradas luego de mi ascenso, ella se sentó. El colectivo volvía a avanzar sobre la avenida, mientras la llamativa mujer, ataviada con un elegante traje color crema, y bañada en un empalagoso perfume, se acercaba frugalmente al asiento de a lado. Sigilosamente, hubo de mirarme de arriba a abajo, para finalmente depositar su mirada en el horizonte, que se perdía entre tanta agua y tantos automóviles maniobrando. Miró su reloj, de un amarillo opaco que semejaba a oro. Yo también lo observé. Eran como las tres de la tarde. Cruzaba y descruzaba las piernas con cierta ansiedad e incomodidad, en tal momento las cuadras no transcurrían, la parada en donde tenía estipulado bajar, parecía cada vez más lejana. Meneó su cobriza y encrespada cabellera, su labio carmesí amenazaba teñir lo gris del día, tomó con fuerza su cartera y estirando su grácil pierna, sorpresivamente, se paró y tocó el timbre para bajarse.

Justo en el mismo momento en el que descendía por las escaleras y abría su paraguas ganando la calle, me detuve a observar el asiento que la sugestiva mujer dejaba abandonado, un sobre de color blanco había quedado librado a su suerte, en el pliegue, símil a una zanja, entre los dos asientos. Sin pestañear, sin pensar y sin respirar, tomé presurosamente el sobre. Me hubo de embargar la sensación de que estaba cometiendo un delito, si bien mi acción no revestía, ni una finalidad, ni un proceder delictivo, sentía en tal momento que todos los pasajeros del ómnibus depositaban sus miradas en mis desesperadas manos que se hacían del sobre de la mujer.

Bajé repentinamente del colectivo, la lluvia no cesaba. Los automóviles coreaban una detestable melodía de bocinas, la gente trotaba pegada a lado de la pared y los paraguas se chocaban unos con otros. Pese a los escasos segundos que me llevó encontrar un bar para reparar en el contenido del sobre, mi cabeza chorreaba un torrente de agua proveniente del cielo. Ingresé en la confitería Ucase, la concurrencia hubo de levantar la mirada ante mi ingreso desprovisto de elementos textiles que combatieran la lluvia. Nada me importó, en lo único en que pensaba era en el sobre. Mi corazón latía al borde de la taquicardia. Antes de tomar asiento, en una mesa próxima a la ventana, le realicé una señal al mozo, como para que me alcanzara un cortado americano. Prendí un cigarrillo, la llama del encendedor me indicaba que precisaba una recarga de bencina, tras la primera pitada, coloqué el sobre por encima de la mesa.

Al abrirlo me encontré con una fina lámina de plástico, casi del mismo tamaño que el sobre, dentro de la cual, se encolumnaban una serie de estampillas, que por el aspecto que poseían, parecían datar de un lejano pasado. Por influencia de mi condición de cinéfilo, desde el momento en que hube de ver el sobre, en el colectivo, habría presentido que se trataba de dinero. Nada menos cinematográfico que un par de sellos postales, que seguramente no poseían valor material alguno. De todas maneras mi mente, dentro de ese lejano espacio conocido como inconsciente, se esperanzaba con la utópica posibilidad que las estampillas pertenecieran a una serie extinta, que cotizara alto en el mundo de la filatelia. Al llegar el mozo, un hombre caucásico, entrado en años, e intentar dejar mi pedido, torpemente y sin explicación, derramó el café por encima de la mesa. Con rapidez de felino, pude salvar a los sellos antes de que tomaran un inesperado baño de cafeína. Los pedidos reiterativos de disculpas por parte del torpe trabajador me molestaban más que la situación en sí. Mi reprimenda fue feroz, anulé el pedido y comparé el error del mozo con la paupérrima situación que vivíamos en el país. Estamos como estamos por gente como usted, hube de exclamar, ante la sorpresa del destinatario y la concurrencia. No estaba a más de cinco cuadras del trabajo. Partí raudamente, sin amedrentarme ni por el aguacero ni por la fortuna que no había sido tal.

Empapado e indignado, para completar un día que no se presentaba como de los mejores, casi resbalé en la entrada del edificio. Realmente no podía imaginar, y carecía de voluntad para hacerlo, quién podría ser el destacado cerebro que tuviera como ocurrencia encerar lustrosos pisos un día de lluvia. Al borde de la abnegación, atravesé los molinetes de seguridad, que desde su instalación no funcionaban bien, y me paré frente al ascensor, al que le faltaba bajar trece pisos, para que yo pudiera subir. Tiempo para prender un cigarrillo, pensé. No hube de tener en cuenta que la bencina del encendedor había expirado en el bar.

