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Primer Encuentro

 

 

Primer Encuentro

 

«Sebastián, tienes una llamada en mi extensión, ¡date prisa!», fueron las nueve palabras que perturbaron el silencio que normalmente reinaba en la oficina los días lunes. «Ya voy, dame un momento», alcance a decir con el mismo tono desafiante con el que Sofía había realizado el anuncio de la dichosa llamada. «Buenos días, Sebastián Arteaga le saluda, ¿en qué puedo ayudarle?» Así inicié la conversación con el nuevo cliente, la misma que se extendió por aproximadamente unos veinte minutos. «Deberías darles el número de tu extensión, así todos podemos trabajar tranquilos», rezongó, sin despegar la mirada de la pantalla, en un tono de voz lo suficientemente alto como para que todos en la oficina la escuchen. «Ok. Así lo haré», respondí escuetamente para evitar algún tipo de discusión con aquella menuda mujer, a pesar que llevaba menos de una semana como Analista Legal en ese nuevo empleo y que no contaba ni siquiera con una extensión asignada.

«Es insoportable, ¿no?» Me comentó en voz baja Andrés, el compañero bajito y cabezón que se sentaba al lado mío y a quien las circunstancias le habían encomendado la difícil labor de intentar ser mi nuevo amigo, mientras yo volvía a mi sitio. «Debe ser que no le gustan los nuevos o algo así», repliqué sin ganas de continuar con la conversación. «No creo, siempre contesta de ese modo, seas nuevo o no», sentenció, luego de lo cual giró su enorme cabeza hacia la pantalla donde pasaba una y otra vez la misma marquesina con esas estúpidas frases motivadoras.

Aquel día la jornada de trabajo continuó sin mayores contratiempos, aunque en mi mente quedó grabada esa última frase dicha por el buen Andrés y comencé a cuestionarme si es que una mujer con un rostro tan dulce podía ser tan cabrona. En efecto, ella tenía una de las caras más angelicales que había yo visto en mi vida: tenia unos grandes y profundos ojos cafés, capaces de escudriñarte el alma si es que se te quedaba viendo directamente por un largo rato; acompañaban a esos ojos una nariz pequeña como un botón, pero respingada, que le daba armonía a ese rostro que se completaba con una brillante sonrisa de anuncio de dentífrico. «Carajo, creo que me gusta la loca de mierda esa», pensé para mis adentros, mientras salía de la oficina con la intención de conducir mi modesto automóvil con dirección al gimnasio.

Los días próximos a esa conversación fueron bastante tranquilos pues no tuve la oportunidad –ni busqué que ésta existiera- de cruzar palabra con ella, aunque si hubo alguno que otro cruce de miradas, todos ellos sin relevancia. Sin embargo, ese viernes por la tarde debíamos llevar a cabo el trabajo en grupo que había programado nuestro jefe el día anterior y cuyo líder de grupo, o bueno, lideresa, no era otra persona que Sofía. «Antonella me informó que su hija se enfermó y que por esa razón necesitaba retirarse temprano, por lo que nos toca analizar el caso a nosotros solos… A menos que puedas comprometerte para reunirnos el día de mañana sábado a trabajar con ella y conmigo», me preguntó mirándome fijamente con esos enormes ojos cafés. «No, pierde cuidado, podemos hacerlo sin ella», le respondí con una convicción marcial. «De acuerdo, vamos entonces», dijo. En definitiva, yo no quería desperdiciar mi sábado trabajando por causa de una mocosa resfriada, así que nos dirigimos a la sala de reuniones.

