versos reversos
para Marlene (mi puta favorita)
Revista Dúnamis Año 2 Número 3 Mayo 2008
. Páginas 26-27
versos reversos
para Marlene (mi puta favorita)
Revista Dúnamis Año 2 Número 3 Mayo 2008
. Páginas 26-27
Abrió los ojos, o al menos eso le pareció. Su alrededor le resultaba tan extraño y familiar al mismo tiempo. Habían colores, volutas rojas y amplias planuras de un brillo celeste y amarillo que se entremezclaban con éstas. Por un momento le pareció que las alturas se ennegrecieron, como si hubiese acaecido una inmensa sombra; gigantesca, terrible.
Tenía la fuerte impresión de que no era así como él percibía el mundo, antes… No sabía quién era, y no era eso lo único que ignoraba con la impresión de haberlo sabido en otro tiempo. Era así con casi todo. Recordaba haber estado en medio de un tumulto, en medio de emociones muy atizadas. Estaba asimismo convencido que su alrededor no era precisamente aquello que percibía. Caminó, o al menos eso creía estar haciendo.
Sintió de pronto que su corazón se hinchó, le invadió el recuerdo de algunas emociones, pero no podía dar con la causa de éstas. Aparecieron vapores violáceos arriba, se le elevó de pronto por encima de ellos y empezó a andar sobre ellos.
Se sentó, procuraba recordar, cualquier cosa. Sí, parecía que ya antes había vivido algo así, por un breve tiempo. El tiempo en que fue semejante a un exiliado. ¿Exiliado? ¿Por qué? Sintió una gran frustración, pues tenía todas sus memorias cerca de él, pero no podía asir ninguna. Entonces brotó algo de su mano; vio entonces su cuerpo. Estaba él todo cubierto de una lumbre muy extraña. Supo que eso no había sido antes así. Vio su propia imagen por un instante. Era impresionante… nada le cubría excepto un líquido transparente que se deslizaba por su piel. Vio el lugar por un instante, paredes blancas y brillantes, la cima de un lugar muy alto y colosal. El lugar se borró rápidamente y solo quedo él, cubierto de… eso. No entendía nada. Solo vio su cuerpo, nunca su cabeza, como tampoco podía verla ahora. Volvió a contemplar su mano y ésta sostenía algo irreconocible para él, que lo sentía tan ajeno como parte suya a la vez.
Gulnaj… Gulnaj… comenzó a retumbar el nombre en su mente. Vino una rápida sucesión de imágenes, que apenas tuvo tiempo de distinguir. Al parecer el objeto era un arma, al parecer le había dado uso intenso en otro tiempo. Gulnaj; recordó. Así se llamaba el objeto, y así lo llamaron a él en cierta época… ¿Qué sentido tenía todo eso? ¿Y si no era un arma? Se aturdió.
Tanto buscar en su alma le agotó. Se sentó en esas suspensiones sobre las que anduvo. Estaba perdiendo toda conciencia, asentándose el pensamiento hasta irse diluyendo, desapareciendo. Hubiera quedado para él todo oscuro de nuevo, de no haber oído una voz, ora fuera de su mente. La voz llamaba, pero no enunciaba Gulnaj. Era otra palabra, otro nombre, tan extraño, sumamente extraño. Entonces supo que de algún modo, inexplicable para él, Gulnaj le comunicó algo. Su sorpresa no pudo ser menor que la causada por el mensaje. El nombre que oía, era el nombre suyo. De aquel quien había sido antes de este extraño despertar. Mas a su vez, tenía el recuerdo de haber sido lo que era ahora por algún tiempo en el pasado… ¿qué tan distante? Estaba del todo confundido.
Entonces decidió contestar, y oyó que su propia voz, retumbaba en todo el lugar como el trueno, como un derrumbe. Ahora recordaba qué era un trueno y qué un derrumbe.
– ¿Quien llama a Gulnaj?
Oyó una risa tosca, pero amigable. Luego una voz elegante, y a su vez bestial.
– A menudo lo olvido… ¡ja! Gulnaj… Otra vez estás libre por la tierra. Esa libertad que extrañé tanto y que luego de siglos pude volver a alcanzar. La tuve por un muy breve lapso, breve pero glorioso, hermoso…
– ¿Quién me habla?
Hubo un breve silencio, de pronto todo lo que vio fue una llama de un azul pálido, ardiendo, una llama inmensa. Supo que a pesar de ser una llama lo que veía, no era una llama lo que tenía al frente. Volvió a hablar:
– Aun así no me reconoces… Entiendo. Mi forma ya no es la misma y quizá no esperabas volver a saber de mí. Te lo dije en aquel día, te dije que nos volveríamos a ver.
