Monthly Archives: June 2017

Otoño

Autor:   Jsoe Batazos
              Valencia – Venezuela

Otoño

En el otoño, palidece el alba
y las hojas deslizan lentamente
el suave elixir de su vida ausente
y lagrimea la enramada calva.

Cuando el tenue barniz cubre la malva
se opaca el cielo sin mirar de frente,
por cada arruga añeja ambivalente
una hoja amarillenta, el viento ralba.

El calendario va mudando hojas,
en el otoño hostil, silencios llaman
arrebatando el tiempo al minutero.

El árbol triste, entre las carnes flojas,
Junto al retrato amarillento aclaman
tu última sombra, viejo limonero.
y este… ¿podrían ser estos dos?

 

Revista Dúnamis   Año 11   Número 17   Mayo 2017
                                   Página 8

La ocurrencia de Mundito

Autor:  “Juan Clamor”
             Villa Bisonó – R. Dominicana

 

La ocurrencia de Mundito

            Yo no le creí. Me pareció improbable que a tan temprana edad pudiera tenerse el coraje de concretizar semejante amenaza, y más sabiéndome conocedor de su carácter taciturno y timorato. Así que me limité a aconsejarle que desterrara de su mente el asunto porque era cosa de adultos y dudé hasta el último instante de su determinación para protagonizar el hecho. Por eso, cuando recibí la noticia quise comprobar de inmediato y por cuenta propia la veracidad de lo escuchado en boca de Abelino. Así que salí de casa y tomé la calle  a paso doble en dirección norte, procurando llegar cuanto antes al destacamento policial.

            Mientras avanzaba acariciaba la esperanza de que lo que me había contado Abelino no fuera cierto en  absoluto. “Después de todo, la gente casi siempre exagera cuando cuenta”, razoné. Confieso sinceramente que aquel razonamiento me  envolvió en superfluo optimismo y deseo inútil de que el hecho no hubiera acaecido de manera alguna. Pero no fue más que eso, y el tiempo pronto se encargó de trocar la efímera esperanza en crudo desengaño.

            Por aquel entonces Mundito contaba con apenas ocho años de edad. Su padre había muerto cuatro años antes en una riña producto de una acalorada y superflua discusión entre galleros fanáticos. A raíz de aquel suceso se desencadenaron otros hechos de sangre que costaron la vida a varios individuos de ambos sexos y que obligaron a Carmela, madre de Mundito, a recoger sus tereques y a su único hijo y emigrar, yendo  a parar a aquel tranquilo barrio en donde convivíamos en calidad de vecinos. Poco tiempo bastó para que en casa nos encariñáramos con el muchacho. Procuré tratarlo con dignidad y, con el tiempo, me gané su confianza. Mundito era al extremo introvertido, pero no tenía vergüenza de hablarme y me contaba algunas cosas que seguramente a otros no les decía. Como yo no tenía hijos me acostumbré a salir con él de cuando en veces, previo permiso de parte de su madre. Salíamos de pesca, íbamos juntos al béisbol y a otras actividades afines. Eso sí, Mundito siempre me obedeció: “Mundito estese tranquilo: Sí tío. Mundito deje eso ahí: Está bien tío. Mundito ven acá: Ahora voy tío. Mundito vayámonos que ya es tarde: De acuerdo tío…”. Y aunque al principio me incomodaba el que me llamara tío sin que yo lo fuera terminé aceptándolo porque pensé que tal vez así contribuía a conjurar aquel vacío paterno en el que sin dudas se encontraba inmerso su infantil espíritu.

            Andábamos de pesca el día en que me habló del asunto. Habíamos salido mucho antes del nacimiento del sol, cañas en manos, cabezas cubiertas por sendos sombreros de guano y bien abrigados, procurando prevenir un posible resfriado a consecuencia del frío mañanero. Fuimos dichosos ese día porque antes de que nos dieran las diez ya teníamos capturados suficientes ejemplares como para preparar un buen guiso. Así que nos dispusimos a ello y luego de descamar y destripar algo más de media docena de tilapias de regular tamaño cavamos un hueco en tierra firme, en forma de rampa, recolectamos algunos leños e hicimos candela. Hasta ese momento Mundito y yo nos habíamos concentrado en la pesca y no habíamos hablado mucho, por lo que no me había percatado de su alterado estado de ánimo. Solo después de haber colocado el caldero sobre el fuego me di cuenta de que el muchacho no se sentía bien. Lo miré directo a la cara y le ofrecí mi mejor sonrisa de amigo, pero él evadió la mirada, agachó el rostro, se ajustó el sombrerito y procedió a hacer hoyitos en el suelo usando el cuchillo que tenía entre sus manos, todo como para disimular. Y yo, que ya lo conocía bastante, percibí en aquel gesto evasor indicios de una profunda amargura. Así que le cuestioné con el propósito deliberado de conocer el motivo:

            —¿Te pasa algo, Mundito?