«Y… ¿cómo te va? ¿Te gusta trabajar aquí?» me preguntó como quien buscaba romper el hielo que ella misma había impuesto en nuestra relación. «Sí, me gusta mucho la oficina y, valgan verdades, casi todos son muy amables por aquí», dije, sin reparar en la magnitud de mis palabras y el efecto que estas ocasionarían más adelante. «¿Casi? ¿Acaso hay alguien que no te parezca amable? ¿Estaré yo incluida en ese casi?» me increpó con un pícaro tono de voz. «No, no… quise decir que todos son bastante amables», retruqué con cierto nerviosismo. «Te parezco una hija de puta, ¿no?» preguntó con una sonrisa traviesa en su rostro. «¿Quieres una respuesta política o una sincera?», repliqué. «De hecho, me gustaría oír ambas», me respondió a su vez.  «Pues… La oficial es que no, tal vez un poco dura en el trato. La sincera te la daré únicamente si aceptas salir a tomar una copa conmigo luego de terminar con el caso» le dije, empujado por la valentía que te da el tomar una copa de vino en el almuerzo, corriendo el riesgo de que tomase a mal mi proposición y hasta de perder el trabajo, pues recientemente me había enterado que ella era muy cercana a la familia del jefe. «¿Me estás proponiendo salir? ¿A mi? ¿A la hija de puta?». El silencio que se mantuvo durante esos largos cinco segundos me hicieron darme cuenta de cuán relativo es el tiempo. «Dale, acepto, pero solo por curiosidad», sentenció.

Durante las siguientes seis horas trabajamos en medio de un clima distendido, entre risas y buen rollo. Luego de terminar estudiar el caso y enviarle al jefe nuestros comentarios para que tome la decisión final sobre el asunto, salimos de la oficina. Había anochecido ya y urgía poder tomar esa copa que ofrecí tan amablemente. «¿Te gustaría ir a La Roulette? Es un lounge bastante chévere y queda aquí cerca» le pregunté. «No lo conozco, pero si tú dices que es bueno, yo te creo». Me dijo con esa voz de niña bien del San Sil. Resultó pues que ella no era tan hija de puta por voluntad propia, sino que tuvo que forjarse una coraza que le permitiera pasar los días en tan emblemático colegio entre sus compañeras de clase, las cuales venían de estratos sociales más elevados que el de ella y que, por aquello que ahora llamamos bullying, tuvo que defenderse como mejor supo… y pudo.

Tomamos un taxi con dirección a La Roulette, un bar que me recomendó un buen amigo mío y que brindaba todas las condiciones para poder pasar un buen rato: una generosa carta de tragos y rock alternativo, una de las contadas coincidencias que encontramos entre nosotros mientras trabajábamos en ese importante proyecto. Nos fuimos en un taxi pues convenimos en que, si íbamos a beber alcohol, era irresponsable conducir hasta aquel lugar.

Una vez que llegamos a nuestro destino, bajé raudamente a abrirle la puerta del taxi. «¡Qué caballero! ¿Quién lo diría?» dijo, sonriendo. «No es caballerosidad, es pura amabilidad. Además no debe sorprenderte tanto, soy así a diario en el trabajo, solo que como tu ni atención me prestas, pues no has sido capaz de darte cuenta de ello», contesté. «Yo siempre estoy atenta a todo y a todos, lo que sucede es que no lo hago notar. Además, tú eres uno de mis objetos de observación constantes y, sí pues, tiene razón eres bastante amable con los demás». Esas palabras me hicieron reparar en que ese gusto, llámese atracción, que sentía por ella, era recíproco y que me había vuelto, sin querer, su objeto de estudio.

«Hola, dame una copa de vino de la casa para mí y un Apple Martini para la señorita, por favor», le dije al barman que se encontraba detrás de la barra de aquel lugar que estaba bastante más decente de lo que me había imaginado. «¿Apple Martini? ¡No me jodas! Amigo, a mí dame una copa de Château de Reignac, por favor», rectificó. «Ah, bueno, si vamos a comenzar así, cancela ese whisky y, en vez de que sea una copa, dame la botella y dos copas, s’il vous plaît», le dije al mozo, quien sacó raudamente la botella solicitada y llamó a su compañera para que nos ubicara en una mesa, pues también comprendió que esa noche celebraríamos algo grande. Una vez sentados en una de las mesas más alejadas del local, Kathy, la guapa mesera que nos atendió esa noche, abrió la botella y me dio a catar ese delicioso néctar. Le di mi aprobación sobre la calidad del vino, nos sirvió media copa a cada uno con una gran sonrisa en el rostro y se retiró. «Caramba, está muy bueno este vino», dije después de dar un gran sorbo. «Sí, hace tiempo ya me habían recomendado este vino y mientras veníamos en el taxi busqué en mi smartphone la carta y me di con la sorpresa que lo servían en este lounge», me respondió. «Me encantan las mujeres que tienen las mismas dos pasiones que yo: el vino y la tecnología». Sonrió. Al ver esa sonrisa, sentí que la quise un poco más.

