Primer Encuentro
«Sebastián, tienes una llamada en mi extensión, ¡date prisa!», fueron las nueve palabras que perturbaron el silencio que normalmente reinaba en la oficina los días lunes. «Ya voy, dame un momento», alcance a decir con el mismo tono desafiante con el que Sofía había realizado el anuncio de la dichosa llamada. «Buenos días, Sebastián Arteaga le saluda, ¿en qué puedo ayudarle?» Así inicié la conversación con el nuevo cliente, la misma que se extendió por aproximadamente unos veinte minutos. «Deberías darles el número de tu extensión, así todos podemos trabajar tranquilos», rezongó, sin despegar la mirada de la pantalla, en un tono de voz lo suficientemente alto como para que todos en la oficina la escuchen. «Ok. Así lo haré», respondí escuetamente para evitar algún tipo de discusión con aquella menuda mujer, a pesar que llevaba menos de una semana como Analista Legal en ese nuevo empleo y que no contaba ni siquiera con una extensión asignada.
«Es insoportable, ¿no?» Me comentó en voz baja Andrés, el compañero bajito y cabezón que se sentaba al lado mío y a quien las circunstancias le habían encomendado la difícil labor de intentar ser mi nuevo amigo, mientras yo volvía a mi sitio. «Debe ser que no le gustan los nuevos o algo así», repliqué sin ganas de continuar con la conversación. «No creo, siempre contesta de ese modo, seas nuevo o no», sentenció, luego de lo cual giró su enorme cabeza hacia la pantalla donde pasaba una y otra vez la misma marquesina con esas estúpidas frases motivadoras.
Aquel día la jornada de trabajo continuó sin mayores contratiempos, aunque en mi mente quedó grabada esa última frase dicha por el buen Andrés y comencé a cuestionarme si es que una mujer con un rostro tan dulce podía ser tan cabrona. En efecto, ella tenía una de las caras más angelicales que había yo visto en mi vida: tenia unos grandes y profundos ojos cafés, capaces de escudriñarte el alma si es que se te quedaba viendo directamente por un largo rato; acompañaban a esos ojos una nariz pequeña como un botón, pero respingada, que le daba armonía a ese rostro que se completaba con una brillante sonrisa de anuncio de dentífrico. «Carajo, creo que me gusta la loca de mierda esa», pensé para mis adentros, mientras salía de la oficina con la intención de conducir mi modesto automóvil con dirección al gimnasio.
Los días próximos a esa conversación fueron bastante tranquilos pues no tuve la oportunidad –ni busqué que ésta existiera- de cruzar palabra con ella, aunque si hubo alguno que otro cruce de miradas, todos ellos sin relevancia. Sin embargo, ese viernes por la tarde debíamos llevar a cabo el trabajo en grupo que había programado nuestro jefe el día anterior y cuyo líder de grupo, o bueno, lideresa, no era otra persona que Sofía. «Antonella me informó que su hija se enfermó y que por esa razón necesitaba retirarse temprano, por lo que nos toca analizar el caso a nosotros solos… A menos que puedas comprometerte para reunirnos el día de mañana sábado a trabajar con ella y conmigo», me preguntó mirándome fijamente con esos enormes ojos cafés. «No, pierde cuidado, podemos hacerlo sin ella», le respondí con una convicción marcial. «De acuerdo, vamos entonces», dijo. En definitiva, yo no quería desperdiciar mi sábado trabajando por causa de una mocosa resfriada, así que nos dirigimos a la sala de reuniones.
«Y… ¿cómo te va? ¿Te gusta trabajar aquí?» me preguntó como quien buscaba romper el hielo que ella misma había impuesto en nuestra relación. «Sí, me gusta mucho la oficina y, valgan verdades, casi todos son muy amables por aquí», dije, sin reparar en la magnitud de mis palabras y el efecto que estas ocasionarían más adelante. «¿Casi? ¿Acaso hay alguien que no te parezca amable? ¿Estaré yo incluida en ese casi?» me increpó con un pícaro tono de voz. «No, no… quise decir que todos son bastante amables», retruqué con cierto nerviosismo. «Te parezco una hija de puta, ¿no?» preguntó con una sonrisa traviesa en su rostro. «¿Quieres una respuesta política o una sincera?», repliqué. «De hecho, me gustaría oír ambas», me respondió a su vez. «Pues… La oficial es que no, tal vez un poco dura en el trato. La sincera te la daré únicamente si aceptas salir a tomar una copa conmigo luego de terminar con el caso» le dije, empujado por la valentía que te da el tomar una copa de vino en el almuerzo, corriendo el riesgo de que tomase a mal mi proposición y hasta de perder el trabajo, pues recientemente me había enterado que ella era muy cercana a la familia del jefe. «¿Me estás proponiendo salir? ¿A mi? ¿A la hija de puta?». El silencio que se mantuvo durante esos largos cinco segundos me hicieron darme cuenta de cuán relativo es el tiempo. «Dale, acepto, pero solo por curiosidad», sentenció.
Durante las siguientes seis horas trabajamos en medio de un clima distendido, entre risas y buen rollo. Luego de terminar estudiar el caso y enviarle al jefe nuestros comentarios para que tome la decisión final sobre el asunto, salimos de la oficina. Había anochecido ya y urgía poder tomar esa copa que ofrecí tan amablemente. «¿Te gustaría ir a La Roulette? Es un lounge bastante chévere y queda aquí cerca» le pregunté. «No lo conozco, pero si tú dices que es bueno, yo te creo». Me dijo con esa voz de niña bien del San Sil. Resultó pues que ella no era tan hija de puta por voluntad propia, sino que tuvo que forjarse una coraza que le permitiera pasar los días en tan emblemático colegio entre sus compañeras de clase, las cuales venían de estratos sociales más elevados que el de ella y que, por aquello que ahora llamamos bullying, tuvo que defenderse como mejor supo… y pudo.
