Autora: Susann Lobato Hoyos
Lima – Perú
La Confesión de un Incendiario
Sé que mi nombre recorrerá, siempre unido al de la diosa, todos los caminos que el tiempo decida delinear en el espacio, y sé que esta conjunción será motivo de asombro y desprecio. Solo quiero dejar que la verdad emerja de las grietas de este cuerpo martirizado por el verdugo, con la esperanza de que se comprenda mi propósito.
Es cierto que más de una vez me echaron del templo porque intenté desvelar su rostro sagrado. No mienten los que afirman que solía fundirme con la multitud en las procesiones que se hacían en honor a ella. Admitiré que, aunque los embates de la sensualidad nunca pudieron doblegarme, se me negó el honor de convertirme en sacerdote de la diosa de la castidad y la luna. Comprendí que solo podía seguir sirviéndole desde el lugar al que me confinaron. Desde la ladera del Koressos, vigilaba incesantemente la casa de la diosa; una construcción tan imponente que parecía alzarse más allá de las nubes y que no palidecía ni ante el esplendor del sol estival.
La fama del templo atrajo visitantes de cada rincón de Jonia, incluso extranjeros que atravesaban el mar para ver a la diosa y ofrecerle ricos presentes. No era raro ver el serpenteante desfile de numerosas estatuas, arcos dorados, pinturas magníficas y hasta alfombras persas. El olor atroz de los sacrificios solía cubrir de pureza toda la ciudad y se elevaba hasta llegar al Olimpo.
No sé si fueron los excesos lujuriosos de las Catagogonias, o las sugerencias veladas de adoradores de la voluptuosa Ishtar, lo que propició la inserción oficial de esclavas sagradas en el templo. En el recinto que resguardó a las indomables amazonas de la furia de Dionisio, se permitiría que estas hetairas yacieran tibiamente con hombres que pudieran ofrendar descomunales fortunas. ¡Se atrevían a infundir la ponzoña de la lascivia en el santuario de una diosa casta! ¿No temían despertar su legendaria sed de venganza?
Después de ser testigo de esta imperdonable profanación, no necesité que la cazadora del Olimpo interrumpiera su sacro silencio para saber que debía acrisolar su casa. Es sabido que el fuego aplaca cualquier impureza y comprendí que, como el más ferviente de sus siervos, estaba llamado a cumplir tal empresa.
El brillo de la luna había cubierto de plata el pequeño riachuelo, cercano al templo. Los guardias estaban entregados al sueño. Decidí que era el momento propicio. Tomé una antorcha sagrada y atravesé el bosque de columnas robustas. La imagen de la diosa frenó mi vertiginoso recorrido. Su velo purpúreo era una delicada barrera que decidí traspasar. Mis labios rozaron su rostro nacarado y acaricié sin prisa sus magníficos pies de cazadora. La Señora de Éfeso me ratificó con su silencio que era preciso acendrar su santuario.
Apartando la vista de su presencia etérea, permití que el fuego besara las canastas con frutas primaverales, los velos dorados, las suaves alfombras, las incontables estatuillas y los oscuros pergaminos de Heráclito (indescifrables para un pastor, como yo, al que no se le reservó el arte de la escritura). Con rapidez inusitada, el fuego lamió las blancas columnas y se encaramó en los capiteles, devorando por completo la bóveda. Las terracotas, que engalanaban el techo, empezaron a desfigurarse por el abrazo nervudo del fuego y los estallidos de la tejas retumbaron por todo el templo. Me aferré, con fuerza titánica, a los pies de mi Señora para recibir la muerte como el más fiel de sus hijos. Sentí que las álgidas manos de Hades me rodeaban, arrastrándome lentamente al vacío; lloré de gratitud porque se me había otorgado la dicha de morir por la diosa, a la que desde mi nacimiento estuve castamente consagrado.
Los primeros rayos de la mañana descansaron tímidamente sobre las ruinas humeantes del otrora espléndido recinto.
—¿Qué confesó Eróstrato, el pastor, antes de morir torturado? —inquirió Artajerjes al jefe de su guardia personal—. ¿Por qué destruyó el templo que abatía con su majestuosidad los palacios más formidables?
—Por la fama solamente, mi señor —respondió con premura un sacerdote de Artemisa.
Revista Dúnamis Año 11 Número 16 Marzo 2017
Páginas 5-6