Tres botellas y media de vino más tarde, Sofía y yo habíamos desnudado nuestras almas en cuatro largas horas de charla profunda sobre casi absolutamente todo: sus miedos, sus alegrías, mis tristezas, mis decepciones, casi todo. Al volver por un momento a la realidad, me di cuenta tenía esa mirada que reflejaba el deseo que sentía por que diera el paso siguiente. Y es que, aunque de mente liberal, se notaba que ella todavía guardaba en su corazón (quién sabe si por convicción) las palabras de una abuela paterna que impuso en ella toda la herencia machista que reciben las mujeres en nuestro país. «Creo que debo llevarte a tu casa», le dije. «Llévame a donde quieras, pero llévame contigo», me respondió casi susurrando. Esas palabras calaron tanto en lo más hondo de mi ser que no pude contenerme y la besé con tal pasión, que no me importaba que los de la mesa de al lado se nos quedaran mirando con cierto estupor. «Sapos de mierda», pensé.

Una vez que la situación amainó por un momento, aproveché para pedir y pagar la cuenta. Durante ese lapso de tiempo contraté un taxi a través de esas apps que se pusieron tan de moda. «El taxi llegará dentro de cinco minutos», le dije al oído mientras la abrazaba como si quisiera fundirme con ella en un solo ser. Asintió con la cabeza, luego de lo cual se apoyó nuevamente en mi pecho. Recibí la llamada del taxista y salimos a darle el encuentro para que nos pudiera llevar a mi recientemente estrenado dúplex de la calle Tripoli que compré por la increíble vista que ofrecía al malecón.

No miento al decir que esa noche fue una de las noches más apasionantes que he vivido en mucho tiempo… sin que haya habido sexo de por medio. Nos abrazamos, nos besamos, nos acariciamos, nos quitamos la ropa y hasta bailamos desnudos en medio del salón de mi casa. Para pesar mío, o tal vez no, cuando la llevaba a mi habitación, Sofía me dijo, como pidiéndome perdón, que no podía hacerlo. «Vamos despacio, por favor, necesito ser prudente esta vez». La miré con ternura y asentí con la cabeza. Hacía mucho tiempo que no dormía con tal paz en el alma. «Ella parece ser la mujer que había estado buscando todo este tiempo, por lo que la espera vale la pena», reflexioné. A la mañana siguiente me desperté con una sonrisa de imbécil en la cara y con la clara intención de besarla; no obstante, Sofía ya no estaba. «Perdóname por irme así, sin despedirme. Gracias por comprenderme y por una noche espectacular. Eres tú, lo puedo sentir y por eso quiero ir despacio. Nos vemos el lunes. Te quiero», decía la nota que había dejado sobre la mesita junto a mi cama. Esas palabras incrementaron aún más mis ganas de ella. «Esto es sólo el principio, no la voy a cagar esta vez», pensé en voz alta, con esa misma sonrisa de idiota con la que me había despertado, antes de volverme a dormir.

Y sí pues, esto sólo acababa de comenzar.