De pronto hubo un grito dentro de él, que por poco se le escapa. “¡Atagón!”. Quedose confundido ante el súbito rugido. En seguida tuvo una fugaz imagen de destrucción, destrucción repentina que no alcanzaba a contemplar en su plenitud. La voz repitió:
– Dilthak…
Y lo dijo con un soplido, dejando salir su hálito. Él pudo percibir esto no solo con su oído, sino con Gulnaj, sin entender cómo. Pronto sintió un raro estremecimiento en su ser. De sus lomos brotó algo, y Gulnaj… fue como si hubiese sido absorbida por su mano. De una manera instintiva, dirigió su mano hacia el nuevo objeto y lo tomó. Era también algo amorfo, pero muy distinto a Gulnaj. Era de un azul débil, como aquello que le hablaba. Le vinieron unas memorias que no comprendía. Sus brazos tomaron una posición que le evocaban unas emociones entremezcladas. El objeto azulino estaba entre sus distanciadas manos. Luego tuvo un movimiento brusco; algo sucedió…
No lo sintió muy bien, pese a la sensación de haber logrado lo que no podía hacer en lo cotidiano. Algo se había liberado al exterior como una ráfaga, en medio de una conmoción semejante a la que percibió al oír su propia voz. Al tiempo que en sus pensamientos había habido alboroto, al punto de producirle una jaqueca.
– ¿Qué es lo que sucede Gulnaj? Estás fuera de ti. Actúas…
– ¡Cómo se supone que debiera actuar! Si al menos pudiera comprender eso…
Soltó una carcajada, que se prolongó largo rato. Era noble, pero en los oídos de Gulnaj se hizo pronto macabra.
– ¡Cállate!
Algo cambió. Sintió que su interlocutor se había tornado distinto. Tuvo la sensación de ser observado fijamente, y ello le hizo sentir cercano a un recuerdo, el recuerdo de alguien… No pudo más.
– Ya nada es igual, Gulnaj. Si tuviera ahora mis ojos, sabría ya con exactitud qué ocurre contigo. Supongo que es algo natural. Tus lazos con Gulnaj son ahora mucho más intensos… Es algo de celebrarse; estamos muy cerca de la meta. Empero, parece que eso mismo te ha llevado a estar del todo desorientado. Ello pone en peligro todo… todo.
– ¿Qué ha pasado? ¿Qué es lo que me ha pasado?
– Procuro saber yo lo mismo.
– ¡Quién eres tú!
– Un amigo…
– ¡Qué es… un amigo!
Tras el chirriante estruendo, un silencio. Otra vez, la sensación de ser escrutado con una mirada…
– ¿Acaso has…? Sí, solo eso explica todo… Mmm. ¿Cómo pudo suceder?
– ¿Quién… eres…?
Pareció esta vez un bramido.
– Yo fui quien te obsequió Dilthak.
Eso no lo aproximaba a nada. Mientras se esforzaba, percibió que se le inflingía… no podía entender qué. Solo era conciente que no lo hacía Gulnaj, sino aquel “amigo”. Era como si en su interior se produjese un desgarramiento. Le eran impartidas imágenes desde fuera y desde Gulnaj. Dilthak se alzó sobre su cabeza, o tal vez él mismo lo alzó. En una pérdida total de control, se limitó a ver como Dilthak lanzaba con potencia… – ¡qué era lo que lanzaba? – sin detenerse…
Tras un alarido de dolor, cayó, cayó… Se halló en medio de vapores marrones hasta que la precipitada caída se hizo suave, y todo volvió a ser negro y vacío. Entonces soñó, soñó…
Un sueño. Varios sueños en realidad. Sabía ahora lo que era un sueño y reconocía muchas otras cosas. En sus sueños vio el mundo como lo había visto antes, ahora recordaba como lo había visto. Había recuperado la memoria de mucho, pero había aun más que permanecía ignorando, en esa ignorancia tan irritante que reconocía ahora bajo el nombre de “olvido”. El olvido se había apoderado de todo lo concerniente a su persona. Abrió los ojos. Supo que la última vez que hizo lo mismo, había despertado. Volvió a esa visión del mundo que le parecía tan rara. Esta vez, conoció que la tal visión del mundo, a pesar de aparentar ser muy limitada, iba mucho más allá de aquella a la que estaba acostumbrado. Algunas memorias se removieron en su cabeza. Lo sintió muy duro. Tras tranquilizarse, vio descender aquella llama azul, semejante a una antorcha, podía pensar ahora. Y esa palabra le trajo breves partes de sus sueños, mas no se pudo quedar con ninguna.
– Gracias, Atagón. No esperaba este encuentro.
– Al menos ya tienes memoria de mí.
– Un tanto, supongo. Mas nada comprendo aún.
– No tienes tiempo, para sentarte a entender o recordar. Bástate lo que tienes.
– ¿Bastar? ¿Para qué?
– Están a punto de poner en libertad a mi hermano. ¿Tienes idea de lo que eso implica?
Hermano… De inmediato supo que tal palabra había estado en su boca incontables veces y que la había usado de muy distintas maneras y alrededor de diferentes emociones. Al tiempo, brotó el significado.
– ¿Hermano? ¿Tenías tú un hermano?
– Mmm. No te lo dije nunca, mas eso no asegura que no lo hayas sabido por otra parte…
– ¿Como cuál?
– ¡No hay tiempo, Gulnaj! ¡Debes ir presto a su lugar y confrontarle!
– ¿Confrontarle?
Hubo un silencio muy corto, tan corto como lo largo que pareció.
