Autor: David Pérez Núñez
Sto. Domingo – R. Dominicana
La Casa del Poeta
Las astillas volaron por los aires, fuimos todos a ver que paso en casa del poeta. Tocamos la puerta, una mujer nos condujo entre libros de pergaminos carcomido por las ratas, destruidos por el mojo. Tomé del estante que daba hacia un pasillo las obras completa de Schopenhauer. Una página suelta, ilegible prefiguraba un poema de Eliot.
La mujer de cuerpo flácido, quien en otro escenario debió ser una tigresa, narró lo sucedido. Lo dijo entre lágrimas, con sentimiento de culpa, intenté consolarla, arrebatarle la rabia contenida, pero no pude, entonces se entregó en llanto a contar los hechos.
Mi marido a quienes todos le confiaban sus más recónditos anhelos, fue un intelectual de fuste, eso le oí decir a muchos poetas y artistas plásticos. Venían hasta nuestra casa a corregir un verso, una línea del cuadro que no los convencía, quedaban por semana, le preparábamos su habitación, una buhardilla como le gustaba decir algunos de ellos.
La tragedia llegó con un joven poeta, alto, fuerte, de modales un poco toscos. Le dijo a mi esposo que venía para hacerle una serie de entrevistas, luego ellas serían publicadas en un suplemento dominical. Le preparamos como a los otros su buhardilla.
Su comportamiento siempre fue comedido, conversaban hasta alta hora de la noche, los griegos era su tema recurrente, en especial Homero, su trato con mi esposo fue siempre paternal. Antonio era un hombre dado a la bebida, realmente era su única pasión fuera de la literatura. El joven poeta, se hacía llamar Adrián, en homenaje a un escritor griego. El joven inquiría con los ojos, mi gran debilidad. Cuando caminaba hacia la cocina sentía sus ojos no separarse ni por un segundo de esa parte de mi cuerpo que tanto le atraía
Una noche Adrián, se quedó a conversar con Antonio, esta vez mi marido había perdido el control en la bebida, también Adrián flaqueó en el control de sí mismo. Adrián habló esa noche como nunca, pontificó, alabó a Antonio de una manera, que me pareció exagerada. Cuando el calor de los tragos fueron menguando, el no dejó de mirarme de una manera insolente, podría decir que de un modo casi perverso.
Llevamos entre los dos a Antonio hasta su habitación, en el camino, por los pasillos, nuestros cuerpos se tocaban involuntariamente, el rose me dejaba una sensación afrodisíaca en mi cuerpo, que no sabía cómo ocultar. No lo acordamos, era una necedad ponerse de acuerdo, además de una pérdida de tiempo.
Sentí sus manos negras bajar por mi espalda, tocar sin prisa mis glúteos, le pregunte si él entendía que Antonio estaba lo suficientemente dormido. Me respondió balbuceando entre la desesperación y el placer, que lo conocía tan profundamente, que sabía en ese momento lo que el soñaba. Hizo una descripción vehemente del conocimiento sobre mi esposo, en un ataque de rabia, dijo: el sueña a esta hora que nos hemos perdido en medio de su biblioteca y que hacemos el amor entre sus libros, sobre nosotros caen tomos completos de obras de filósofos. En otro pasillo de su biblioteca narradores de cuentos mágicos se abalanzan sobre nosotros, ve entre sueños como los mejores poetas nos miran desde sus estantes.
El sueño al final es trágico dijo, Antonio se levanta esa noche a buscar el libro de poema con que ganó un premio en España. Un verso no lo dejaba dormir, le inquietaba lo muy rimada de sus líneas en el poema. Pero en el instante que va a tomar el libro en sus manos, se percata de nuestros cuerpos enredados entre sus libros.
Antonio guardaba cercano a la puerta un galón de Kerosen, junto a una caja de fósforo por si el alumbrado fallaba, por lo que huyó hacia la puerta regresando con el galón en mano, luego tomó la terrible decisión de rociar toda su biblioteca y encenderla junto a Adrián y a mí. Pude escapar porque conocía las puertas que daban hacia fuera de ese laberinto. El cuerpo del joven poeta lo encontraron abrazado a un breve libro de poemas cuyo autor desconozco. El libro se titula El oscuro rito de la luz.
Revista Dúnamis Año 11 Número 16 Marzo 2017
Página 25-27