 

I. Fernando Cáceres A.
          Lima – Perú



Revista Dúnamis   Año 10   Número 11    Enero 2016
                                    Páginas 6-11

Recuerdo

 

 

Recuerdo

Aún recuerdo cuando la conocí por primera vez, quedé cautivado con esos profundos ojos azules. Su sonrisa era tan angelical que hasta el propio Dios sintió regocijo de haber creado un ser tan perfecto. Yo no la merecía, me decía a mí mismo. Cómo es que tuve la suerte de hallar a una mujer como ella, me preguntaba cada mañana al despertarme junto a su lado contemplándola como un artista frente a su obra maestra. Nunca pude comprenderlo, sólo se que nos enamoramos con locura, nos comprometimos y cerramos el círculo con un matrimonio que fue el corolario del más puro de los amores. Ver a su madre llorando de emoción al ver a su princesa escalando el altar vestida de blanco es una imagen que quedó grabada en mi retina e hizo que me sintiera el hombre más dichoso del planeta. Todo parecía un sueño.

Pero, ¿saben? A medida que pasaba el tiempo las cosas fueron cambiando, yo trabajaba muy duro para poderte darle la vida que merecía y a pesar que ella lo sabía, y le alegraba que así fuera, cada vez le era menos suficiente. Yo hacía hasta lo imposible para satisfacer todos sus caprichos, hasta el más baladí, pero en ese esfuerzo se me fueron las horas que hicieron que ella finalmente estuviera cada vez más y más distante de mi. Y así el sueño se fue convirtiendo en pesadilla.

Una noche como hoy, hace exactamente tres meses, cuando conseguí un poco de su amor, concebimos a nuestro primogénito, a mi Sebastián. Ella no sabía cómo ocultármelo y yo, aunque lo intuía, nunca fui capaz de tocar el tema con éxito pues cada vez que lo intentaba terminábamos envueltos en una inagotable discusión que sólo acababa conmigo ebrio en el bar de la esquina, preguntándome en qué había fallado, y ella llorando por los rincones de nuestra casa, lamentándose de su desdicha. Ese fue el inicio del fin.

Para intentar llevar la fiesta en paz dejé que ella continuase con su plan como si nada ocurriese… Sin embargo, nunca se imaginó que su amante, de cuya existencia sabía aunque prefería negármela por salud mental, resultó ser todo un cobarde que, al primer dedo quebrado, acabaría confesándolo todo. Aún recuerdo esa expresión de pánico en su rostro, aullando de dolor y suplicando por su vida… hasta casi sentí lástima por él. Pero como cómplice que era, ya tenía escrita su sentencia de muerte por lo que, luego de cinco días de sesiones de tortura que ejecuté dedicadamente, el tipo se le adelantó en el camino que ella estaba próximo a recorrer. Para evitar sospechas lo persuadí para que le advierta sobre su ausencia. Y funcionó.

La noche de ese quinto día debía ser el día, me dije a mí mismo, así que planifiqué una cena a la que acudió decidida a que esa sería la última vez que me vería la cara. Invertí todo el tiempo y esfuerzo que una ocasión tan especial ameritaba. Preparé su plato favorito y creé el ambiente perfecto para que sea una velada verdaderamente romántica. Después del postre y mientras bailábamos a insistencia mía la que solía ser nuestra canción Isabel cayó al suelo convulsionando producto del veneno que le coloqué en la cena. Tardó unos largos y dolorosos minutos en morir.

Aún recuerdo aquellas últimas palabras en forma de pregunta que desgarraban su garganta en busca de una respuesta que parecía de antemano conocer: ¿Por qué me has hecho esto, Joaquín? Recuerdo también que me arrodillé y ya muy cerca, casi susurrándole al oído, le dije: “el hecho de haberme engañado con un cobarde hasta te lo podría haber perdonado, pero matar a nuestro Sebastián, a mi hijo, para irte con tu amante e iniciar una nueva vida.. Eso es algo que sólo se paga con la muerte”.