– Debes conseguir que deje a un lado sus odios y rencores, ¡toda esa furia que fluye por su ser! Cuando le veas sabrás cuán nefasto es. Si no lo logras… habrán grandes calamidades en la tierra… y mucho más, de lo que no se puede predecir nada. Yo lo detendría ahora, pero eso ya no es más posible…
– Al menos mi corazón me oprime, me hace sentir la inminencia del asunto. Ir, fallar, no ir, todo ello está rodeado de fatalidad. Al menos así lo siento.
– Sin duda. Estás recobrando lo que eres.
– ¿Hacia dónde y cómo he de ir?
Atagón rió con mucha felicidad.
– Tú conoces el camino, y nada más veloz que tu corazón…
Al oír esto cesaron sus pensamientos, su ser se conmocionó de arriba a abajo… Partió.
Es así como Gulnaj reapareció en la tierra, luego de años de ausencia inescrutable.
Revista Dúnamis Año 2 Número 3 Mayo 2008
. Páginas 21-25
Y tras un muy interesante ciclo de aventuras por el norte del Perú, volvió para convertirse en uno de los pilares de la primera etapa de Dúnamis:
interrogatorio
como un tallo clavado en la maceta
rodeado de estevados cuellos
heme aquí sentado sobre esta piedra
el azul martillado me recuerda
mi condición de simple campanero
mi derrota de hombre aquí en la tierra
mis pasos de pingüino en el trabajo
más estos tarantulares laboreos
me han restado en suma a tal estado
a un solo empedrado hacia el infierno
cuellos inquisidores, ¿a qué juegan?
a qué viene turbar ojos con marjales
mi lugar no es estar sobre esta mesa
son otras mis aguas, otros son mis mares
Revista Dúnamis Año 2 Número 3 Mayo 2008
. Página 10
Para aquel día, ya el hecho habría sido descubierto y no tardarían en llegar a apresarlo, se repetía Tobías Montalvo. La muerte pellizcaba sus talones y pensar en lo inminente percutía en sus sienes como lo hacía el monótono aplastamiento de una gota, al caer sobre la superficie del viejo lavadero. Esa noche el disco de plata pendía del cielo como una gran hostia, increpándole a la cara, como un sacerdote: ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?!
Acurrucado en la esquina de un cuartucho de poca monta en la Calle de los Judíos, mantenía un cigarro asido a su mano izquierda, como un cáñamo índico. Al percatarse de que lo tomaba entre sus dedos –que habían dicho parecían los de una mujer– sobre aquella extremidad asesina, cambió el pucho de mano. Jamás la acción de fumar le había parecido tan catártica. En medio del delirio, se vio vestido con un atuendo escarlata y blanco, como cuando niño, abrazado a las piernas del cura, le confesaba que había incurrido en el vicio adolescente del onanismo –el estómago era el cubículo donde se concentran todos los males, recordó súbitamente; de ahí la clasificación de las personalidades según Aristóteles–. El humo invadió su tráquea y sintió que hervía, que se incendiaba. Exhaló el humo casi por inercia y el fantasma gris confundiose con el poco oxígeno de la habitación, ya escaso e impregnado de una humedad de lustros. Dio una segunda pitada. Concentró el humo por unos segundos, los suficientes para que absorbiese todo el pecado. Lo vomitó lentamente. La humareda que expelía el pitillo formaba en la atmósfera toda clase de figuras. En la densidad vislumbró una faz taciturna y ceñuda, de espejuelos redondos y gruesos que lo observaban, como auscultándolo: el rostro de Morote, maestro de filosofía, a quien cariñosamente apodaban ‘el existencialista’: “La existencia del hombre es una paradoja continua– citaba a Kierkegaard–. Es la angustia por el pecado y el sosiego por la aproximación a Dios”, le susurraba la cara gaseosa, mientras se diluía lentamente. Montalvo terminó de desbaratar de un manotazo la efigie difusa. Sintió de repente ansias de beber un buen vino. Indagó
cada arista de la habitación. Con la vista ciega divisó la botella debajo el buró y en un acto de súbita resolución, se dispuso a subir a los altos del solar. Prendió nuevamente un cigarro, esta vez de esos burdos elementos que conseguía a expensas de un pariente alistado en el ejército. Lo acarició con una delicadeza inmerecida y comenzó a recorrerlo, ansiando el cuerpo de Rebeca. Sutilmente fue despojándolo de su ropaje, simulando hacer lo mismo con su vestido. Sin embargo, al deshacerse de su envoltura, se percató de que el tabaco y la desaparecida mujer obedecían a la misma tipología — del vulgo y para el vulgo, pensó para sus adentros; pero los deseaba a ambos–. En cuestión de segundos, volvió en sí. Vendrían pronto a buscarlo y no habría donde ocultarse. A lo lejos el cerro San Cristóbal cuidaba de la ciudad dormida. Montalvo observaba absorto las diminutas luces de las viviendas precarias que, tiritando con fulgor de ojos de niño, se aferraban a sus faldas, a su estructura de asfalto, polvo y arena. Cogió la botella de vino y sintió el licor sanguinolento mecerse torpemente en su interior. Quiso libar hasta la mañana siguiente y despertar con el sol en el rostro libre; pero el recipiente adquirió ante sus ojos su verdadero aspecto: un alcohol de dos por medio obtenido por un trueque desequilibrado. Apenas posó sus labios sobre el pico maldijo el día en que parieron al insensato culpable de su producción, y lo arrojó prestamente a la calzada: libar es mucho verbo para esta botella, musitó. Giró la cabeza al norte por última vez en la noche y sintió la cruz, tan cristiana, que temió de Dios. Metió las manos en los bolsillos y no halló más que la aspereza de una moneda. Se sintió más humano que nunca.
