Luna Sangrante

Autor:  Emanuel Silva Bringas
             Lima – Perú

 

LUNA SANGRANTE

 

    Azorado y confundido, viendo todas sus esperanzas de repentino aplastadas, supo que su fin le había llegado. Jactanciosa su Reina, encumbrada en medio del corro, decretaba su sentencia. No, jamás se le acusó de crimen alguno, jamás se le encontró culpable de nada. Tan solo, y sin anticipo alguno de nada, lo arrastraron hasta allí, para que la Reina le pronuncie el decreto mediante el cual quedaba del todo desterrado. Echarlo al bosque aquel, era igual que lanzarlo al olvido. Ese lugar tan tétrico del cual, si algún prodigio lograba traer a alguno de vuelta, jamás lo hacía en sus cabales. Nadie volvió a saber de él, en pocas semanas se esfumó del todo la memoria de su nombre, muchas lunas trascurrieron, y jamás el corazón de aquella reina sintió el más mínimo remordimiento por lo acontecido en aquel día.

    Pero no fue lo perpetrado por la Reina lo más inusitado que llegó a ver aquella próspera comarca. Una noche, de aquellas con máximo esplendor lunar, todo en el horizonte se llenó de una marcha solemne. No eran trompetas como se hacía cuando ella salía por las calles, eran ululatos para muchos desconocidos. Un sonido que causó una confusa histeria entre la mayoría. La realeza, no obstante, bien sabía de dónde procedían tales sonidos, y no se sabría decir cual desconcierto era mayor: si el de aquellos cuya zozobra residía en lo ignoto, o el de aquellos que jamás habían oído llevando compás y solemne ritmo, algo tan salvaje como los tales alaridos.

    La plaza principal atestiguó, siendo que por curiosos o medrosos todos estaban fuera de sus aposentos, la llegada de un galante caballero, gracia y garbo desbordando. Un traje de sastre, magistral corte y confección, tela tan fina como nadie conocía, de un negro azabache acariciado por la luz de la luna. En su siniestra portaba un gran anillo, cuyo lujo se confundía con la majestuosa cabeza de su bastón, la cual conferíale apariencia de cetro. Su sombrero de copa era algo alto e impedía mirarle de lejos a los ojos, fue para todos perplejidad. Difícil decir qué cautivaba más su vista, si la finura del traje, o del aun más delicado pelaje que cubríale por debajo.

    Con tremenda soltura, aquel personaje se trepó a lo alto de la suntuosa pileta sin mojarse, y desde allí quitándose el sombrero, hizo a todos una venia. Vieron entonces por unos instantes la plenitud de su rostro: ojos, puntiagudas orejas y hocico, con el cual también empezó a enunciar, con una voz tan grácil que el más elocuente orador envidiaría, y dejando entrever el brillo del marfil en sus fauces:

    – Palma pesada es la gloria regia.
     ¡Ay de aquel!
     que sus caprichos no quiera ovacionar.
     Allá afuera el olvido es eterno.
     Rige todo el frío y la hostilidad.
     Nada importan la probidad de tus hechos
     ni la más acérrima integridad
     acumulada en el alma.
     En esta comarca nada rige
     sino tan solo el antojo,
     veleidad de corazón.

    Y así, en tanto estaban todos atónitos, todas sus bestias se habían desplegado por el lugar, escrudiñando muy de cerca a todos los villanos, mas sin llegar hasta al cortejo. Ella oteaba de lejos, aún sin dar crédito a sus ojos y oídos, preguntándose si acaso esa insólita y extravagante criatura sería el infeliz aquel del cual se cansó, como de tantos otros, mostrándose a la postre indómito ante sus designios. Después de haber sido contemplado largo rato en tensión incierta, proclamó:

    – ¡Vedme aquí!
     Al cual lanzaron cual bazofia
     ¡A mí! que hicieron morar en las sombras
     Mirad lo que el Bosque me ha hecho
     ¡Vedme aquí!
     El olvido no me ha vencido
     De su inclemencia y abuso
     he conseguido retornar.
     Demando ahora justicia
     Traed ante mí su corona
     Atadla de pies y manos
     Dejad indefensa su vida ante mis zarpas
     Ponedme a la inconmovible por pedestal.

    En estupor petrificados continuaron. La Reina no obstante, reaccionó de súbito, ordenando su presta huída. Entonces él se mostró ante todos boqui… con el hocico abierto, como si no esperase lo sucedido. Acto seguido olvidó a los mirones en derredor y danzando presumido por todo el borde de la pileta, empezó a cantar melodías primaverales. Conforme su canto se desplegaba, detrás, apenas perceptible, se desataban las estrepitosas estridencias del juicio. Feraces criaturas, alaridos de terror, colmillos que no se ablandaban ni ante el gimoteo más suplicante y lastimero. A mayor desborde de sangre, más coqueto su contorneo, y con mayor elegancia y rapidez bamboleaba su cola. En medio del crescendo alzó su nariz, captó un vaho a la distancia. Sí, el humor de hombres contra hombres. Unos cuantos villanos escaparon y echándose furiosos sobre el cortejo, intentaban derribar las andas. Sabiendo que ella podía ver ya su hora llegar sobre sí, extasiado, no pudo contener su nota más salvaje, una vez más todo se detuvo por completo, bestias y hombres; se alzó rayente hasta el cielo, irrumpiendo hasta el último rincón de cada casa, retumbando en la médula de cada corazón, hombres y bestias, su más gutural y luengo aullido.

   Llegado lo más oscuro de la noche, él no estaba más en la pileta. La trajeron ante su presencia, sujetándola por los brazos. O habían olvidado sus especificaciones, o nadie consiguió amarras. Su cabeza gacha empero, daba cuenta de que su peso reposaba sobre su cerviz cual cepo. Y así, como si de cierto hubiese un yugo macizo sobre ella, con abrumador esfuerzo alzó su rostro, apenas lo suficiente para mirarle con un solo ojo. Se bajó del trono sobre el cual estaba parado, se agachó acercando su húmeda nariz a la suya, para escuchar de inmediato la pregunta, débil como un suspiro:

     – ¿Eres tú, Rico?
   Soltó una risilla condescendiente, puso a volar su sombrero, despojose de sus finas telas, dejándolas caer dobladas sobre sus edecanes. Con una reverencia ofreciole, su bastón.
     – Contempla pues el fruto de tu infame tropelía. Yo, lealtad eterna para ti, hasta que sin razón me entregaste al olvido.

    Con un grácil brinco volvió a treparse al regio asiento, y con brazos extendidos y blanca lumbre en derredor, triunfante proclamó:

       – Luna Sangrante
        para siempre memorada
        me arrojaron a los lobos, cual maleante
        y hoy por ti volví, liderando la manada.

   Múltiples aullidos prorrumpieron, ovación saturando la sala, bestial jolgorio. Acercó a ella ávido sus nacaradas fauces; devoró sus carnes por completo.

              

Revista Dúnamis   Año 11   Número 17   Mayo 2017
                                   Páginas 28-31

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