I. Fernando Cáceres A.
          Lima – Perú



Revista Dúnamis   Año 10   Número 10    Noviembre 2015
                                    Páginas 23-24

Un Día en el Ciberespacio

 

Un Día en el Ciberespacio

 

Un día cualquiera en el ciberespacio…

Ella: ¡Hola amigo!, ¿cómo has estado?
Él: Bien amiga, y tú, ¿cómo has estado?
Ella: Pues bien, pasando la vida con los problemas de siempre, estudiando en la medida de lo posible ya que este año acabo la carrera y llevando todo con la monotonía que conoces, pero eso sí, extrañándote como no tienes idea.
Él: (Toma un respiro profundo, sintiendo muy en el fondo que Ella no debió decir esas palabras) Ah, caramba.
(Un sepulcral silencio se apodera del clima)
Él: Y dime, ¿ya estás rindiendo las pruebas finales, o aun no?
Ella: Pues la verdad que no sé, entre el trabajo y los problemas se me ha quitado de la cabeza todo el sentido de responsabilidad, pero creo que el miércoles comenzaré los dichosos exámenes finales.
Él: No me parece que andes dejando los estudios de lado, sabes perfectamente que ellos, tarde o temprano, podrán servirte de algo más que tener un simple cartón colgado en tu pared.
Ella: ¡Ay por Dios!, suenas como mi padre.
Él: Es tal vez porque podría ser tu padre.
Ella: ¡Que ganas las tuyas de exagerar! Si apenas tienes 6 años más que yo. Por ejemplo, el idiota de mi enamorado me lleva como 9 años de diferencia, y nadie dice nada. Bueno, en verdad, ex enamorado.
Él: (Un tanto desconcertado por no saber ni que tenía que ver su enamorado aquí ni qué diablos responder) ¿Ex enamorado? Vaya, sí que me he perdido noticias desde que me fui.
Ella: Sí pues, desde que te fuiste y me dejaste sola y abandonada en mi destino. ¡Cruel!
Él: …

Ella: Claro pues, te deshiciste de tus obligaciones y huiste de mí.
Él: En verdad no entiendo por qué me dices eso, además, no entiendo qué tiene que ver el hecho de que me haya ido con el tema de tu pareja o ex pareja, no sé.
Ella: Tiene mucho que ver querido, la última vez que nos encontramos, aquel día en que me recogiste después de haber estado con él pasando un tedioso día, me dijiste que, entre otras cosas, huías de la ciudad y de su gente… y pues, yo soy parte de la gente, ¿o no?
Él: Graciosita eres.
Ella: No más un poquito.
Él: Bueno, bueno cambiando de tema… ¿cómo está tu familia?
Ella: Bien, pero… ¿no te interesa saber por qué estoy sola?
Él: No.
Ella: ¡Atorrante! ¿Tanto te ha cambiado ese nuevo mundo el sentimiento hacia mí?
Él: (No ha cambiado absolutamente nada, te sigo queriendo con la misma intensidad que antes, no lo sientes, ¿acaso no te das cuenta, maldita sea?) Probablemente. Todo cambia “querida”, la vida es en sí un movimiento constante de hechos y creo firmemente que lo que no funcionó en su momento, no va a funcionar nunca. Además, no entiendo por qué es que tienes que volver sobre ese tema que ya estaba cerrado, mira cuánto tiempo ha pasado ya.
Ella: ¡No lo sé! Me siento sola, ya no es lo mismo sin ti.
Él: (Intentando por todos los medios de no mandarla a la porra léase, a la mierda) Pues sola no estás, tienes a tu familia, a tus amigos y amigas del instituto, no sé, tanta gente que conoces.
Ella: Pero… pero yo solo pienso en ti. No sabes cuánto extraño nuestras charlas y esas caminatas por el parque en donde nos besábamos a escondidas, haciendo de lo prohibido un reto.
Él: (El estupor es inminente) Si pues, buenos tiempos, buenas charlas, no hay forma de negarlo…
Ella: Si, y las veces que venias por mí, desde tan lejos solo para verme…
Él: (No aguantando más) ¿Se puede saber sinceramente por qué has venido con este tema?
Ella: ¡Porque te extraño!
Él: (Ofuscado) ¡Vaya entonces que esperaste tiempo para entender que te quería de verdad! Sin embargo, lamento decirte que ya es tarde.
Ella: ¿Por qué?
Él: Por dos motivos: el primero porque no pienso regresar a la ciudad nunca más y segundo porque estoy viviendo con mi novia, una mujer maravillosa que me ama de verdad y no se anda con juegos de niña engreída.
Ella: (con la ironía que la caracteriza) ¡Felicitaciones! Pero sé con toda certeza que no durarás más de un año con ella contando desde el final de esta conversación.
Él: Ja, ja, ja… ¿Qué? ¿Ahora eres pitonisa?
Ella: (Con la confianza igual de grande que su ego sentenció) No, soy la dueña de lo que tú ya no puedes entregarle a nadie más: tu corazón.
Él: (ahí tienes razón, me jodiste) Es lo que siempre admiré de ti, tu buen sentido del humor… En fin, es tarde y tengo que irme, las obligaciones de un futuro esposo no esperan. Fue un gusto el volver a hablar contigo… y no te preocupes que te mandaré los partes de mi boda.
Ella: Corrección querido, de nuestra boda.
Él: (con lágrimas brotando de sus ojos, no sabiendo si son de alegría o nostalgia, tristeza o frustración, o quizá todo junto) Adiós.
Ella: Yo diría hasta pronto…