Desde el instante en el que se produjo el crimen, el 188 de la Calle de Los Judíos no sería jamás el jirón de la caótica ciudad condenado al baúl del anonimato. En los altos del edificio, que ocupa ahora el Cordano, abrigado por las callejuelas Ancash y Carabaya, que forman un compás imaginario, el otrora Hotel Comercio fue el escenario en el que se perpetró el gran crimen de la historia policial de Lima.
La noche del 10 de marzo de 1960, en la habitación 201, el cuerpo de una joven mujer fue hallado en el lecho, totalmente desnudo, tendido
sobre el dorso. Al mover el cadáver, los oficiales hallaron en su pecho una señal hecha con un cuchillo: T. M. En la frente, un papel con una inscripción rezaba: No resolviste el acertijo. Q.E.P.D. Réquiem por Rebeca escrito en las paredes de la habitación. De acuerdo con la necropsia y el posterior informe del médico legista, el cadáver había sido hallado decúbito prono, con claras marcas de estrangulamiento, pero sin signo alguno de haber sido violentado. El lugar lucía con tal pulcritud y orden que, de no haber sido por la gota escarlata (y aquel tipo insensato) que se filtró aquella noche hacia la planta baja, y visitó el plato de un comensal sin suerte, nada hubiese sido descubierto, sino hasta entrada la anunciación infame de la hediondez natural que emanan los cuerpos cuando sucumben al proceso de descomposición.
Tobías Montalvo era un muchacho ligeramente acomodado, de ascendencia trujillana, con cierta prosapia pero venida a menos, a la que algún teórico marxista tipificaría como un pequeño burgués. Su familia arribó a Lima después de que las reformas estructurales aplicadas por el Estado habían quebrado la economía de las principales empresas azucareras del norte del país. Al llegar, buscaron un lugar decente para instalarse, lejos de los refugios de provincianos y las barriadas: Jesús María, pensaron. Los primeros tiempos fueron difíciles en los que su padre tuvo que ejercer, pese a la negativa de su mujer, mil y un labores, desde funcionario público en el Ministerio de Fomento, visando solicitudes a tipos presurosos –caras totalmente iguales–, hasta una especie de Hermes en bicicleta. A los pocos meses su padre, el ingeniero Juan Pedro Montalvo, consiguió empleo como administrador en una prestigiosa empresa capitalista de firma alemana que importaba autos, ubicada en La Victoria, en calle Berlín. Pronto recobraron la prestancia añorada: reuniones, almuerzos los fines de semana, el club en Chosica. Más adelante comprarían un terreno en Los Olivos que les servía de renta: sería un espacio desarrollado en unos veinte años, núcleo de la nueva economía impulsada por los sectores emergentes que pueblan ahora la ciudad, le habían referido.
La familia concibió un solo hijo. Tobías, un muchacho enjuto, de
mucha agudeza para su edad, que podía pasar horas ante libros sobre los celtas, novelillas policiales, historietas de mitología.
Tempranamente mostró una curiosidad inusual por las causas que
movían las cosas más simples, inquietud que fue aumentando proporcionalmente al crecimiento físico: la parasicología, las ciencias ocultas, las sociedades secretas. Llegó a la universidad y decidió inscribirse en filosofía, hecho que le permitiría profundizar en la reflexión de las cosas del mundo.
Paralelamente a mis estudios de metafísica y filosofía oriental, desarrollo de filosofía peruana y algunos cursos de filología, que tomaba en esporádicamente, decidí retomar mi antigua inclinación por los temas ocultos, profundizando ahora en la alquimia y la mística, aunque de modo bastante teórico. Las ciencias herméticas, a las que los científicos ortodoxos suelen llamar pseudociencias, no son más que el producto de la asignación de un rótulo con el que se nombra a estos campos inexplorados, a los que la mente no puede dar una explicación sistemática.
Asistía entonces todos los viernes a sesiones con una minúscula secta en la calle Ocoña. Cada reunión consistía en el tratamiento de un tema relativo al ocultismo o la exégesis de algún tópico de la cábala; así que al concluir el año ya habíamos disertado y explorado los temas capitales, y sido elevado de rango los miembros más destacados.
