Autor: “Juan Clamor”
Villa Bisonó – R. Dominicana
La mujer de los ojos de sapo
Ante los gritos desesperados del niño, Tatica salió corriendo al patio. Lo ubicó con la mirada y avanzó hacia él brazos abiertos, envolviendo su cuerpecito de cobre en un abrazo maternal con el que procuró consolarlo. Era la segunda vez en menos de quince minutos que los llantos del pequeño la sustraían de sus quehaceres de rutina. El niño continuó llorando sin responder una jota al insistente interrogatorio de la adulta que trataba de indagar el origen de su histeria. Tatica lo llevó al interior de la vivienda. Como no paraba de llorar, le preparó un poco de leche y se la sirvió en biberón. El niño recibió con satisfacción aquella dádiva de consuelo, lo tomó consigo y se trepó en la cama. Allí, mientras chupaba la tetera, se quedó ligeramente dormido.
Oculta detrás de una palmera, en las proximidades de la vivienda, otra mujer había contemplado las escenas de auxilio. Cuando Tatica entró a la casa por segunda vez con el niño entre sus brazos, la forastera abandonó su posición y se acercó a la casa, pero no se atrevió a saludar ni a anunciar de algún modo su presencia. Era la viva imagen del dolor. Lloraba en silencio, como temerosa de ser oída. El ardiente sol de las once calentaba el entorno, provocando un calor insoportable que obligaba a las gallinas a refugiarse gorjeando en los aleros. La mujer buscó refugio bajo un samán plantado en el patio repleto de arbustos y yerbajos y se escondió allí, a esperar. El instinto maternal la dominaba.
Dando por sentado que el niño dormía, Tatica retornó a la cocina para continuar con sus trajines. La cocina era pequeña, con setos de yaguas atadas a las varas por bejucos y flecos de cabuya. Había en su interior una tinaja de barro, una barbacoa sobre la que descansaban los calderos y una despensa repleta de víveres y algunos enseres. En el centro del perímetro estaba el fogón, con patas y soportes de madera y plataforma de barro. Sobre él descansaban tres piedras y encima de ellas una olla de aluminio ennegrecida de hollín en la que hervía, al influjo del fuego generado por la combustión de la leña, una porción de frijoles que Tatica ablandaba para el almuerzo. Tatica la destapó para inspeccionarla y se percató de que era preciso agregarle un poco de agua. Se acercó a la tinaja y extrajo de ésta una porción del referido líquido. Se disponía a verterlo en la olla cuando escuchó de nuevo los gritos del niño. Apremiada de apuro, echó el agua en el recipiente y lo dejó destapado. “¡Qué muchacho este!”, se dijo en voz alta mientras acudía de nuevo en su auxilio. Cuando la sintió acercarse, el niño paró de llorar. Tatica lo arrulló con ternura mientras percibía extinguirse aquel llanto entre suspiros y resuellos emitidos a intervalos irregulares. El niño posó su cabecita sobre el hombro derecho de la mujer y mantuvo cerrados sus ojitos, en una pose serena que denunciaba su profunda satisfacción por la amorosa asistencia de la dama. Era de cuerpo robusto y no más de dieciocho meses de nacido. Eliseo y Tatica lo habían adoptado directamente de manos de su madre, aquella mujer sufrida a quien la naturaleza le había negado uno de los rasgos femeninos más atractivos. Cierto que su fisonomía no tenía nada que envidiar a otra criatura de su género y especie, pero tenía unos ojos grandes y desorbitados que parecían de sapo. Nadie en Aminilla conoció su procedencia ni la identidad del padre del infante. Se presentó una tarde bebé entre brazos, cuando este apenas contaba con algunos días de vida. Lo traía arropado de pies a cabeza, envuelto en un pañal con el que intentaba protegerlo de las inclemencias del ambiente. Se paró frente a la puerta y saludó en tono quedo y melancólico:
—Adelante, señora —la invitó Eliseo—. ¿En qué podemos servirle?