 

I. Fernando Cáceres A.
          Lima – Perú



Revista Dúnamis   Año 9   Número 7    Agosto 2015
                                    Páginas 18-20

El Último Beso

 

El último beso



Eran las seis y media de la tarde, la congestión en la avenida principal de aquel distrito era, como de costumbre, un caos, los agentes de tránsito intentaban poner orden con denodados esfuerzos en aquella ciudad donde ese caos era justamente el pan de cada día, ese caos que devoraba a todos esos ciudadanos que debían llevar a cabo sus labores cotidianas, tratando de poder hacer una vida digna, ganar un sueldo con el cual vivir y poder mantener a sus familias. “Es para tener un mejor futuro” – comentan algunos, “¿qué se puede hacer, maestro?” – rezongan otros, “hay que darle nomas al trabajo, sino cómo…” finalizan, resignados.
Mientras se dirigía como de costumbre hacia su casa, ubicada a treinta minutos de su oficina, pensando en uno que otro tema banal, su celular vibró, al igual que su corazón, cuando vio el nombre de ella en ese mensaje que decía: “ya estoy al fin sola, te espero en el parque detrás de tu casa.” Él, detuvo por un momento su marcha, y pensó en lo mucho que había esperado ese mensaje, y sabía también que eso podría tener un doble significado, una respuesta a la pregunta que le había planteado la última vez que se encontraron en aquel mismo parque y en donde dejó claro que no iba a seguir con el juego que ella le había propuesto unos meses atrás, “te pido simplemente que tomes una decisión, no quiero presionarte, pero sabes bien que alguien puede salir dañado, así que hasta que no tomes una decisión, no te quiero volver a ver” – recuerda que fueron sus palabras. “Llego en treinta minutos, espérame por favor”, respondió el mensaje, y enrumbó nuevamente su camino pero esta vez con un destino distinto.
Joaquín, un joven abogado egresado de una de las más prestigiosas universidades del país, trabajaba en aquel bufete de abogados sanisidrino en donde ejercía la profesión que tan dignamente estudió durante seis largos años, junto a esos compañeros de aula que jamás podría olvidar y que le enseñaron tanto dentro como fuera de las aulas de clase. Era un tipo espigado, de cabellos ondeados y de rostro ovalado, en donde se hallaban esos ojos color café que había heredado de su abuelo, de quien también heredó el nombre. Él era de aquellos muchachos extrovertidos, siempre presto a llevar el caso más complicado, aquel que nadie quería tener, ya sea porque no “tenía solución”, o porque simplemente demandaba demasiado esfuerzo y las dichosas horas extras impagas – como en todo centro de labores de ese país tan pintoresco en el cual le tocó nacer. Era además muy dedicado al arte, sobretodo a la pintura, solía organizar talleres  para compartir con sus mates las últimas creaciones que pudieran habérseles ocurrido en la semana, o criticar de manera positiva – y otras veces no tan positiva, los últimos trabajos presentados en las galerías de arte de la ciudad. Era pues, un joven con relativo éxito en todo lo que hacía, pero como no siempre se puede tener todo lo que se quiere, existía un ámbito antagónico en su vida, en el que se sentía sumamente desdichado por esa bendita timidez específica que le acompañó siempre: el amor.