Solía salir del pequeño cónclave alrededor de las 8:00 p.m. y mi espíritu de caminante empedernido me impulsaba a recorrer las calles del centro sin una ruta previamente establecida. No hay actividad más fascinante que deambular en una zona relativamente extraña y bohemia: elefantes blancos con sólo tres pisos habitados, borrachines muy simpáticos, cabaretes a los que se accede por unos soles, un niño en jirón Belén rasgando con esperanza y escasa técnica un charango, putas tristes y dispuestas. Confesaré que ellas y los burdeles me ocasionan una aversión incontrolable, al evocar el día en que mi padre me condujo a rastras hasta un caserón oscuro con fluorescentes chillonas, donde me recibió una mujer pintarrajeada y melosa. Me tendió en una cama deshecha. Se desnudó, me desnudó: entre sus piernas hubo un bivalvo húmedo y rondoso que no supe interpretar. Sólo entonces supe que era tibio, muy tibio. En la plaza San Martín un viejo regordete, bien enternado
conversa muy de cerca con un muchacho. Lo devora con los ojos: encima regateas, viejoemierda, piensa.
Así conocí a Rebeca, una noche que salía de Ocoña de mis reuniones esotéricas. Estaba bajo la llovizna, en pleno invierno gris, casi a media noche en la avenida Tacna. La vi tan hermosa que sentí por vez primera en muchos años la fragilidad del ser y la delgadísima franja que separa la razón del subjetivismo, a la minimización a la que se reduce el raciocinio cuando se es atacado por el amor. No era precisamente una belleza aria. Sus cabellos eran muy largos y lacios y negrísimos, azabache; se aferraban a sus hombros húmedos, de canela, muy redondos. Las gotas avanzaban redibujando su cuerpo y morían, suicidándose en sus tobillos. Los ojitos rasgados, tan coquetos: una ñusta, pensé. Intercambié con ella algunas palabras; pedí volverla a ver. Me observó absorta, pero asintió. Antes de subir al último bus de la noche, tomó mi mano contra la suya, y sentí un objeto plano y rugoso sobre mi palma. El bus se alejaba al girar la esquina. Fue entonces que descubrí entre mis dedos un papelito cuadriculado: Calle de los Judíos 188. Los días siguientes a nuestro ocasional encuentro, obedeciendo a un acto compulsivo, recorrí los jirones y calles, buscando el lugar que se correspondía con dirección escrita. Pese a mi tenacidad, no la hallé esa tarde y resolví estallar mi ira en un bar cercano a la Plaza. Al pisar la entrada de la taberna, me sobresalté al leer la placa empotrada en la extremidad de la columna: Calle de los Judíos 188. Entré y de inmediato interrogué al maître. Me informó que en los altos se rentaban habitaciones y que una de ellas era ocupada por una señorita. Sin más, subí presto las escaleras. Encontré la puerta entreabierta. La escena que vi a continuación me desgarró el pecho. Su cuerpo canela, desnudo, cabalgaba jadeante sobre el sexo de un hombre, que le acariciaba los senos erguidos sobre la corona marrón, al tiempo que exploraba sus profundidades, le enroscaba la mata de vellos de entre sus muslos, que parecían escurrirse asustados entre sus toscas palmas. No pude, soportarlo. Me abalancé sobre el tipejo y lo eché a patadas arguyendo que era mi mujer, hijoeputa, mi mujer. Al instante me llené de una furia nefable, cuando evoqué el episodio adolescente del prostíbulo de La Victoria y la cara de la ramera. He referido anteriormente que mi fobia hacia las burdeleras ocasiona cambios radicales en mi estado de ánimo. Las prostitutas me sugieren una total repugnancia, al grado de querer exterminarlas, pues, si constituyen pragmáticamente un desfogue para la represión sexual, despiertan sólo perversión y pecado para los hombres. Fue como decidí acabar con ella. Sentía que si la eliminaba perdería un trozo de mi existencia, que sería a posteriori una autoeliminación. Pero la quería a pesar de sus actos y decidí absolverla del castigo de la muerte si resolvía el acertijo que La Esfinge planteó a Edipo: ¿Qué ser tiene cuatro pies, dos pies o tres pies, y cuantos más tiene es más débil? No resolvió el enigma. El mecanismo que le impuse puede que se juzgue de severo. A mi juicio, no: el único camino hacia la salvación era el de la razón, la utilización del entendimiento para aproximarse a la belleza, y ella no lo logró. Opté por el estrangulamiento. No hice más que sujetar fuertemente su cuello, mientras su faz se iba apagando – tienes que morir, maldita perra, promete que serás buena. Mentira, cualquiera. No, no te mueras–. A media noche el reloj de la catedral detuvo el tiempo y su corazón dejó de latir contra mi pecho. Un mechón de hilos lacios le cruzaban la cara. Los labios lívidos, muertos. Ya no eran rojos, pensé. Mis iniciales ahora le repujaban el pecho.
Quiso desafiar las leyes de la muerte y regresarla. Yacía el organismo tieso sobre las sábanas corrugadas. Dios había hecho al hombre a su imagen y semejanza; Montalvo la devolvería a la vida a través de los misterios de la cábala judía. La esculpió entera, al detalle moldeaba el cuerpo, con ambas manos reparaba los órganos, el cuello amoratado, al tiempo que mezclaba entre sí Las Escrituras en un ritual de permutación de las letras, como los antiguos cabalistas. Quería emular al Dios en la creación de un ser orgánico semejante a Rebeca:
— Eres voluntad de la magia, vuelve a la vida— dijo.
