Autor: David Pérez Núñez
Sto. Domingo – R. Dominicana
El señor Káiser
Al menos para mí era un escape ir hasta la casa del señor Káiser. Solo yo sabía del placer inmenso que me producían las conversaciones que, de tarde en tarde, sostenía con ese hombre que todos daban por excéntrico. Algunos de mis amigos empezaron a sospechar que había perdido el juicio. Pero yo no había advertido nada raro en él. Hasta el día en que, por primera vez se refirió al poder de las palabras; sin saber cómo, me di cuenta de su pequeña estatura y de lo extraviada que era su mirada. Su rostro resplandeció, me explicó que tenía, en distintos estantes, clasificadas de acuerdo a su tamaño, color, forma y peso, las palabras más diversas, ordenadas por el peligro que conlleva su mal uso. Palabras que inspiran dolor, respeto, amor o desprecio, estaban colocadas en los estantes de acuerdo a sus características particulares. Él era consciente de lo que decía y, del único modo en que yo podía penetrar su mundo inanimado, era dejándome llevar del poder envolvente de las historias que me contaba.
La casa del señor Káiser se levantaba sobre un solar amplio y tupido de malezas, con dos escaleras exteriores en su frente que terminaban en una terraza ancha rodeada de helechos. Hacia el interior, una sala opaca con muebles raídos y cubiertos de polvo vencido por el descuido de los años, se anteponían a tres aposentos con ventanas cegadas a la luz del día. En uno de esos aposentos me señaló, sobre un espacio imaginario, en qué lugar tenía la palabra mentira. La describió de un color anaranjado, arrugada por los bordes, y de una levedad especial. De ese mismo estante tomó entre sus manos, con mucha parsimonia, la palabra ternura. Me la mostró así en el rostro. Le pude ver el azul cielo; tenía la textura, suave y acariciante del lino.
No niego que cada vez mis visitas se hicieron más frecuentes. Solíamos quedarnos a revisar, diccionario en mano, después de un trago de licor o de varias tazas de café, el sentido profundo de algunas palabras que se tenían por inaccesibles.
Los helechos nos salvaban del mundanal ruido de la calle; en esos instantes el tiempo no existía para mí, y mucho menos para el señor Káiser. Vivíamos si se quiere en un remanso de paz. Todo fue así, hasta el día en que me mostró la palabra suicidio. Ese día lo sentí atribulado, incapaz de externar cualquier palabra que no estuviera ligada al desasosiego. Me llevó hasta la habitación donde colgaban, en un estante mucho más alto, palabras que él consideraba de alto riesgo, y señalando con su mano izquierda pidió que le entregara la palabra suicidio. La tomé con mucho cuidado. Era pesada, de un color púrpura, vacía en su interior; pero tenía un misterio que aún hoy no logro descifrar. Pero que al acercarme a él, diría que era como el llamado a un abismo dulce y angelical. Las piernas me temblaron. Sin darme cuenta, ya estaba sobre el techo de la casa del señor Káiser. Miraba desde lo más alto el mundo que se me ofrecía a través de esa palabra. Creo que si no me desprendo a tiempo de su mano hubiese dado un salto al vacío. Desde entonces no he vuelto a visitarlo; sin embargo, en tardes de profunda melancolía, he querido penetrar sigilosamente en la casa del señor Káiser y robarme aquella palabra de color púrpura.
Revista Dúnamis Año 10 Número 15 Noviembre 2016
Páginas 3-4