Durante el trayecto, no dejó de pensar en aquella muestra en la galería de arte de su entrañable amigo Ramiro, en donde la conoció, y menos aún pudo dejar de pensar en esos ojos que lo conquistaron, negros como las noches de invierno en el septentrión, y esa sonrisa que podía domar a cualquier fiera, incluso a la más salvaje, incluso a él.
Llegó en el tiempo pactado, y ella lo recibió con una sonrisa y un beso en la mejilla, señal para él de que la suerte estaba echada. “Hola, llegaste justo a tiempo, estaba por irme” – le dijo ella, más coqueta nunca, “pero si te dije que llegaba en treinta minutos y cumplí, mira tu celular si quieres” – respondió él aun atontado por esa sonrisa tan angelical. “Lo sé bobo, te estaba bromeando, nada se te puede decir a ti, ¿no?” – replicó ella con un puchero en el rostro, y agregó “bueno, tenemos una conversación pendiente, ¿cierto?, entonces… ¿a dónde vamos?”. “Vamos a mi departamento si gustas, pero antes necesito que esta conversación se torne algo más especial, acompáñame al supermercado para comprar algo de tomar” – dijo el con cierto aire de melancolía, como sabiendo que ese era el final de la historia que había comenzado de una manera turbulenta exactamente hace seis meses. “Está bien, vamos” – sentenció ella, y se dirigieron hacia el supermercado que se encontraba a tan solo cinco minutos de allí, comprando un vino de la más fina cosecha que pudo encontrar.
En el camino, ambos guardaron silencio, él por la timidez que sentía cada vez que estaba a su lado, ella porque al parecer aguardaba a que todo estuviese listo para poder decir lo que tenía que decir. Llegaron al departamento en el tiempo previsto, tomaron el ascensor que daba directamente hacia la sala de ese moderno pero modesto y acogedor departamento del piso ocho, en donde ellos habían pasado noches apasionadas e intensas, de lujuria y amor. Ese lugar que era tan de ambos…
“Han pasado dos semanas desde la última vez que conversamos”, le dijo Joaquín mirándola tímidamente, con cierto temor de saber, casi de antemano, la respuesta que tanto esperaba, para bien o para mal. “Olvídate de eso por favor, pasemos este momento como si fuera el último, hazme el amor, poséeme, hazme olvidar que soy de otro” – repetía ella mientras se despojaba de sus prendas. “No, ¡detente! Necesitamos hablar de…” – dijo él, pero no alcanzó a concluir la frase cuando quedó perplejo al ver ese cuerpo desnudo, perfecto, de formas rutilantes y con esa fragancia que tanto la caracterizaba, fresca como los campos suizos en época de primavera y suave como la brisa matutina que acariciaba su rostro y le hacía recordar tanto a ella. Entonces él sucumbió a sus encantos y cumplió al pie de la letra todo lo que ella le pidió, su voz incontestable hizo de él un simple sirviente de esa diosa, su diosa.