La mujer vaciló unos instantes antes de trasponer el umbral y ocupar el asiento que Eliseo le ofreció. Colocó el bebé en su regazo y le descubrió el rostro brillante y húmedo. El niño dormía. Tatica entró apresurada desde el patio, intrigada por la presencia de los recién llegados, y posó su mirada en el bebé. La observó con ternura, le echó una bendición y preguntó a la extraña:
—¿Cómo se llama?
—Todavía no sé cómo —respondió la madre.
Tatica se sorprendió. Era la primera vez en su vida que tenía ante sí a un ser humano a quien no podía llamar por su nombre, y tuvo la peculiar curiosidad de imaginarse un mundo en donde nadie lo poseía. Se llenó de pánico. —Póngale Ismael —reaccionó con premura, como para escapar de aquel desagradable entorno imaginario. Claudia no objetó la propuesta y desde aquel entonces el niño se llamó Ismael.
Apenas media hora después, Eliseo y Tatica ya habían indagado lo suficiente como para saber que la madre respondía al nombre de Claudia y que había quedado embarazada de su anterior empleador, un comerciante capitalino formalmente casado y con varios hijos, un maniático sexual que la había obligado a acostarse con él en varias ocasiones y la había amenazado con borrarla del mapa en caso de que se atreviera a delatarlo. Les confesó Claudia que ella había decidido huir al interior para salvar su vida y la del hijo aún antes de que éste naciera y que tenía la esperanza de encontrar a quien darlo en adopción y que en eso andaba y que por casualidad y tal vez hasta por obra divina había ido a parar a Aminilla luego de muchos días de andar errante. Después de escuchar la triste historia, Eliseo y Tatica se miraron mutuamente como en una especie de concertación. Después Eliseo dijo a la extraña:
—Si usted así lo dispone, Claudia, nosotros nos quedamos con el niño; pero con dos condiciones.
Intrigada, Claudia se expresó:
—Díganmelas de una vez, por favor.
—La primera es que debe ser con papeles; quisiéramos evitar posibles inconvenientes en el futuro.
—Comprendo —le dijo—. ¿Y cuál es la segunda?
—Que desaparezca usted y no vuelva más por aquí. El niño jamás debería saber que su verdadera madre es otra y vive.
Claudia no dijo nada. Una ola de sentimientos confusos y contradictorios se elevó desde lo más recóndito de su ser para hacerla sentir la más miserable de todas las madres. En esa impetuosa ola se mezclaba la alegría de poder hallar un hogar para el pequeño con la pena de saberse eventualmente despojada del fruto de su vientre. Ensimismada, atrapada entre ambos sentimientos, permaneció callada por buen rato, imaginando cosas amargas. Eliseo y Tatica la miraban con expectación mientras esperaban su respuesta. Ambos cónyuges llevaban más de siete años juntos. Ansiaban tener un hijo que Dios no le había dado el privilegio de engendrar al hombre ni de concebir a la mujer. Tatica incluso tenía reservado aquel nombre, Ismael, para un eventual fruto masculino de sus entrañas mucho antes de que ella y Eliseo se casaran. De pronto se incorporó Claudia. Había en su cara un aire inconfundible de resolución. Levantó en brazos al infante y lo extendió hacia Tatica mientras decía:
—Tómelo, es suyo.
—No —exclamó Eliseo—. No es así de fácil. Tenemos que hablar con el encargado de la fiscalía. Usted tiene que firmarnos los papeles.
—No importa, don; haré lo que ustedes me pidan con tal de que el niño tenga un hogar.
Y salieron…
Después de casi dos horas de espera consiguieron entrar a la oficina del funcionario, hombre maduro y regordete, con la frente amplia y un brillo estupendo en el cráneo despojado por completo de cabellos. Los recibió con gentileza, les explicó los requisitos legales, que figuraban explícitos en una hoja de papel de oficio escrita a máquina por ambos lados, y los invitó a pasar a una oficina contigua en donde el juez y el abogado de oficio, en audiencia breve, con no más formalidades que la lectura del documento, la toma del juramento y las respuestas positivas de las partes, dieron paso a la firma del acuerdo que dejaba sin hijo a Claudia y con uno como caído del cielo a la pareja.