Articuló cada sílaba contra el cadáver inerte, los dedos delicados –que eran, según las gentes, los de una mujer– navegaban el alfabeto continuo, buscando el arcano de la creación divina. Pero no continuo, buscando el arcano de la creación divina. Pero no respondía. ‘Emet’ (la palabra de la verdad en hebreo) profirió, quedo a su oído izquierdo; lo tatuó en su frente y cesó el rito. De repente, la boca de Rebeca besó la suya y la puerta de la buhardilla se abrió con estrépito. El amante que había arrojado a puntapiés del hotel venía acompañado de uniformados.
La máquina de escribir de tableteó la última frase de la novela. La policía invadió la habitación de Montalvo mientras acababa la ficción de su crimen.
Desperté súbitamente del profundo sueño que me causó el vino de la noche anterior. Eran las 7 a.m. y la media naranja que brillaba sobre los techos caía sobre mi rostro libre –¿Vendrían a apresarme?–. Tocaron tres veces la puerta. Un gendarme me pidió con amabilidad que lo acompañase. No ofrecí resistencia alguna. Habiendo llegado a la estación de guardia me practicaron el cuestionario de rigor. Un capitancito –reconocí de inmediato su rango por los galones– deambulaba por la sala meneando el bigote, como retándome:
__ Montalvo, ¿tiene algo que decir en su defensa? ¿Por qué asesinó a Rebeca Saravia?
__ Nitimur in vetitum: nos lanzamos siempre hacia lo prohibido, capitán.
Y así como Dúnamis empezaba a expandirse más allá de la FLCH de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, también empezaba a contar con más plumas femeninas
Perdón
. por estas líneas que existen
sólo
para expresar momentos insustanciales
como éste
en el que no existes
en el que te pierdo
una vez más
en estas burbujas corpulentas
en estas aguas no menos vigorosas
. que el hecho de mentirme
incesantemente
. porque existes
. aunque te niegue más de una vez.
Existes
. desde que te menciono
Existes
. porque te niego dos veces.
“Circe”
Revista Dúnamis Año 2 Número 3 Mayo 2008
. Página 20
Corría el Año 2008 y era tan solo un cuento. Nuestra actual conyuntura, empero comienza a otorgarle un tinte profético. ¿Qué habrá sido y que será del “Belga” y sus “amigos”? Así fue como de Jerjes nos llegó el primer paso, aunque pequeño, hacia la expansión. Se nos abrían los lindes de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas, hacia la vecina Facultada de Ciencias Sociales de la UNMSM.
Era invierno y Lima se vestía de gris, -¡qué clima tan triste!- A pesar de su tacañería estética, decidía obsequiar minúsculas gotitas de agua, tiñendo levemente las grietas de nuestras destrozadas veredas limeñas. Gotas que a la vez no eran gotas, tan pero tan chiquititas que apenas eran visibles. No mojaban ni alegraban, insípidas e insulsas se iban deslizando por el aire contaminado de Lima la Horrible.
Antonín lamentaba no poder saborear las gotas de manera caudalosa. Se hallaba entonces en medio de la calle con la boca abierta como un poste doblado hacia atrás. Todo el que pasaba veía con cierta simpatía a este jovenzuelo que pocas veces hacía caso a las diferentes reacciones de las personas.
-Óyeme hijito, si quieres un poco de agua , te puedo invitar.-Le había dicho cierta vez un anciano de fachas decimonónicas-
-No es necesario señor, quiero de esta garúa, sólo de ésta, pero gracias…
El anciano sólo atino a irse, sin antes dar una pequeña palmada en la
espalda al muchachito en son de ánimo, o acaso de lástima. Antonín realizaba estas maromas estrambóticas cada tarde que podía durante sus incursiones por las calles de Lima, que encerraban para él una magia inexplicable.
-¿Antonín?, qué gracioso nombre, oye ¿de dónde es eso ah?
Antonín lanzaba una carcajada y aducía que era una historia difícil de contar, que en resumidas cuentas era producto de los desvaríos de su padre en una noche de etílicas consecuencias.
Antonín nunca llegaba tarde a su cita de todos los días. Con una bolsa de caramelos en la mano, corría como poseído por toda la avenida 28 de Julio, hasta llegar a la avenida Petit Thouars nombre que siempre le causaba risa al decirlo,….¡Petit Thouars, Petit Thouars, Petit Thouars!,. corría hasta llegar al épico Parque de la Reserva, y allí descansaba frente a un gigantesco monumento: Sucre en su caballo en envidiable posición gallarda, levantando su espada en señal de lucha, con el seño ligeramente fruncido. Antonín lo miraba como poseído y luego de suspirar un momento rodeaba el monumento con sumo interés, memorizando hasta el más leve detalle. Cierta vez había encontrado una manchita blanca sobre la cabeza del gran general.
-Qué horror mi general, se le han orinado en la cabeza, estas palomas ya no respetan ni a los héroes…
Sin titubearlo, escalaba el pedestal hasta llegar al propio monumento, y en un acto de temeraria acción trepaba su cuerpo hasta llegar a la cabeza para limpiar las manchas que podía, lanzando escupitajos
-Con un poco de saliva saldrá mi general, no se preocupe, va a quedar bien limpiecito.