Me respondió que no, pero no levantó el rostro. Yo, por supuesto, no le creí; así que insistí:

            —Me parece que no me estás diciendo la verdad, Mundito. ¿Es que te llamé muy temprano esta madrugada? ¿Acaso no dormiste bien?

            —¡Unju! —respondió, con su rostro aún inclinado a tierra.

    Todo quedó ahí por el momento. Esperamos, consumimos nuestras respectivas raciones y volvimos a la faena. Yo sabía muy bien lo mucho que le gustaba al muchacho que saliéramos juntos y estaba completamente seguro de que aquella no era la razón de su evidente tristeza, pero no continué mis averiguaciones hasta que estuvimos en avanzado camino de retorno:

            —Te noto cansadito, Mundito.

            —Sí, un poco.

            —Pero valió la pena venir, ¿no?

            —Sí.

            —¿Sabes?, te he notado triste todo el día. Tú no eres así, Mundito. ¿Me puedes decir lo que te pasa? Mira que somos algo más que amigos, ¿no?

Mundito escucha, calla y piensa. Camina diez, veinte, tal vez treinta pasos. Al fin decide romper el silencio:

            —Anoche volvió ese hombre a casa, tío.

            —¿Cuál hombre, Mundito, cuál hombre?

            —Uno que va allá de vez en cuando.

            —¡Ah!, no sabía yo eso, muchacho. ¿Y quién es él?

            — No sé. Yo ni la cara se la he visto.

            —¡Vaya! ¿Y cómo sabes que es un hombre?

            —Pues porque sí. Lo oigo hablar con mamá. Hablan bajito, como para que yo no los oiga. Pero yo sí los oigo porque mi cama está cerca. Siempre llega tarde por la noche el tipo ese. A veces oigo a mamá quejarse. Yo creo que él le da golpe, tío. Pero usted verá; una  de estas noches lo agarro mansito y lo destripo como a pollo.

            Fue en aquel momento cuando me ocupé en explicarle que eso era cosa de adultos, que no le diera mente, que si su madre no pedía auxilio o decía algo no era menester preocuparse y que eso no era asunto de niños. El pareció comprender. Llegamos al barrio, nos despedimos amablemente y cada cual a su destino. Pasaron los días y las cosas siguieron su curso normal. Tuvimos varios contactos, pero sin tocar el tema. Creí que Mundito había entendido bastante bien mis explicaciones y aceptado mis sugerencias, pero en cada cabeza hay un mundo y, al parecer, el mundo existente dentro de su infantil cabeza continuó girando en torno a su declarado propósito.

            Aquella mañana, Abelino arribó a casa con su aspaviento y más temprano de lo acostumbrado. Estaba visiblemente alterado, como alguien que recién ha observado una escena de terror. Se sentó en el travesaño de la galería, se llevó ambas manos a la cabeza, pronunció un “¡santo Dios bendito!” y con voz alterada y cara de aturdido, me dijo:

            —¡Carajo Mélido,  anoche malogró Mundito a Bartolo!

            —¿Qué dice usted, Abelino?

            —Lo que oyó, Mélido. Anoche le echaron las tripas afuera al vale. Y yo tanto que le dije que tuviera cuenta, que ese muchachito, así tan callaito, me daba mala espina.

            —¿Y cómo supo usted eso tan temprano, Abelino?

            —Anoche mismo lo llevaron al hospital. Usted sabe que mi hija Pamela es enfermera. Ella atendió con el doctor al herido. Tuvieron que darle más puntos que a una atarraya en remiendo. El cantó quien fue, de inmediato.

            —¿Y qué sabe usted del muchacho, Abelino?

            —Dicen que lo tienen allá, en el cuartel.

