La ocurrencia de Mundito

Autor:  “Juan Clamor”
             Villa Bisonó – R. Dominicana

 

La ocurrencia de Mundito

            Yo no le creí. Me pareció improbable que a tan temprana edad pudiera tenerse el coraje de concretizar semejante amenaza, y más sabiéndome conocedor de su carácter taciturno y timorato. Así que me limité a aconsejarle que desterrara de su mente el asunto porque era cosa de adultos y dudé hasta el último instante de su determinación para protagonizar el hecho. Por eso, cuando recibí la noticia quise comprobar de inmediato y por cuenta propia la veracidad de lo escuchado en boca de Abelino. Así que salí de casa y tomé la calle  a paso doble en dirección norte, procurando llegar cuanto antes al destacamento policial.

            Mientras avanzaba acariciaba la esperanza de que lo que me había contado Abelino no fuera cierto en  absoluto. “Después de todo, la gente casi siempre exagera cuando cuenta”, razoné. Confieso sinceramente que aquel razonamiento me  envolvió en superfluo optimismo y deseo inútil de que el hecho no hubiera acaecido de manera alguna. Pero no fue más que eso, y el tiempo pronto se encargó de trocar la efímera esperanza en crudo desengaño.

            Por aquel entonces Mundito contaba con apenas ocho años de edad. Su padre había muerto cuatro años antes en una riña producto de una acalorada y superflua discusión entre galleros fanáticos. A raíz de aquel suceso se desencadenaron otros hechos de sangre que costaron la vida a varios individuos de ambos sexos y que obligaron a Carmela, madre de Mundito, a recoger sus tereques y a su único hijo y emigrar, yendo  a parar a aquel tranquilo barrio en donde convivíamos en calidad de vecinos. Poco tiempo bastó para que en casa nos encariñáramos con el muchacho. Procuré tratarlo con dignidad y, con el tiempo, me gané su confianza. Mundito era al extremo introvertido, pero no tenía vergüenza de hablarme y me contaba algunas cosas que seguramente a otros no les decía. Como yo no tenía hijos me acostumbré a salir con él de cuando en veces, previo permiso de parte de su madre. Salíamos de pesca, íbamos juntos al béisbol y a otras actividades afines. Eso sí, Mundito siempre me obedeció: “Mundito estese tranquilo: Sí tío. Mundito deje eso ahí: Está bien tío. Mundito ven acá: Ahora voy tío. Mundito vayámonos que ya es tarde: De acuerdo tío…”. Y aunque al principio me incomodaba el que me llamara tío sin que yo lo fuera terminé aceptándolo porque pensé que tal vez así contribuía a conjurar aquel vacío paterno en el que sin dudas se encontraba inmerso su infantil espíritu.

            Andábamos de pesca el día en que me habló del asunto. Habíamos salido mucho antes del nacimiento del sol, cañas en manos, cabezas cubiertas por sendos sombreros de guano y bien abrigados, procurando prevenir un posible resfriado a consecuencia del frío mañanero. Fuimos dichosos ese día porque antes de que nos dieran las diez ya teníamos capturados suficientes ejemplares como para preparar un buen guiso. Así que nos dispusimos a ello y luego de descamar y destripar algo más de media docena de tilapias de regular tamaño cavamos un hueco en tierra firme, en forma de rampa, recolectamos algunos leños e hicimos candela. Hasta ese momento Mundito y yo nos habíamos concentrado en la pesca y no habíamos hablado mucho, por lo que no me había percatado de su alterado estado de ánimo. Solo después de haber colocado el caldero sobre el fuego me di cuenta de que el muchacho no se sentía bien. Lo miré directo a la cara y le ofrecí mi mejor sonrisa de amigo, pero él evadió la mirada, agachó el rostro, se ajustó el sombrerito y procedió a hacer hoyitos en el suelo usando el cuchillo que tenía entre sus manos, todo como para disimular. Y yo, que ya lo conocía bastante, percibí en aquel gesto evasor indicios de una profunda amargura. Así que le cuestioné con el propósito deliberado de conocer el motivo:

            —¿Te pasa algo, Mundito?

Me respondió que no, pero no levantó el rostro. Yo, por supuesto, no le creí; así que insistí:

            —Me parece que no me estás diciendo la verdad, Mundito. ¿Es que te llamé muy temprano esta madrugada? ¿Acaso no dormiste bien?

            —¡Unju! —respondió, con su rostro aún inclinado a tierra.