Cuando abandonaron la fiscalía Claudia dio al hijo su último adiós con un tierno beso en la frente y de sus ojos brotaron lágrimas que humedecieron la mejilla izquierda del infante. Después dio media vuelta y se marchó sin despedirse de los adultos. A sus espaldas dejaba una estela opresiva de llanto sin consuelo, y Tatica no pudo evitar expresarle su solidaridad con un poco del suyo.
Fue así como Ismael pasó a formar parte integrante de aquella familia de apenas tres miembros. La mañana en que él lloró de miedo en tres ocasiones, Eliseo estaba ausente. Había salido temprano a sus labores de rigor. Tatica repartía su tiempo entre los preparativos para el almuerzo, la atención a los demás quehaceres del hogar y el cuidado del hijo adoptivo. Volvió a entrar a la vivienda, tomó a Ismael entre sus brazos, se sentó en una de las mecedoras de la sala y empezó a mecerlo, dándole palmaditas en los glúteos. En escasos minutos Ismael quedó plenamente dormido. Entonces Tatica se paró del asiento para ir a acostarlo y, por puro hábito, tiró la mirada hacia afuera por la puerta lateral que daba al patio. Allá, por la vuelta del camino, alcanzó a ver al esposo haciendo ademanes, como conversando con alguien. La curiosidad la indujo a acostar al niño tan pronto como pudo. Necesitaba averiguar con quién conversaba su marido. Salió del dormitorio, se paró en medio de la sala, lanzó otra vez la vista hacia afuera.
Una mujer se perdía entre los matojos que camuflaban el camino.
Eliseo entró con disimulo, procurando no exhibir el desconcierto que lo embargaba. Se notaba agobiado. Tatica lo abordó resuelta y sin rodeos:
—¿Con quién hablabas allá afuera?
—Con nadie.
—¡No me mientas! Vi perfectamente que hablabas con una mujer.
Elíseo inclinó a tierra la cabeza. Estaba acorralado. Comprendió que le sería imposible negar lo sucedido. Exhaló un suspiro, y dijo:
—Era ella.
—¿Quien?
—La mujer de los ojos de sapo.
Tatica lo miró con visos de asombro y luego, con voz firme, cual jefe que emite ante subalterno una explícita orden, le espetó:
—Vete a alcanzarla. Dile que no se atreva a entrar de nuevo a nuestro patio. Háblale claro, Eliseo. Dile que recuerde y respete el trato que hicimos.
Elíseo obedeció como mero soldado. Alcanzó a Claudia más allá del primer recodo. La encontró arrimada al tronco de un árbol, con sus grandes y desorbitados ojos repletos de angustia. Ya junto a ella no encontraba cómo decirle. Claudia lo observó con mirada de cachorro asustado. Eliseo introdujo sus manos en los bolsillos delanteros del pantalón, sacó de ellos unas pocas monedas y, mostrándolas a la mujer, le dijo:
—Tómelas, son para usted. Y no vuelva más por aquí, por favor. Recuerde que hemos hecho un trato.
—No señor, muchas gracias —objetó la mujer—. Y, por favor, perdóneme. Yo solo quería ver a mi hijo aunque fuese una vez más en mi vida.
Y, dando la espalda, continuó el trayecto rumbo a las afueras del poblado. Caminaba despacio, como buey cansado, arrastrando su inusitada carga de dolor. Se perdía ya en el siguiente recodo del camino cuando sonó la voz de Tatica:
—¡Oiga, no vuelva a asustar al muchacho porque si vuelve la mataré!
Pero Claudia no la oía, la ensordecía el dolor.
Revista Dúnamis Año 11 Número 18 Julio 2017
Páginas 10-15