Autor: Raúl Galache García
Madrid – España
Carta de Dulcinea a don Quijote
Texto incluido en Torres sobre la arena, libro de relatos editado por Mundi book.
Mi buen caballero:
Ahora, amigo mío, que me llega el momento de la confesión, con la sola esperanza de que por una vez os veáis con mis ojos, he de haceros llegar mis últimas palabras. No son sino un reflejo apagado de quién fui, de quién he sido y de quién a la postre soy.
Yo no nací libre. Yo no pude elegir para mi libertad la soledad de los campos ni el mundanal ruido de las ciudades. Yo no fui princesa Micomicona ni pastora Marcela. No fui la bella dama a quien rechazasteis con noble galantería en aquel castillo que os acogió y que os llenó más de heridas que de la honra que se os debe. No fui la dueña Dolorida que precisaba vuestros servicios. Ellas y otras fueron, mi noble caballero. Yo no. Porque yo nací presa de una quimera. Me alumbró vuestra fantasía, me forjó vuestro fuego de amador y crecí alimentada de palabras prestadas. Nada hay en mí siquiera de la Aldonza que sí fue.
No nací sino para quereros, que para tal misión me hicisteis. Adormecida o resuelta, vivaz o sumisa, una pregunta se me presentaba al principio como la única que requería para mí una respuesta verdadera. ¿Qué os debía? Una vida entretejida en los brazos del sueño, el pedazo de un gajo de fantasía, una existencia de viento y sombra. Eso pensé al principio, mi dulce caballero. Y, por tal motivo, os aborrecí. Os maldije como al padre que no solo olvida las obligaciones de su condición, sino que, valiéndose de la natural potestad que los cielos le otorgan, se vale de ella para hacer de la vida del hijo un medio de satisfacer sus caprichos. Así, como quien se ve entre muros altos, privada de luz y aire, acallados los gritos y sofocados los suspiros, viví al principio, como la sombra sin la luz que la crea.
En tanto que de este modo veía yo mi débil y aún breve existir, vos iniciabais el camino que vuestra nobleza os dictaba. Liberasteis a un pobre muchacho y me ofrecisteis vuestra gesta como ofrenda. “Sobre las bellas bella”, decíais de mí. Descubrí después otros gestos que fueron ablandando mi corazón de mármol. Vuestro desmedido ayuno, las cadenas de aquellos ingratos galeotes transformadas en prendas de amor, vuestra vida puesta en la balanza de las armas por defender mi hermosura. Muestras de fidelidad no faltaron, una fidelidad en la que vos no ganabais nada, pues no recibíais de mí más premio que el de vuestra propia conciencia. Así sucedió que una noche, mientras vuestra cabeza descansaba en dulce sueño, me vi con vuestros ojos. Fue como la revelación de un loco que, de pronto, ve alumbrados sus sueños por un fino haz de luz. La simpar Dulcinea, discreta y hermosa, modelo de cuantas aspiran a ser amadas por caballeros. ¿Quién no cambaría una existencia tal, aun siendo esta un soplo del alma, por años de tierra, polvo y escarcha? Ni el tiempo ni la distancia, ni el sol en verano ni la nieve en invierno, ni el sudor en el campo ni las intrigas de la corte; nada. Nada podía tocarme. Ni nadie, sino el aliento de vuestra imaginación.
Fue entonces cuando empecé a entregarme a vos. No lo hice de pronto, que el castillo no se toma sin asedio. En esta insólita batalla, mi voluntad ha sido doblegada por vuestra constancia. Así me tenéis ahora, a vuestros pies rendida, señora y sierva, a un tiempo deidad y criatura de vuestros pensamientos. Confieso al fin que os debo cuanto tengo.
Fueron tantos los prodigios de los que fui testigo, tantos los portentos que vivimos juntos, mi dulce amigo: las maravillas de la cueva de Montesinos, el vuelo de Clavileño, los despiadados encantamientos del gigante Malambruno. Crecían por doquier la honra de vuestro nombre y la fama del mío. Hasta que vuestras andanzas os llevaron a la costa del mar, donde os halló el Caballero de la Blanca Luna. Apostasteis una vez más vuestra vida por defender mi hermosura sin rival. A vuestros ojos, es tal mi perfección que obligáis a creerla sin haberla visto, tomando la fe por presupuesto. Aquella playa de Barcelona fue la de Troya para vos. Aún con la punta de la lanza enemiga en el cuello, estabais dispuesto a entregar el cuerpo y el alma por mi belleza. No lo exigió de tal modo el de la Blanca Luna, y acaso fue más cruel su pena que la de la muerte, pues ahora estáis postrado en vuestro lecho, relegado en el pueblo que os vio nacer, privado del noble ejercicio de la caballería, sumido en un sueño del que despertaréis en breve punto.
Vuestra vida se acaba y con ella la mía. Si, como os he dicho, por vos tengo la vida, sé que por vos he de morir. Pero dadme, cielos, aliento para concluir mis palabras. Ciertamente, no son palabras, que no tienen peso en el aire ni relieve en el papel. Pensamientos son que viajan en el lago de vuestro reposo. Tal vez sea el nuestro un amor sin objeto, un cielo que no abraza tierra alguna, un amor que no se alimenta de las naturales caricias y besos que dan cuerpo al sentimiento. Tal vez sea así. Sin embargo, cuántos son los amantes que venderían cada mirada, cada caricia, cada beso, por abandonar la carne mortal y ser mente con mente, amor con amor, alma con alma.
No abráis aún los ojos, Caballero de la Triste Figura, pues, en haciéndolo, sufriréis vuestra última derrota ante quien solo es hidalgo de lanza en astillero. Aguardad un punto, que algo más he de deciros. Antes de que despertéis y con la luz del mundo llegue la de la cordura —si es que ésta es tal y no son todos necios conjurados contra nosotros—, antes de que abráis los ojos y estos ya no sean los vuestros, os hago un ruego, el último, el primero, el único: mientras esperamos la muerte que a los dos nos ha de llegar en breve, regaladme vuestro afán postrero, vuestro último anhelo, vuestro último pensamiento. Si así lo hacéis, tal vez haya un instante para los dos que nos desligue del mundo y que, al fin, nos haga eternos.
Vuestra siempre,
Dulcinea, la señora de vuestros pensamientos.
Revista Dúnamis Año 11 Número 16 Marzo 2017
Página 28-30