Dilema

Autor:  Marco Antonio Rueda Becerril
             Xalapa – México

Dilema

 

Sacó una pachita de tequila y le dio un sorbo largo, cansino. El vientecillo movía la copa de los árboles y jirones de sol se nos embarraban casi por todo el cuerpo. Me pasó la botella para que le diera un sorbo, a esa bebida que hasta hace algunos años era considerada sólo para albañiles o personas de baja estofa.

Rara vez me sentaba en el parque a medio día, ya que por lo regular a esa hora normalmente estaba durmiendo: la diáfana luz me taladraba los ojos, cegándome por momentos;  pensé que en cualquier instante me resquebrajaría y solo un minúsculo montículo de polvo quedaría sobre las baldosas de mí persona.

Cuando Jaime llamó, le noté un desusual tono de preocupación. Con la paciencia adormilada, esperé a que comenzara a hablar.

¡Estoy en un aprieto existencial!, dijo mirando al horizonte. Hizo una pausa y prosiguió: Hace un par de meses llegó mi hijo de Oaxaca, y traía con él a una suculenta canadiense de ojos verdes preciosos, y un cuerpo de cromo de playboy. Me pidió asilo y por supuesto que se lo di. La primera noche, a la hora de la cena, sacaron una botella de mezcal que fue curado con algo de yerba, y resina de hash.

El aguardiente estaba pegador y después de unos tragos ya estábamos más que entonados. Pusieron un disco de un grupo magrebí, y la güera comenzó a bailar cachondamente, dejándose llevar por la embriagante y sincopada armonía árabe.

Al compás de la música se despojó de la ropa, lenta y sensualmente, como una hermosa odalisca sacada de las mil y una noches, y ante esa voluptuosa visión, reafirmé mi primera impresión: tenía cuerpo de diosa.

Con la mirada turbia por la neblina de la pasión, se lanzó sobre Jaimillo, lo desnudó frente a mí y comenzó a copular con él de forma salvaje.

Mi cuerpo parecía de piedra y no podía moverme, por lo que observé casi en su totalidad las acrobacias amorosas de la grácil dama. Por un momento pensé que era una alucinación provocada por la bebida con la droga, sin embargo el espectáculo era real.

Por fin pude destrabarme de mi estado catatónico e intenté largarme, y dejarlos que siguiesen retozando a sus anchas. Más la mano de la mujer me detuvo, me jaló y me besó, cosa que me abochornó frente a mi vástago, quien con la mirada me dijo que aceptara las caricias de su novia.

Embotado por la droga o tal vez por el largo periodo de abstinencia que me aquejaba, sin prurito alguno me enfrasqué con la dama en una lucha erótica sin cuartel, donde saqué a relucir todo mi arsenal amoroso, y ofrecerle así lo mejor de mi experiencia en esas lides a la dama en cuestión.

Nada es eterno, y menos un coito de esa naturaleza. La verdad es que la droga te quita todo tipo de inhibiciones. ¡Tú sabes que yo no soy un mojigato!, y le atoro a todo lo que al sexo se refiere… Pero, ¿con la vieja de mi hijo?… ¡La verdad que está cabrón el asunto!… Sí me entró un poco de culpa, más el chamaco me dijo que no había bronca, y retomando al desaparecido Rockdrigo, afirmó: “es una experiencia que experimentamos”.

Amanecimos desnudos los tres; yo con un fuerte dolor de cabeza, rezagos de la bebida adulterada. Ya más tranquilo, hablé con Jaimillo y le dije que fornicar con su mujer no estaba bien, y él contestó con cierta desfachatez que nunca se había negado a la posibilidad de un trío, y ahora que se presentó la oportunidad, lo positivo del asunto es que la experiencia había sido con alguien a quien él amaba: o sea yo, ¡su papá!

Sin estar convencido del todo, le dije que lo mejor sería que se hospedaran en un hotel, mientras estuviesen en la ciudad. Así lo hicieron. Más a los tres días llegó la Monic, que así se llamaba la canadiense, y sin decir palabra alguna, se me abalanzó y nos dimos otro agarrón sexual de antología: ¡puro fuego, verdad de dios!

Y aun cuando le dije que no era correcto que le pusiéramos los cuernos a mi hijo, la pasión nos sobrepasó. No fue la única ocasión, comenzó a visitarme casi diario, y sólo bastaba que ella llegase y me rozara la piel, porque nos encendíamos, ¡y a ponerle Jorge al niño!

Creo que una pasión como ésta no la había vivido en mis cincuenta añejos… ¡Y eso que tú sabes cómo era bueno pa´ tener viejas cuando éramos chamacos!

¡El chiste es que ahora estoy en un gran dilema…! Dijo mientras le daba otro jalón al tequila. ¿No sé qué hacer, las cosas se complicaron? Afirmó que dejaría a Jaimillo, porque estaba perdidamente enamorada de mí, y aclaró que desde que comenzó a venir a la casa, ya no dejó que la tocara mi hijo.

Le expliqué que su propuesta era irrazonable y hasta algo estúpida: qué esa aventura era una locura, y con su proposición solo iba a provocar un inevitable enfrentamiento entre padre e hijo.

Ella repitió reiteradamente que me amaba, y en un arranque de desesperación confesó que estaba preñada, y que el hijo era mío. Abrió su bolso y me aventó a la cara las hojas de sus estudios clínicos, con los resultados positivos de su embarazo.

¡La verdad es que no sé qué hacer, estoy en una encrucijada!: si me junto con ella, mi hijo no me lo va a perdonar nunca; si la dejo, estoy abandonando un hijo… ¡Una cosa es segura: por todos lados voy a salir perdiendo!

Lo miré con cierta lástima y admiración, ese pinche Jaime siempre había sido un garañón, pero ganarle la vieja al hijo, lo convertía de golpe y porrazo en mi único ídolo.

Más la mala leche se me da de forma natural,  y con ponzoñoso sarcasmo, pensando en la escultural güera, le dije: ¡Si no la quieren tú o tu hijo, no hay problema, yo la recibo con todo y carga!

Me miró con odio asesino, antes de soltarme un tremendo madrazo que me dejó inconsciente por varios minutos.

 

 

Revista Dúnamis   Año 10   Número 13   Abril 2016
                                   Página 10-12

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