Desafiando las inclemencias climáticas, volví sobre mis pasos y me dirigí hacia el quiosco. Debía cruzar la esquina y seguir absorbiendo agua, no me importaba mucho, tenía ganas de fumar y la lluvia no me lo iba a impedir. Los autos violando el principio legal y moral de dejar el paso a los transeúntes, se agolpaban, al no poder doblar con velocidad, y arremetían mediante bocinazos, por sobre la humanidad de los caminantes, que debíamos hacer malabares entre el agua, los paraguas, los coches y los ancianos de andar lento, para ganar la acera. La expresión acabada de que la ciudad es una selva, me dije, mientras pedía una caja de cerillas, a los fines de alimentar la necesidad de nicotina. Me detuve a contemplar el espectáculo que brindábamos los hombres, certificando que la vida es ni más que menos un gran sálvese quien pueda. Exhalaba mi primer bocanada, orgánicamente me hube de tranquilizar un poco, de todas maneras tenía las estampillas, que en un primer momento me hubieron de hacer pensar que en realidad eran un manojo de deseosos y apetecibles billetes. Debía salir de la fantasía, del deseo infantil y muy generalizado, que uno recibe la gracia de Dios cuál maná que cae del cielo. Yo hube de salir del estado fantasioso, pero por obra y gracia de la realidad. Ya ante la evidencia, luchaba heroicamente conmigo mismo, para no maldecir porque en el sobre no hubiera dinero. Qué boludo que soy, expresé mientras reía solitariamente. Porqué mierda tenía que haber guita en el sobre del orto. De última están estas estampillas que no son mías, que no me interesan y que no hice nada para tenerlas. Al pensar esto último, dejé en el tacho de basura del quiosco el sobre con los sellos y crucé la avenida para ingresar al edificio y ponerme a trabajar.

Ya frente a mi computadora, analizaba con mayor frialdad lo que había vivido. Que raro que siga, pese a las ciento de horas en terapia, con ese pensamiento mágico que mi destino podrá variar por un detalle casual de la vida. Al decirme esto, escribí la clave para ingresar al procesador de textos e iniciar mi nueva jornada laboral. Tenía un escrito pendiente sobre un proyecto destinado a proteger a los consumidores de las llamadas telefónicas avasallantes por parte de las diferentes empresas de servicios. Desgastaba el teclado del ordenador, escribiendo giros lingüísticos con fundamentos jurídicos. Con la ayuda de un par de páginas letradas, introducía en la argumentación, jurisprudencia extranjera a modo de ejemplo, para consolidar la propuesta que se prohibiesen las llamadas publicitarias que invadían a los consumidores, con un sinfín de supuestos beneficios que se trasformaban en sendas pesadillas para los supuestos clientes, quienes, por citar un ejemplo, debían salir corriendo del inodoro, para atender un llamado, en donde amablemente les ofrecían pastillas para adelgazar.

Podía pasar horas enteras compenetrado en un texto, tal día no hubo de ser la excepción. Tras consumir la casi totalidad de un atado de cigarrillos, mi teléfono celular me indicó el tiempo que estaba invirtiendo en esa iniciativa parlamentaria, que entre tantas cosas, no iba a llevar mi firma. ¿Cómo estás, Gorchi?, resonaba la pregunta, en la dulce y- ex profesa- aniñada, voz de mi amada. El establecer un contacto real con la persona que me despertaba tantos sentimientos, aunque más no fuere por intermedio de un teléfono, me daba la pauta que conservaba rasgos humanos, pese a la cantidad inusitada de tiempo que dedicaba a labores que me hacían escapar de mí mismo y de todo lo que no tuviera que ver con el pensamiento. Muy bien, respondía más por inercia con tal modismo que por otra cosa. Le hube de contar las peculiaridades del trabajo que en ese momento llevaba acabo y las características rimbombantes con las que adornaba el proyecto, por obra y gracia de mi bendita pluma. Tuve que interrumpir la conversación, merced a que insistentemente, golpeaban la puerta de la oficina, y todos los trabajadores habían cumplido su horario y se hubieron de retirar. Al dar, con firme voz, la señal de pase, una mujer de menos de treinta años, con unos lentes para la vista y una pollera corta como vestimenta, solicitaba que le firmara una citación de una comisión de la cámara, para que se la acercara a la diputada. Este tipo de labores, más algunos que otros llamados, se transformaban en las piedras básales de la funcionalidad de un empleado público administrativo. Yo, por obra y gracia de lo que a veces denostaba mi actividad literaria, no me veía encerrado en ese conjunto de actividades mediocres, que cercenaban la cabeza y la dignidad de las personas. Toda esta gente ya lleva en el rostro, esa pinta de gnomos, hube de reflexionar. Reprimí una risa al recordar la metáfora utilizada. En realidad no me pertenecía la autoría intelectual, de asociar la imagen de los duendes de fantasías con las personas claudicantes o sojuzgadas por un lazo de esclavitud con el patrón de turno. La tutela le correspondía a mi mujer, quién con su frondosa e irónica imaginación bien podría haberse dedicado a la literatura. Como yo bien podría haberme dedicado a la abogacía, profesión que Viviana ejercía y que también lo hubo de hacer mi padre. Era imposible, me dije, ante la última reflexión.

