EL CACTO
Para Valeria Urrutia,
(Q. E. P. D.).
Veníamos conociéndonos más o menos desde la primera semana de marzo, poco a poco, como ella misma se había encargado de recomendármelo. Todos los días menos los lunes, alrededor de las cinco y media de la tarde, sofrenaba el sedán al pie de su departamento y echábamos a rodar un cuarto de hora por el gastado y grasiento asfalto. Lo mío era dejarla en el taller y regresar por ella un par de horas después de la medianoche. Aquella tarde, me equivoqué ex profeso y visité su casa. Pero si hoy es lunes, me dijo. Igual nos fuimos a otra parte.
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Orejas nobles, las de ella. Le susurraba cosquillas al oído y su boca partía una sonrisa fresca. Parecía no darse cuenta de nada. Se había abandonado entre mis brazos blandamente y paseaba los ojos por el cielo raso, lascivamente frívola. De cuando en cuando su corazón pegaba un salto, y era como si un cadáver, desesperado, tocara de pronto el ataúd. Tuve que aferrarme a sus hombros para no caer… Cuando terminé de hacerle el amor, ya estaba muerta.
Hubiera querido opacarme en anteojos negros y desaparecer. Gratitud me detuvo. Quedé plantado, tendido junto al amado hielo, quemándome, volviendo una y otra vez sobre los hechos. Una noche febril deja muchas huellas: prendas desgarradas, zapatos volcados, aretes en estado de orfandad…
A pesar de mis dudas, decidí ׳denunciar׳ lo sucedido, fingiría ser otra persona. Alguien debió de haber avisado ya a la policía. Respiré con alivio y colgué el teléfono. Al poco rato se estacionó frente a mi casa un auto. Era curioso, sería cosa de nueve o diez de la mañana y los faroles de la calle seguían encendidos. Salí al encuentro de mi arresto casi contento, dispuesto a dejarme llevar sin pronunciar ni pizca. Pero antes de irme dejé abierta la ventana de mi cuarto. Que el Sol se encargue de ventilar la alcoba, me dije, y cerré la puerta con tres vueltas de llave. Durante cuatro meses resistí en silencio, y en el trayecto las especulaciones me dejaron sin piso, oscilando como un fantasma en los interrogatorios. Mi mutismo acabó esta mañana.
Hay en algunas prenderías unos cofrecillos de madera — pequeños, escurridizos, aparentemente frágiles —. Si el comprador es un pazguato y se llena de asombro, al menor contacto con las manos de este parece que se rajan. En cambio, si uno sabe que no todas las cosas se abren con la yema de los dedos, una palmada basta para accionar la clave y estas alhajeras levantan sus tapas como en un abrazo. Valeria me recordaba mucho a una de estas joyas. Apenas rocé el pabellón de sus orejas con mis dedos, enloqueció. Alegres campanillas repiqueteaban, agitadas por el soplo más leve. Y a medida que mi gusto por ellas aumentaba, se volvían cada vez más exigentes. Si acaso, por tomar un bocado de aire, separaba mis mandíbulas de felino y soltaba mi presa por un instante, ella me sujetaba de la coronilla con ambas manos, incitándome a volver contra la oreja que hacía un tanto mordisqueaba.
Creo que sus orejas se disolvieron en mi boca; como si hubiera, en exceso de fe, comulgado dos veces. ¡Ja!, con este aire que se estanca en la sala y que parece pimienta, uno ya ni sabe por dónde ir. Esta mañana mientras me baldeaban como a un caballo, me decía entre mí: Cantaré hoy como un jilguero. Demasiada confianza deposité en mi lengua; no bien dejé el banquillo y estiré las piernas, se me borró la cinta y perdí el ovillo de lo que iba a decir.
He llegado tal vez a idealizarla un poco. Ni la travesura más fina ya no podrá alegrar mi corazón jamás. Al descorrer las cortinas, y al verla entre las sábanas, apagada y sin fuente, sentí tamaña pena que de un puñete hice saltar en añicos el espejo del armario. Destrocé todo cuanto en mi mano cupo. Me sentía un desgraciado, un imbécil parado frente a un árbol caído. ¡Valeria!, le dije, ¡ven aquí!, y dando tumbos me acerqué a la cama y con la ira del que pierde un ser querido apretujé su cabeza contra mi pecho y lloré en silencio. ¡Pero basta!; acabemos con esto de una buena vez.
De nada serviría defenderme; tengo el pecho poroso y todo lo que digo choca en bruñidas superficies y vuelve a mí. ¿A qué alga o musgo debe aferrarse uno, cuando el agua le supera las comisuras de la boca y la marea sube? Barrotes de mi celda, cerco frío, no se ensañen conmigo ni me compadezcan. Busqué en la aurora una gota de placer, y tuve la fortuna de encontrarla, exultante y pletórica en extremo… Señoras y señores del jurado, cumplí con el deber de un hombre, la mujer que derramó en mi copa el vino aquella noche debía llegar a su destino. Muchos caminos por andar… Ella se fue en carroza de oro al otro mundo; yo me quedé con el recuerdo de este viaje, tesoro, o vidrio, que todo el tiempo me atormenta; mas a su vez, refugio.
Mañana el sol saldrá a la misma hora, y traerá noticias. Los periódicos, que todo lo exageran, halarán de los párpados al pobre transeúnte igual que a un besugo, depositándolo delicadamente delante de su quiosco preferido. En estos tendederos de ropa sucia, mientras unos deshojan los diarios subrepticiamente, otros, sueltan una moneda sobre el mostrador; todos contemplan boquiabiertos la fotografía del monstruo, capturada por la cámara de un fotógrafo agudo, justo cuando el monstruo bostezaba. Este oscuro personaje — La estampa muestra una imagen en blanco y negro y, vista al través de una serie de redes superpuestas, es la radiografía de una fiera corrupia—. Este oscuro… ocupa casi toda la primera plana de todos los diarios. Y debajo, adiposas letras del tamaño del ojo hacen tambalear al lector:
“CONDENAN A TAXISTA QUE HACÍA ANTICUCHOS CON LAS OREJAS DE SUS VÍCTIMAS”.
Felix Llatas
Cutervo – Perú
Revista Dúnamis Año 10 Número 11 Enero 2016
Página 34-36