            Me decidí a comprobarlo. Marché hacia el destacamento con aquella sincera esperanza enclavada en mi pecho. Caminé sin pausa, aun cuando hube de saludar de palabras a alguno que otro amigo o conocido que iba encontrando en el trayecto. Recuerdo que aquella mañana los bomberos tocaron sirena a destiempo, como para anunciar tragedia. Aquel agudo ruido disparó mis nervios y aceleró mis pasos. A pesar del frescor mañanero llegué al cuartel empapado y agobiado por el esfuerzo. No tuve que preguntar por él. Lo tenían sentado en una silla en la antesala, fuera de celda, escoltado por un miembro de la uniformada. Me reconoció de lejos, le topó en el antebrazo derecho al policía y le dijo algo que no alcancé a escuchar, al tiempo que me señalaba. El agente me ordenó por señas que me acercara y yo le obedecí con ganas mientras intentaba preparar algo qué decir, pero Mundito me ahorró el trabajo al preguntarme:

            —Dígame, tío, ¿es verdad que sigue vivo el hombre?

            —Sí hijo,  está vivo,  por suerte.

            —¡Qué cosas! Y yo que pensaba que mamá ya iba a dormir tranquila.

No pude continuar el diálogo. Coloqué mi diestra sobre su destocada cabecita, acaricié su despeinada cabellera y lloré.

                                

Revista Dúnamis   Año 11   Número 17   Mayo 2017
                                   Páginas 4-7

El Poeta

Autor:  “Miguel Starusk”
             Montería – Colombia

 

EL POETA

Se afirma que el poeta nunca miente,
que es un sabio hacedor de verso y rima,
que carga en sus espaldas el poniente
y su verbo no mata ni lastima.
Se afirma que el poeta es obediente
y si le piden escalar la cima
de la luna, al instante escalará;
¡y se dice que siempre vivirá!

El poeta moldea fantasía
y convierte en crepúsculo la bruma;
va tejiendo de a poco su poesía*
con la rosa, la lluvia o con la pluma.
Él nunca sabe si oscurece el día
o si naufraga el cielo, y, luego, exhuma
esa luz quebrantada del calvario.
¡El poeta tan sólo escribe a diario!

¡Pero vaya que el verso siempre engaña!,
y el poeta se enfrenta al desconcierto;
a veces duda y escribir lo daña,
y a veces ruge su dolor incierto
en la tinta letal de la guadaña.
El que escribe poemas vive muerto
porque deja la vida en el papel
y el dolor de una herida entre la piel.

 

Revista Dúnamis   Año 11   Número 17   Mayo 2017
                                   Página 3

Círculo

Autor:  Leugim Sarertnoc 
             Dajabon – R. Dominicana

 

CÍRCULO

No sabe el cabalista de su suerte
ni del río que fluye por la herida
que los años causaron a la vida
para llenarla de silencio y muerte.

Cual navío que boga al mar profundo,
impredecible y triste como un muerto
sin esperanza de volver al puerto,
así vagan los hombres por el mundo.

El ave montaraz y el hombre humano
volverán, sin saberlo, a su pasado
de soliloquio eterno donde el hado
ya no podrá tocarlo con su mano.

Todo vuelve al lugar de donde vino,
sin extraviar el místico camino.

 

Revista Dúnamis   Año 11   Número 17   Mayo 2017
                                   Página 2

Editorial del Décimo Séptimo Número

 

MI NACIENTE

 

            Heme aquí, perpetua lumbrera. Cuando los mortales despiertan, barcazas para navegar el firmamento no me hacen falta. Mi nacimiento es el ocaso, y hacia mi saliente me extiendo imparable. Al tocarla, no me queda más sino volver a nacer. Trasgresor me dicen; solo soy un círculo vicioso de mí mismo. Los haces de mi presencia llegan cada vez más lejos. No hay cueva ni gruta gutural que pueda escapar de mis tentáculos incandescentes y su fuerza trepidante.

