EL GRAN ROBO Y SU CASTIGO
— ¡Alto ahí. ¡No se mueva!, manos arriba, está detenido.
La miré de frente y todo mi cuerpo tembló, no por la pistola con que apuntaba, sino por lo hermosa que era, por su inigualable belleza, y su mirada de infinito. Era indeciblemente bella y esbelta, deleitosa más que Venus, tal vez.
Se trataba de Anna Briones, de veinticinco años de edad. Briones, la joven que llegó a mi pueblo siendo adolescente y a los veinte años se fue a ciudad capital y regresó como teniente. Desconozco las razones por la que entró a la milicia. Sufrí mucho cuando se fue, aunque ella nunca supo que yo moría de amor por ella, pues nunca se lo dije a nadie, y mucho menos al silencio que todo lo vocifera. Solo lo sabía mi triste corazón.
—¿Usted, señorita Briones? ¿qué sucede? Me conoce, sabe que no ando en cosas delictivas en la calle, solo iba pasando, vengo de casa de mi amigo y voy a la mía.
—Cállese —díjome como un disparo— éstas no son horas para que una persona que se dice seria ande vagando.
No perdió tiempo, se acercó para esposarme, con una mano sostenía la pistola, pistola que pensé quitarle, dado que estaba muy cerca de mí y no tenía el dedo puesto en gatillo; pero si eso hacía, luego podría decir que la asalté y le creerían, entonces sería peor para mi. Así que preferí dejarme llevar. Me esposó las manos y me indicó que caminara hacia su casa.
—Es muy tarde, mañana lo entrego al cuartel de la policía.
—¡Pardiéz! —dije algo irritado—. Teniente, ¿me puede decir la verdadera causa por la que me arresta?
—La razón es que se llevó a cabo un gran robo. Un robo que me tiene consternada y casi muerta.
—¿¡Que!? —interrumpí— ¿me está diciendo que soy sospechoso de robo?
—No, no eres sospechoso, tengo la certeza de que usted es el único responsable.
Esas palabras me irritaron en gran manera.
—¿Cree usted que ignoro la ley? para hacer esto le es necesario una orden de arresto, ¿do está?
—No puede haber orden, nadie sabe de ese robo, solo yo.
—Nadie sabe de ese robo, teniente, porque no existe el robo, el robo no existe, —le dije irritado.
—Anna, te juro que si salgo vivo de aquí, haré que te cancelen y que vayas a la cárcel.
—Si sale vivo —me dijo con una pícara sonrisa.
—Nunca te creí capaz de esto, con razón era tan silenciosa.
Estábamos sentados en la sala de la casa, al escuchar mis palabras sonrió y me dijo que era hora de dormir. Y abriendo una puerta me encerró en un cuarto. En el cuarto, luces blancas, una muy buena cama y entre otros adornos, un perfume suave de jazmín, parecía que fue preparado para pasar una romántica noche con alguien especial. Pero de algo estaba seguro; ese alguien -si existía-, no era yo.
Una hora más tarde entró y me esposó al espaldar de la cama. Al parecer sabía que estaba pensando escaparme. Abandonó el cuarto de inmediato. Allí quedé recostado, meditabundo. De repente vi abrirse la puerta, pero nadie entró. Pensé que se preparaba para entrar a cortarme pedazo a pedazos como hacen en las películas, serré los ojos para ver si me dormía y calmar así la furia. Me quedé dormido, y mientras soñaba que me sacaban las uñas con una aguda navaja, algo me libró de la tortura al despertarme. Era ella, la teniente. Estaba vestida como vino al mundo, así era siete veces más bella. Ardiente, se acercó, me besó, me arrancó la ropa. Besó mi boca, mi pecho, mi abdomen, mi todo, quería devorarme. Tenía hambre y sed.
—Suéltame de esto, por favor —le imploré, le grité— y al instante me soltó.
—Yo estaba catorce veces más hambriento y sediento que ella.
—¡Al fin te tengo!, —exclamó, ardiente y voluptuosa.
Nos besamos ardientemente. Dulce su boca más que la miel, y dulce su pecho más que su boca. Realmente, toda ella era dulce.
—Eres mi primer amor… —me dijo— y el ultimo.
—Tu también eres mi primer y mi último amor— le respondí.
Y estremecida me volvió a besar apasionadamente, como una fiera hambrienta.
Después de consumado el acto, me pidió que la excusara por haberme de
llevado de esa forma a su casa, me dijo que había hecho distinto planes y que ese fue el que consideró más eficaz.
—Es que desde adolescente —me dijo— he estado muriendo de amor por ti y tu nunca lo supiste, nunca se lo dije a nadie, nunca me atreví a decírtelo, sufrí mucho por ti cuando me fui a la academia militar. Nunca he puesto los ojos en alguien más que tú.
—Amor —le dije— yo también desde adolescente he estado muriendo de amor por ti y tu nunca lo supiste, nunca se lo dije a nadie, nunca me atreví a decírtelo, sufrí mucho por ti cuando te fuiste a la academia militar, y nunca puse los ojos en nadie más que tú.
—¿Sabes cuál es el gran robo?, —me dijo con una oscura sonrisa en los ojos—. Mi vida, tú robaste mi corazón, mi alma, mi ser, mi todo. Mi corazón tembló al escuchar esas palabras y ver la sinceridad con que la dijo, escuché su alma en su voz. Vi el universo en su mirada.
—De ti a mí no se sabe quién es más ladrón, —le dije sonriendo, mientras que al mismo tiempo la besaba, y lo que no hacía mucho tiempo había terminado, volvía a comenzar de nuevo, pero con más pasión. Era mi turno.
La noche pasó fugaz y no nos dimos cuenta. En momentos así uno pierde la noción del tiempo.
Leugim Sarertnoc
Dajabon, República Dominicana
Revista Dúnamis Año 10 Número 10 Noviembre 2015
Páginas 11-13