Cuando aquel encuentro intimo culminó y mientras ambos se encontraban exhaustos y desnudos sobre la cama, única testigo de esos momentos tan íntimos que vivieron, él, en la infinita ternura que ella le provocaba, le dijo dulcemente al oído: “te siento tan mía, no podría vivir sin ti, ¿lo sabías? Te amo y no me importa nada”. “Nadie me hace más feliz que tu Joaquín, sino no me arriesgaría a que alguien se enterara de lo nuestro…” – dijo ella, quien acababa de encender un cigarrillo que había tomado momentos antes de la mesa de noche, “…pero esto ya no puede seguir, en tres semanas parto hacia los Estados Unidos con él para casarnos allá… espero que sepas comprender y que algún día puedas perdonarme”. Estas últimas palabras entraron como una filosa daga al corazón de Joaquín y serían paradójicamente éstas las que retumbarían en su cabeza por el resto de su vida. “No te preocupes, no tengo nada que perdonarte” – dijo él, con la voz quebrada por el silencioso llanto.
Esa noche concluyó con un silencio fúnebre que se apoderó del departamento, el cual aún guardaba la fragancia de aquel encuentro. Ella se despidió de él con un beso tierno en la frente, él la abrazó y con lágrimas en los ojos le deseo lo mejor, luego la acompañó hasta el ascensor en donde le robó el último beso, el de despedida, el más triste de su vida, y, finalmente, la vio partir.
El tiempo pasó, y Joaquín se convirtió en socio principal de una de las firmas más importantes del país, llegó a tener todo lo que cualquier mortal envidiaría: un auto de lujo, una casa grande en donde tenía un taller de pintura y en el cual dedicaba infinitas horas en retratar la imagen que aun guardaba de ella en su memoria… tenía pues, una gran fama y una vida exitosa, pero infeliz.


 

Es así que todas las noches cuando llega del trabajo, se sienta en su escritorio y observa en el bar que mandó a hacer el vino comprado que jamás tomó junto a la única mujer que amó con locura, y siente que, a pesar de todo, no pudo olvidarla. De ella no supo más, fue la decisión que tomó aquella noche y que mantiene firme hasta el día de hoy. Él, por causa de su noble corazón nunca le deseó mal a nadie y ella no podía ser la excepción, a pesar que probablemente se lo merecía, a pesar que ella no lo eligió y a pesar de que, cayendo en cuenta de todo lo sucedido, ella simplemente le mintió.
 



Israel Cáceres Arroyo




Revista Dúnamis   Año 5   Número 5    Octubre 2011
                                Página 24-28




Aquel y la Noche

               

Aquel y la noche



Solitario andaba el cuerpo menudo
dando tumbos como perdido en la noche
pensando tal vez en la dicha de aquél
que feliz era al lado de sus bienqueridos.

Caminaba vagando por las sombras,
pasando al lado de perros y vagabundos,
quienes dichosos se sentían de ser
lo que en su vida siempre anhelaron.

Deprimido por la mala suerte echada
a cuestas durante treinta años de vida,
y sin imaginar lo que se avecinaba,
paró su marcha a meditar con la luna.

Derrepente, el cuerpo cayó de golpe
al suelo frío de aquella triste avenida,
atravesado por una desenvainada arma
del iracundo sujeto que le gritó: ¡bribón!.

Yerto y tendido de bruces sangrando
sollozando por dentro su desgracia,
giró su débil rostro magullado y
a su verdugo infinitamente agradeció.

 

Israel Cáceres Arroyo

 

Revista Dúnamis   Año 5   Número 5    Octubre 2011
.                                 Página 6

Narmandeón

 

       Narmandeón

 

Inconmensurable dolor sienten los desdichados
de no poder ver las lúgubres agonías del ocaso,
al saberse desprotegidos por el Dios pagano
que cumplir no pudo con sus soldados.

Batallaron fuertemente contra el enemigo
creado por la fuerza de una vida llena de ira,
y que triunfó sobre los cadáveres yertos
de aquellos confiados al campo de la muerte.

No pudieron liberarse jamás de las cadenas
sangraron por sus múltiples heridas,
caminaron como ovejas de un rebaño
destinado a saciar la sed de venganza del tirano.

Empero, fueron aquellos quienes dieron vida
a la esperanza del pueblo venidero,
y forjaron con ahínco la nación conocida
por las futuras generaciones de guerreros.

 

Israel Cáceres Arroyo

 

Revista Dúnamis   Año 5   Número 4    Septiembre 2011

                                Página 18