       Despunto en Quisqueya, albor me fija por güey en lontananza; arráigome con vigor escalante, y con cada palpitar las aguas caribeñas se me tornan mares europeos y a la inversa. Sobre las ondas tirrenas mi presencia centella. ¡Eureka! Espejos ustorios que hubiesen consumido el mundo, de haber contado con mi brillo: mis cantos insulares truenan también en Sicilia. Mi arribo acaeció cerca a las frías aguas limeñas, ahora me distiendo hasta el Belo Horizonte, siempre hacia mi naciente. Truenan mis remeras al batir, buscando avistar las aguas atlánticas, atisbo un Novo Lima, ¡círculos y círculos! Estoy ebrio en mi propia savia. ¡I-o; i-o! No veo poniente, no existen confines fuera de mí. Mi extensión hacia oriente es eterna, nada detiene a mi lumbre en su persecución. Soy fulgor que jamás se oculta; soy día inacabable. Letra a letra, poco a poco, mi llama se habrá prendido en todo, mi calor tendrá a todos a henchidos al límite. No les quedará pues otro camino: Eternidad, será dunamitado el cosmos.

 

Alter ego

 

 

Revista Dúnamis   Año 11   Número 17   Mayo 2017
                                   Página 1

Ex-halo

Autor:  Emanuel Silva Bringas
             Lima – Perú

EX-HALO

¿Y si tan solo abrimos los puños?
exponiendo palmas vetustas y exhaustas
¿Si dejamos ya el aire infatuo del guerrero?
Si laxamos el encono, el férreo ímpetu del sobreviviente
¿Si olvidamos el mañana y sus vagas promesas?

Si aflojamos el hálito,
y abrazamos la ventisca del presente
¿Si nos dejamos caer sobre la arena, impávidos?
Si dejamos ir el esfuerzo
¡Que nos abrase la solana!
Que se fundan nuestros nombres con este desierto
¿Será que así hallará final,
por fin,
el hastío?

              

Revista Dúnamis   Año 11   Número 16   Marzo 2017
                                   Página 31

Carta de Dulcinea a don Quijote

Autor:  Raúl Galache García
             Madrid – España

Carta de Dulcinea a don Quijote

Texto incluido en Torres sobre la arena, libro de relatos editado por Mundi book.

Mi buen caballero:

Ahora, amigo mío, que me llega el momento de la confesión, con la sola esperanza de que por una vez os veáis con mis ojos, he de haceros llegar mis últimas palabras. No son sino un reflejo apagado de quién fui, de quién he sido y de quién a la postre soy.

Yo no nací libre. Yo no pude elegir para mi libertad la soledad de los campos ni el mundanal ruido de las ciudades. Yo no fui princesa Micomicona ni pastora Marcela. No fui la bella dama a quien rechazasteis con noble galantería en aquel castillo que os acogió y que os llenó más de heridas que de la honra que se os debe. No fui la dueña Dolorida que precisaba vuestros servicios. Ellas y otras fueron, mi noble caballero. Yo no. Porque yo nací presa de una quimera. Me alumbró vuestra fantasía, me forjó vuestro fuego de amador y crecí alimentada de palabras prestadas. Nada hay en mí siquiera de la Aldonza que sí fue.

No nací sino para quereros, que para tal misión me hicisteis. Adormecida o resuelta, vivaz o sumisa, una pregunta se me presentaba al principio como la única que requería para mí una respuesta verdadera. ¿Qué os debía? Una vida entretejida en los brazos del sueño, el pedazo de un gajo de fantasía, una existencia de viento y sombra. Eso pensé al principio, mi dulce caballero. Y, por tal motivo, os aborrecí. Os maldije como al padre que no solo olvida las obligaciones de su condición, sino que, valiéndose de la natural potestad que los cielos le otorgan, se vale de ella para hacer de la vida del hijo un medio de satisfacer sus caprichos. Así, como quien se ve entre muros altos, privada de luz y aire, acallados los gritos y sofocados los suspiros, viví al principio, como la sombra sin la luz que la crea.

En tanto que de este modo veía yo mi débil y aún breve existir, vos iniciabais el camino que vuestra nobleza os dictaba. Liberasteis a un pobre muchacho y me ofrecisteis vuestra gesta como ofrenda. “Sobre las bellas bella”, decíais de mí. Descubrí después otros gestos que fueron ablandando mi corazón de mármol. Vuestro desmedido ayuno, las cadenas de aquellos ingratos galeotes transformadas en prendas de amor, vuestra vida puesta en la balanza de las armas por defender mi hermosura. Muestras de fidelidad no faltaron, una fidelidad en la que vos no ganabais nada, pues no recibíais de mí más premio que el de vuestra propia conciencia. Así sucedió que una noche, mientras vuestra cabeza descansaba en dulce sueño, me vi con vuestros ojos. Fue como la revelación de un loco que, de pronto, ve alumbrados sus sueños por un fino haz de luz. La simpar Dulcinea, discreta y hermosa, modelo de cuantas aspiran a ser amadas por caballeros. ¿Quién no cambaría una existencia tal, aun siendo esta un soplo del alma, por años de tierra, polvo y escarcha? Ni el tiempo ni la distancia, ni el sol en verano ni la nieve en invierno, ni el sudor en el campo ni las intrigas de la corte; nada. Nada podía tocarme. Ni nadie, sino el aliento de vuestra imaginación.