    Todo quedó ahí por el momento. Esperamos, consumimos nuestras respectivas raciones y volvimos a la faena. Yo sabía muy bien lo mucho que le gustaba al muchacho que saliéramos juntos y estaba completamente seguro de que aquella no era la razón de su evidente tristeza, pero no continué mis averiguaciones hasta que estuvimos en avanzado camino de retorno:

            —Te noto cansadito, Mundito.

            —Sí, un poco.

            —Pero valió la pena venir, ¿no?

            —Sí.

            —¿Sabes?, te he notado triste todo el día. Tú no eres así, Mundito. ¿Me puedes decir lo que te pasa? Mira que somos algo más que amigos, ¿no?

Mundito escucha, calla y piensa. Camina diez, veinte, tal vez treinta pasos. Al fin decide romper el silencio:

            —Anoche volvió ese hombre a casa, tío.

            —¿Cuál hombre, Mundito, cuál hombre?

            —Uno que va allá de vez en cuando.

            —¡Ah!, no sabía yo eso, muchacho. ¿Y quién es él?

            — No sé. Yo ni la cara se la he visto.

            —¡Vaya! ¿Y cómo sabes que es un hombre?

            —Pues porque sí. Lo oigo hablar con mamá. Hablan bajito, como para que yo no los oiga. Pero yo sí los oigo porque mi cama está cerca. Siempre llega tarde por la noche el tipo ese. A veces oigo a mamá quejarse. Yo creo que él le da golpe, tío. Pero usted verá; una  de estas noches lo agarro mansito y lo destripo como a pollo.

            Fue en aquel momento cuando me ocupé en explicarle que eso era cosa de adultos, que no le diera mente, que si su madre no pedía auxilio o decía algo no era menester preocuparse y que eso no era asunto de niños. El pareció comprender. Llegamos al barrio, nos despedimos amablemente y cada cual a su destino. Pasaron los días y las cosas siguieron su curso normal. Tuvimos varios contactos, pero sin tocar el tema. Creí que Mundito había entendido bastante bien mis explicaciones y aceptado mis sugerencias, pero en cada cabeza hay un mundo y, al parecer, el mundo existente dentro de su infantil cabeza continuó girando en torno a su declarado propósito.

            Aquella mañana, Abelino arribó a casa con su aspaviento y más temprano de lo acostumbrado. Estaba visiblemente alterado, como alguien que recién ha observado una escena de terror. Se sentó en el travesaño de la galería, se llevó ambas manos a la cabeza, pronunció un “¡santo Dios bendito!” y con voz alterada y cara de aturdido, me dijo:

            —¡Carajo Mélido,  anoche malogró Mundito a Bartolo!

            —¿Qué dice usted, Abelino?

            —Lo que oyó, Mélido. Anoche le echaron las tripas afuera al vale. Y yo tanto que le dije que tuviera cuenta, que ese muchachito, así tan callaito, me daba mala espina.

            —¿Y cómo supo usted eso tan temprano, Abelino?

            —Anoche mismo lo llevaron al hospital. Usted sabe que mi hija Pamela es enfermera. Ella atendió con el doctor al herido. Tuvieron que darle más puntos que a una atarraya en remiendo. El cantó quien fue, de inmediato.

            —¿Y qué sabe usted del muchacho, Abelino?

            —Dicen que lo tienen allá, en el cuartel.

            Me decidí a comprobarlo. Marché hacia el destacamento con aquella sincera esperanza enclavada en mi pecho. Caminé sin pausa, aun cuando hube de saludar de palabras a alguno que otro amigo o conocido que iba encontrando en el trayecto. Recuerdo que aquella mañana los bomberos tocaron sirena a destiempo, como para anunciar tragedia. Aquel agudo ruido disparó mis nervios y aceleró mis pasos. A pesar del frescor mañanero llegué al cuartel empapado y agobiado por el esfuerzo. No tuve que preguntar por él. Lo tenían sentado en una silla en la antesala, fuera de celda, escoltado por un miembro de la uniformada. Me reconoció de lejos, le topó en el antebrazo derecho al policía y le dijo algo que no alcancé a escuchar, al tiempo que me señalaba. El agente me ordenó por señas que me acercara y yo le obedecí con ganas mientras intentaba preparar algo qué decir, pero Mundito me ahorró el trabajo al preguntarme:

            —Dígame, tío, ¿es verdad que sigue vivo el hombre?

            —Sí hijo,  está vivo,  por suerte.

            —¡Qué cosas! Y yo que pensaba que mamá ya iba a dormir tranquila.

No pude continuar el diálogo. Coloqué mi diestra sobre su destocada cabecita, acaricié su despeinada cabellera y lloré.

                                

Revista Dúnamis   Año 11   Número 17   Mayo 2017
                                   Páginas 4-7

Comments

comments

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *