Ángela Play, la más puta de todas
Yo tenía para entonces diecisiete años, estrenaba por mi cuenta el primer burdel en mi vida, así conocí a Ángela Play una madrugada en el burdel de Herminia. Esa madrugada, con una falda corta que le hacían lucir sus hermosas piernas, Ángela Play bailaba una salsa con un salero embriagador, se adueñaba de la pista; tenía una fuerza interior de yegua salvaje. Yo la miraba arrobado como un jinete que todavía no había montado, y mucho menos cabalgado un pony; era desafiante, provocadora, irreverente si se quiere. Los clientes se disputaban su compañía todas las noches; quien lograba tenerla como su acompañante era digno de elogio y envidia, porque ella con su presencia inundaba y abarcaba todo el escenario; su vestido se ceñía a su cuerpo mostrando una sensualidad que nos hacía recordar a Raquel Welch.
Yo era solo uno más de los admiradores de Ángela Play. Asistía al burdel los fines de semana a escondidas de mis padres; recuerdo que mi papá tenía un pantalón de lino blanco, que me ponía a espaldas de él, causando una grata impresión entre las prostitutas. Ángela Play se mostraba indiferente a mi presencia, yo era un muchacho torpe, incapaz de abordarla con la destreza y el arrojo que ameritaba un corcel como ella; sin embargo, observando y aprendiendo cómo algunos de los asiduos visitantes eran exitosos con las más exigentes de las damas del negocio, logré lidiar con las menos arrogantes y pretenciosas. Juego que me fue preparando poco a poco para poder enfrentarme a la estrella de la casa.
Comprendí el valor de la indiferencia, lo importante del buen tacto, de la discreción, el no alardear de los atributos, saber llegar al café y tomar la mesa más discreta, y obligar desde ese ángulo que hasta ti, fueran a ver quién se escondía en tan oscuro lugar; dejé que entre ellas se encargaran de contar y recrear los buenos momentos que vivieron conmigo, creándoles envidia a las que no habían pasado por mis manos. Fue todo un aprendizaje antes de echar vuelo; no adelanté un solo paso hasta que decidí abordar a mi presa.
Fue una noche lluviosa y sin estrellas, el negocio estaba muy frío, la música que colocaban era un tanto amarga y sin brillo, la pista estaba sola y triste; esa noche entré al café ya maduro, dueño de mí mismo, con la experiencia acumulada de noches donde maniaté y dominé los enfrentamientos cuerpo a cuerpo, con la destreza del mejor torero.
Ángela Play estaba reclinada en el mostrador del bar, tenía frente a ella un trago de licor; me acerqué lo más que pude. Ella con una salida que casi me desarma por completo, me dijo:
— ¿Cómo te va, novato?
Si hubiera dado una repuesta ofensiva, le habría dado la razón a tan infeliz elogio. Me contuve, saqué lo mejor de mí; puse a prueba los meses en que estuve esperando este momento y, con la mayor indiferencia, le respondí:
—Aquí, tranquilo, esperando a una veterana como tú.
Mi salida le causó una risa instantánea y fue por primera vez que pude detenerme a ver tan de cerca unos dientes blancos casi perfectos. Luego, y sin quitarme de encima el sobrenombre con el cual me bautizó, me dijo:
—Novato, siempre te he observado a distancia; eres muy callado y hasta tímido, me da curiosidad. Déjame hacerte una pregunta: ¿sabes bailar? Era el modo con que ella se colocaba por encima de mí. Su arte con los hombres era primero llevarlo a una situación de aprieto, pero tuve la suerte de tener un hermano mayor que era un artista a la hora de tomar una pareja en sus manos, ya sea para bailar un cadencioso merengue, como para enfrascarse en la más explosiva de las salsas.
Por lo que ensayé una ligera sonrisa y le respondí:
—Depende.
Al parecer no esperaba una salida de este tipo de alguien a quien ella entendía que podía acorralar desde un principio.
— ¿De qué depende? —preguntó.
— De qué tan buena sea mi acompañante —dije.
No sé de dónde me salían las palabras; pero, como un ajedrecista novato pudiera para poner en aprietos a Bobby Fischer.
Así coloque yo a Ángela Play en nuestro primer encuentro. Mientras manteníamos ese diálogo de espadachines. Al fondo la música completaba el decorado de nuestros diálogos, hasta que colocaron una salsa de Ismael
Rivera. Sin muchas vueltas, Ángela Play me invitó a bailar. La pista era un gran círculo de mosaicos de distintos colores. Unos rayos de luz roja, azul y amarillo se intercambiaban sobre los cuerpos de los bailadores. Cuando una pareja dominaba el ambiente, los demás, en una especie de reconocimiento abandonaban la pista; no había espacio para la distracción, todos sabían cuando una sola pareja llenaba el cometido.
Le agarré la cintura consciente de que montaba una yegua encabritada. Ella sintió en el enganche que el jinete sabía hacia donde iba. El reconocimiento de los cuerpos fue espontáneo. La salsa corría por nosotros como un
arroyito camino al desfiladero. Nos acercábamos los rostros, casi hasta beber el aroma del uno en los labios del otro, los parroquianos dejaron para luego lo que les entretenía. Miraban ensimismados el espectáculo, no querían
que luego otros les contaran.
Por momentos, no éramos dos cuerpos, sino uno envuelto en el otro; en un solo paso cadencioso, sin ocultar su asombro, Ángela Play me preguntó:
— ¿Así eres en todo?
Cuando lo dijo, la alejé de mi cuerpo, la volví a recoger con más fuerza, llevé mi boca a su oído, y le dije.
—En algunas cosas… mejor.
Soltó una risotada, y supo en ese preciso instante que acababa de firmar un contrato, sin garante, consciente de que quienes lo suscribieron estaban uno frente al otro, y solo les quedaba ejecutar las huellas que estamparon.
David Pérez Núñez
Sto. Domingo, República Dominicana
Revista Dúnamis Año 10 Número 11 Enero 2016
Páginas 13-15