Fue entonces cuando empecé a entregarme a vos. No lo hice de pronto, que el castillo no se toma sin asedio. En esta insólita batalla, mi voluntad ha sido doblegada por vuestra constancia. Así me tenéis ahora, a vuestros pies rendida, señora y sierva, a un tiempo deidad y criatura de vuestros pensamientos. Confieso al fin que os debo cuanto tengo.

Fueron tantos los prodigios de los que fui testigo, tantos los portentos que vivimos juntos, mi dulce amigo: las maravillas de la cueva de Montesinos, el vuelo de Clavileño, los despiadados encantamientos del gigante Malambruno. Crecían por doquier la honra de vuestro nombre y la fama del mío. Hasta que vuestras andanzas os llevaron a la costa del mar, donde os halló el Caballero de la Blanca Luna. Apostasteis una vez más vuestra vida por defender mi hermosura sin rival. A vuestros ojos, es tal mi perfección que obligáis a creerla sin haberla visto, tomando la fe por presupuesto. Aquella playa de Barcelona fue la de Troya para vos. Aún con la punta de la lanza enemiga en el cuello, estabais dispuesto a entregar el cuerpo y el alma por mi belleza. No lo exigió de tal modo el de la Blanca Luna, y acaso fue más cruel su pena que la de la muerte, pues ahora estáis postrado en vuestro lecho, relegado en el pueblo que os vio nacer, privado del noble ejercicio de la caballería, sumido en un sueño del que despertaréis en breve punto.

Vuestra vida se acaba y con ella la mía. Si, como os he dicho, por vos tengo la vida, sé que por vos he de morir. Pero dadme, cielos, aliento para concluir mis palabras. Ciertamente, no son palabras, que no tienen peso en el aire ni relieve en el papel. Pensamientos son que viajan en el lago de vuestro reposo. Tal vez sea el nuestro un amor sin objeto, un cielo que no abraza tierra alguna, un amor que no se alimenta de las naturales caricias y besos que dan cuerpo al sentimiento. Tal vez sea así. Sin embargo, cuántos son los amantes que venderían cada mirada, cada caricia, cada beso, por abandonar la carne mortal y ser mente con mente, amor con amor, alma con alma.

No abráis aún los ojos, Caballero de la Triste Figura, pues, en haciéndolo, sufriréis vuestra última derrota ante quien solo es hidalgo de lanza en astillero. Aguardad un punto, que algo más he de deciros. Antes de que despertéis y con la luz del mundo llegue la de la cordura —si es que ésta es tal y no son todos necios conjurados contra nosotros—, antes de que abráis los ojos y estos ya no sean los vuestros, os hago un ruego, el último, el primero, el único: mientras esperamos la muerte que a los dos nos ha de llegar en breve, regaladme vuestro afán postrero, vuestro último anhelo, vuestro último pensamiento. Si así lo hacéis, tal vez haya un instante para los dos que nos desligue del mundo y que, al fin, nos haga eternos.

 

Vuestra siempre,

Dulcinea, la señora de vuestros pensamientos.

 

                              

Revista Dúnamis   Año 11   Número 16   Marzo 2017
                                   Página 28-30

La Casa del Poeta

Autor:  David Pérez Núñez
             Sto. Domingo – R. Dominicana

La Casa del Poeta

 

Las astillas volaron por los aires, fuimos todos a ver que paso en casa del poeta. Tocamos la puerta, una mujer nos condujo entre libros de pergaminos carcomido por las ratas, destruidos por el mojo. Tomé del estante que daba hacia un pasillo las obras completa de Schopenhauer. Una página suelta, ilegible prefiguraba un poema de Eliot.