Daba por concluida mi jornada. Tomé mis efectos personales, un maletín pequeño donde guardaba las facturas de los servicios que debía pagar, una agenda casi en blanco y un puñado de hojas impresas con mis escritos, para dirigirme a mi hogar. En el trayecto hube de retirar un bolso de ropa en el negocio de los uruguayos y me hube de hacer de un atado de cigarrillos en el quiosco de los chinos.

Esa noche intentaba pasarla como una más, sin embargo, no podía lograr mi cometido. El incidente de las estampillas me hacía, buscar imperiosamente una explicación ante lo vivido. Era como si pretendiera descubrir, en realidad inventar, una lógica trascendente que uniera los acontecimientos más vulgares, pero que en realidad poseían una finalidad trazada por un ser superior. Necesitaba creer que hube de encontrar los sellos postales por obra y gracia de un mandamás celestial, que algo me quería significar, algo me quería indicar, mediante lo que me había otorgado, y que yo, por incapacidad, lo sindicaba como la casualidad de las estampillas. No me iba a entregar tan fácilmente, buscaba por todos los vericuetos posibles, una relación que brindara lógica a lo que parecía un acto meramente casual. Recordaba que de niño, hube de coleccionar sellos postales. Durante años, compraba filatelia, en el único negocio que vendían las mismas, en la ciudad que me había visto nacer. Un hombre mayor, de cabellera blanca y anteojos, era el dueño del local, tan alta había sido mi pasión por los sellos postales, que transcurría siestas enteras mirando y seleccionando mi compra. Nombres como Burkina Faso, Helvetia, se repetían en los sellos que tenían animales, castillos, hombres, militares, flores. En ese período de mi infancia, buscaba quizá, tener la propiedad de las divertidas figuritas troqueladas, que atesoraban un valor monetario y una diversión garantizada, a los fines de hacerlo. Tras tres años de filatelista, y con cuatro libros completos de colecciones importantes, le hube de mostrar la misma a un compañero de escuela. Tendríamos once o doce años, se llamaba Federico y era hijo de un acaudalo médico de la ciudad. Tan interesado se mostró, que me aproveché de su desesperación por tener mi colección, le oferté la módica suma de cuatrocientos dólares, sirviéndome de su onerosa prosapia y haciendo mis primeras armas en los negocios. Claro que la negociación fracasó, cuando todo hubo de terminar y a modo de regocijo, le hube de ir a mostrar los billetes a mi madre, quién ante tanto dinero, deslizó sus armas de castración y llamó a la madre de mi compañero, dado que no creía en la autodeterminación de los preadolescentes. Miraba, sin observar la televisión, en verdad tal recuerdo me había ocupado todos mis sentidos perceptivos. Intentaba unir lo vivido en la infancia con el encuentro en la adultez. Seguía con la falsa premisa, de que algún dios bondadoso me estaba otorgando una posta secreta y oculta que debía descifrar.

Abruptamente decidí salir a tomar un café. Si bien, merced al barrio en que vivía, debía caminar varias cuadras para encontrar una cafetería decente, la ocasión ameritaba para que saliera y ventilara mis ideas, preocupaciones y excesos. Con un cigarrillo en la boca y sin importarme si alguna otra persona pudiera ingresar, bajé el ascensor echando humo.

 

 

Francisco Tomás González Cabañas
             Corrientes – Argentina

                                    


Revista Dúnamis   Año 9   Número 7    Agosto 2015
                                    Páginas 2-7