Antonín vivía en uno de los distritos más populares de Lima: Huaycán. A diario debía vender todo tipo de golosinas, ya sea en micros, combis, paraderos, calles, restaurantes. En donde pudiera hacerlo, lo hacía y en donde no, también. A sus 12 años amaba a la vieja Lima, y aunque ésta no había sido muy bondadosa con él, disfrutaba estar en ella, de la cual le había hablado cierto profesor muchos martes en pleno pasaje Olaya, aquella callecita que estaba frente a la Plaza de Armas, en donde descansaba el monumento de José Olaya , el viejecito no dejaba de mover las manos de manera descontrolada cada vez que hablaba de Lima, la antigua. Antonín quería mucho a aquel anciano que vivía recordando esas viejas épocas: el presente del anciano, no era sino un continuo pasado sin fin. Antonín gozaba cada historia, la cual no duraba más de tres cigarrillos que el pequeño vendedor le proveía a cambio de unas monedas.
Antonín siempre conversaba con todo monumento que veía, como si tuvieran vida, como si tuviera a un héroe o heroína frente a él. Una y otra vez hacía diversas preguntas, aunque nunca obtenía respuesta, le complacía el sólo hacerlas. Así cada día de la semana visitaba un monumento diferente admiraba a todos por igual y sentía lástima a veces no sólo por el estado calamitoso en el que se hallaban -soportando estoicamente todo tipo de evacuaciones gratuitas de diversos transeúntes o las pintas- sino por la tristeza que debían sentir al darse cuenta de que nadie se detenía siquiera a verlos unos instantes. El monumento de Bélgica al Perú era el favorito de Antonín. Aquella posición aparentemente femenina despertaba comicidad en él. Siempre que lo veía, soltaba carcajadas, a veces incontrolables. La naturaleza de aquel monumento le fascinaba. Ay señor belga, que lo han parado como a una señorita.
Seguía su incursión por diferentes monumentos de Lima: aquel de Vallejo frente al teatro Segura, aquel otro de Víctor Andrés Belaunde, o el de Miguel Grau. Eran tantos los que visitaba, que a veces se olvidaba de alguno.
-…Discúlpeme señor monumento es que se me fue el tiempo, es que la gente no compra nada, está tan misia como uno…
No siempre era todo alegría, muchas veces derramaba alguna lágrima confiando sus secretos a los enmudecidos objetos. Cuando escapaba de su hogar al no soportar más palizas maternales dormía al pie de algún monumento, si es que antes no era echado violentamente por algún vagabundo desprovisto de un espacio para descansar…
-Salte de acá que este es mi sitio….-le decían-.
-Señor Belga…¿usted siempre estará acá para escucharme no?…¿Señor belga porqué no dice nada?,¿ porque no me responde?
Diferentes temores embargaban su corazón, miedo a lo que le pudiera pasar en su desamparo, miedo a recibir más golpes, miedo a la vida. Sólo ellos, sus viejos amigos se habían mostrado más bondadosos. Porque si bien es cierto nunca decían nada, tampoco le provocaban daño. Allí estaban, callados, desdibujados por la imaginación de Antonín, como si escucharan cada palabra, en un silencio de sepulcrales magnitudes.
Era una nueva mañana y allí yacía Antonín al pie de su viejo amigo, el belga, sería una mañana muy especial, porque le deparaba mucho de lo que jamás ser alguno en su sano juicio creería posible.
Por una ordenanza municipal, se destruiría ese viejo monumento para remodelar aquel parque -el cual se veía azotado por cierta delincuencia- Además los vagos habían infestado la plaza, El plan del alcalde era crear un parque de titánicas dimensiones, el cual sería la envidia de sus colegas y competidores. Antonín fue apartado por los diferentes obreros que estaban dispuestos a destruir aquello por lo que nadie protestaría.
-¡Belga, belga¡-,no atinaba a decir otra cosa, a pesar de que sus fuerzas eran limitadas por sus minúsculos 12 años, no podían contenerlo al punto que cierta mano depositó en él una cólera empañada de la más brutal fuerza.
-¡Oigan bárbaros no le peguen es sólo un niño!.-había dicho cierta señora.-
Estos hacían caso omiso, hasta que algo detuvo el escándalo provocando el silencio general -Sólo Antonín repetía incesante: “belga”- Al ser soltado fue hacia el monumento y lo abrazó uertemente. No entendió por qué nadie decía nada, por qué todas esas personas veían atónitas aquel monumento, tan sólo lo abrazaba y con él abrazaba todas sus ilusiones todos sus sueños contrastados con una realidad cruel y despiadada. No entendía nada, hasta que una mano muy fría y sumamente rígida tocó su hombro. Miró esa mano y sin creerlo, cayó de espaldas asombrado por lo que veía, el belga había cobrado vida y luchaba por liberar sus pies de aquel duro pedestal. Cada una de sus facciones se entretejían en aquella incesante lid, de la cual salió victorioso. Antonín, no sintió el espanto de todos, sino que su asombro se convirtió en alegría. De un salto volvió a abrazar al belga, éste lo subió sobre sus hombros. Sólo se escuchó una voz en todo ese momento de inusitados e incoherentes aconteceres, y fue la voz del propio belga.