La mujer de cuerpo flácido, quien en otro escenario debió ser una tigresa, narró lo sucedido. Lo dijo entre lágrimas, con sentimiento de culpa, intenté consolarla, arrebatarle la rabia contenida, pero no pude, entonces se entregó en llanto a contar los hechos.

Mi marido a quienes todos le confiaban sus más recónditos anhelos, fue un intelectual de fuste, eso le oí decir a muchos poetas y artistas plásticos. Venían hasta nuestra casa a corregir un verso, una línea del cuadro que no los convencía, quedaban por semana, le preparábamos su habitación, una buhardilla como le gustaba decir algunos de ellos.

La tragedia llegó con un joven poeta, alto, fuerte, de modales un poco toscos. Le dijo a mi esposo que venía para hacerle una serie de entrevistas, luego ellas serían publicadas en un suplemento dominical. Le preparamos como a los otros su buhardilla.

Su comportamiento siempre fue comedido, conversaban hasta alta hora de la noche, los griegos era su tema recurrente, en especial Homero, su trato con mi esposo fue siempre paternal.  Antonio era un hombre dado a la bebida, realmente era su única pasión fuera de la literatura. El joven poeta, se hacía llamar Adrián, en homenaje a un escritor griego. El joven inquiría con los ojos, mi gran debilidad. Cuando caminaba hacia la cocina sentía sus ojos no separarse ni por un segundo de esa parte de mi cuerpo que tanto le atraía

Una noche Adrián, se quedó a conversar con Antonio, esta vez mi marido había perdido el control en la bebida, también Adrián flaqueó en el control de sí mismo. Adrián habló esa noche como nunca, pontificó, alabó a Antonio de una manera, que me pareció exagerada. Cuando el calor de los tragos fueron menguando, el no dejó de mirarme de una manera insolente, podría decir que de un modo casi perverso.

Llevamos entre los dos a Antonio hasta su habitación, en el camino, por los pasillos, nuestros cuerpos se tocaban involuntariamente, el rose me dejaba una sensación afrodisíaca en mi cuerpo, que no sabía cómo ocultar. No lo acordamos, era una necedad ponerse de acuerdo, además de una pérdida de tiempo.

Sentí sus manos negras bajar por mi espalda, tocar sin prisa mis glúteos, le pregunte si él entendía que Antonio estaba lo suficientemente dormido. Me respondió balbuceando entre la desesperación y el placer, que lo conocía tan profundamente, que sabía en ese momento lo que el soñaba. Hizo una descripción vehemente del conocimiento sobre mi esposo, en un ataque de rabia, dijo: el sueña a esta hora que nos hemos perdido en medio de su biblioteca y que hacemos el amor entre sus libros, sobre nosotros caen tomos completos de obras de filósofos. En otro pasillo de su biblioteca narradores de cuentos mágicos se abalanzan sobre nosotros, ve entre sueños como los mejores poetas nos miran desde sus estantes.

El sueño al final es trágico dijo, Antonio se levanta esa noche a buscar el libro de poema con que ganó un premio en España. Un verso no lo dejaba dormir, le inquietaba lo muy rimada de sus líneas en el poema. Pero en el instante que va a tomar el libro en sus manos, se percata de nuestros cuerpos enredados entre sus libros.

Antonio guardaba cercano a la puerta un galón de Kerosen, junto a una caja de fósforo por si el alumbrado fallaba, por lo que huyó hacia la puerta regresando con el galón en mano, luego tomó la terrible decisión de rociar toda su biblioteca y encenderla junto a Adrián y a mí. Pude escapar porque conocía las puertas que daban hacia fuera de ese laberinto. El cuerpo del joven poeta lo encontraron abrazado a un breve libro de poemas cuyo autor desconozco. El libro se titula El oscuro rito de la luz.

                                

Revista Dúnamis   Año 11   Número 16   Marzo 2017
                                   Página 25-27

Gitana

Autora:  Giann-Poesía
               Buenos Aires – Argentina

Gitana

Al remoto confín del mundo
más allá de los yermos
territorios, a las entrañas
de una tierra áurica helada,
custodiada por altas rocas
de adamantinos lazos en cadenas,
entre elevados picos nevados,
la esmeralda gema de una visión gitana
baja a su dios de las alturas
hasta donde el mismo espíritu fragua
besos en versos que hacen verbo
en la piel argenta de la cual él ama.

   

Revista Dúnamis   Año 11   Número 16   Marzo 2017
                                   Página 24