-“Nadie se atreva a tocar a este niño.”
Algunos ya habían corrido despavoridos, otros miraban anonadados la escena entre tierna y espeluznante. Rápidamente se detuvo ante cada uno de los monumentos que veía a su paso, extendía su diestra y en un acto de solemne proceder recibía la mano de seres que como él cobraban la vida que al parecer habían estado guardando en lo mas íntimo de ellos,
-“Gracias a ti es que hemos vuelto a la vida.”, decían con amor a Antonín. Él no entendía qué había hecho para que eso ocurriera…Ante la mirada insistente de Antonín, Sucre, el cual iba en su gigantesco caballo le dijo,
-“Cada uno de nosotros estaba dormido en un sueño que empezó con nuestra muerte, pero tu dulzura y amor hacia nosotros nos ha despertado, un amor no fingido como el que suelen pregonarnos cuantos aduladores pudieron sino un amor que fue capaz de vencer las barreras de lo imposible.”
No entiendo nada de lo que pasa, pero ¡que bien que al fin puedan ablar!”.-dijo Antonín-.
-“Ahora hacia dónde?.-preguntó Ramón Castilla.
-“Sigamos a Antonín”.
¿Y las personas que solían andar por las calles?. Allí estaban: aunque era temprano, tumultos enteros rodearon los monumentos y murmuraban todo tipo de cosas, desde maldiciones hasta oraciones pensando que se acercaba el fin del mundo.
-“Todos ustedes que nos escuchan, hemos despertado porque no deseamos ser más una imagen muerta frente a sus ojos. Tenemos vida en la medida en que ustedes nos la propinen, durante décadas hemos dormido y sólo este niño ha sido capaz de dotarnos de fuerzas suficientes para despertar”-había dicho uno de ellos-.
El séquito de monumentos conforme avanzaban las horas se hacía más consistente. Todo tipo de filósofos, estudiosos, héroes, y demás figuras significativas caminaban por las diferentes calles de la vieja Lima.
Muchos de ellos olían a nauseabundas formas debido a las evacuaciones de cientos de transeúntes quienes poca importancia daban a los olvidados monumentos. Poco a poco sobrepasaban los 40 y seguían creciendo.
Sin embargo el ser humano no puede soportar aquello que no desea entender. Diferentes piedras comenzaron a caer de algunos que temían por sus vidas, Don José de San Martín replicó entonces
“¡Ya no respetáis a vuestro liberador siquiera!, cómo es posible que así agradecierais mi duro esfuerzo por este continente”.
A lo que Bolívar respondía a su vez,
-“Óigame usted no liberó nada de no ser por mí esto seguiría siendo una colonia.”
Antes de que dijera algo unas balas de incesante rapidez golpearon contra los fríos cuerpos a lo que siguieron todo tipo de objetos que poco a poco destruían estos seres de magnífico porte. El belga protegió a Antonín contra su pecho y lo abrazó cuanto sus duras extremidades le permitían. Todos los monumentos rodearon al belga en acción de proteger a Antonín de las ráfagas y piedras que caían sin cesar, estos repetían diferentes frases que en vida dijeron, desde poesías hasta arengas de combate mientras iban formando diferentes círculos alrededor del belga.
-“Gracias a ti pude soñar con ser libre por unos instantes, tú me diste la fuerza para despertar de mi sueño…” -dijo de manera entrecortada en belga-
-Belga, no …belga no..no fue mi intención decirle señorita..belga no se muera..
No obstante era inútil, poco a poco todo fenecía a su alrededor. Antonín lloraba intentando zafarse y así detener la carnicería monumental, pero era imposible. Al cabo de una hora habían destruido todo y donde habían seres de vivo accionar sólo quedaban rocas y escasos pedazos sin forma.. Antonín fue sacado de entre los escombros, completamente intacto. Al día siguiente ya no quedaba en pie en toda Lima un sólo monumento. Todos habían sido destruidos, por un miedo generalizado, a que cobraran vida nuevamente,
Pedestales arruinados desolaban una ciudad que ya no poseía hombres a los cuales admirar. Antonín aún pasea por las calles el día de hoy extrañando mucho el conversar con aquellos quienes tan atentamente lo oyeron, Antonín recordó diariamente hasta el día de su muerte las palabras del belga, convencido de que si unos seres inertes de roca y metal podían nacer a la vida con un poco de amor, unos seres vivos de carne y hueso como nosotros, con un poco de amor serían capaces de lo imposible…pero así es el ser humano, un extraño espécimen que se niega a sí mismo todos los días de su vida….
“¿Belga, me oyes?, ¿me oyes?, ¿donde estás belga?…¿belga?”.
Errante caminó por el resto de sus días Antonín sin nada que decir ni nada que hacer, llamado por unos vagabundo, loco por otros, nadie jamás volvió a saber su nombre.
Revista Dúnamis Año 2 Número 3 Mayo 2008
. Páginas 11-18
Revista Dúnamis Año 2 Número 3 Mayo 2008
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