Tomamos un taxi con dirección a La Roulette, un bar que me recomendó un buen amigo mío y que brindaba todas las condiciones para poder pasar un buen rato: una generosa carta de tragos y rock alternativo, una de las contadas coincidencias que encontramos entre nosotros mientras trabajábamos en ese importante proyecto. Nos fuimos en un taxi pues convenimos en que, si íbamos a beber alcohol, era irresponsable conducir hasta aquel lugar.
Una vez que llegamos a nuestro destino, bajé raudamente a abrirle la puerta del taxi. «¡Qué caballero! ¿Quién lo diría?» dijo, sonriendo. «No es caballerosidad, es pura amabilidad. Además no debe sorprenderte tanto, soy así a diario en el trabajo, solo que como tu ni atención me prestas, pues no has sido capaz de darte cuenta de ello», contesté. «Yo siempre estoy atenta a todo y a todos, lo que sucede es que no lo hago notar. Además, tú eres uno de mis objetos de observación constantes y, sí pues, tiene razón eres bastante amable con los demás». Esas palabras me hicieron reparar en que ese gusto, llámese atracción, que sentía por ella, era recíproco y que me había vuelto, sin querer, su objeto de estudio.
«Hola, dame una copa de vino de la casa para mí y un Apple Martini para la señorita, por favor», le dije al barman que se encontraba detrás de la barra de aquel lugar que estaba bastante más decente de lo que me había imaginado. «¿Apple Martini? ¡No me jodas! Amigo, a mí dame una copa de Château de Reignac, por favor», rectificó. «Ah, bueno, si vamos a comenzar así, cancela ese whisky y, en vez de que sea una copa, dame la botella y dos copas, s’il vous plaît», le dije al mozo, quien sacó raudamente la botella solicitada y llamó a su compañera para que nos ubicara en una mesa, pues también comprendió que esa noche celebraríamos algo grande. Una vez sentados en una de las mesas más alejadas del local, Kathy, la guapa mesera que nos atendió esa noche, abrió la botella y me dio a catar ese delicioso néctar. Le di mi aprobación sobre la calidad del vino, nos sirvió media copa a cada uno con una gran sonrisa en el rostro y se retiró. «Caramba, está muy bueno este vino», dije después de dar un gran sorbo. «Sí, hace tiempo ya me habían recomendado este vino y mientras veníamos en el taxi busqué en mi smartphone la carta y me di con la sorpresa que lo servían en este lounge», me respondió. «Me encantan las mujeres que tienen las mismas dos pasiones que yo: el vino y la tecnología». Sonrió. Al ver esa sonrisa, sentí que la quise un poco más.
Tres botellas y media de vino más tarde, Sofía y yo habíamos desnudado nuestras almas en cuatro largas horas de charla profunda sobre casi absolutamente todo: sus miedos, sus alegrías, mis tristezas, mis decepciones, casi todo. Al volver por un momento a la realidad, me di cuenta tenía esa mirada que reflejaba el deseo que sentía por que diera el paso siguiente. Y es que, aunque de mente liberal, se notaba que ella todavía guardaba en su corazón (quién sabe si por convicción) las palabras de una abuela paterna que impuso en ella toda la herencia machista que reciben las mujeres en nuestro país. «Creo que debo llevarte a tu casa», le dije. «Llévame a donde quieras, pero llévame contigo», me respondió casi susurrando. Esas palabras calaron tanto en lo más hondo de mi ser que no pude contenerme y la besé con tal pasión, que no me importaba que los de la mesa de al lado se nos quedaran mirando con cierto estupor. «Sapos de mierda», pensé.
Una vez que la situación amainó por un momento, aproveché para pedir y pagar la cuenta. Durante ese lapso de tiempo contraté un taxi a través de esas apps que se pusieron tan de moda. «El taxi llegará dentro de cinco minutos», le dije al oído mientras la abrazaba como si quisiera fundirme con ella en un solo ser. Asintió con la cabeza, luego de lo cual se apoyó nuevamente en mi pecho. Recibí la llamada del taxista y salimos a darle el encuentro para que nos pudiera llevar a mi recientemente estrenado dúplex de la calle Tripoli que compré por la increíble vista que ofrecía al malecón.
No miento al decir que esa noche fue una de las noches más apasionantes que he vivido en mucho tiempo… sin que haya habido sexo de por medio. Nos abrazamos, nos besamos, nos acariciamos, nos quitamos la ropa y hasta bailamos desnudos en medio del salón de mi casa. Para pesar mío, o tal vez no, cuando la llevaba a mi habitación, Sofía me dijo, como pidiéndome perdón, que no podía hacerlo. «Vamos despacio, por favor, necesito ser prudente esta vez». La miré con ternura y asentí con la cabeza. Hacía mucho tiempo que no dormía con tal paz en el alma. «Ella parece ser la mujer que había estado buscando todo este tiempo, por lo que la espera vale la pena», reflexioné. A la mañana siguiente me desperté con una sonrisa de imbécil en la cara y con la clara intención de besarla; no obstante, Sofía ya no estaba. «Perdóname por irme así, sin despedirme. Gracias por comprenderme y por una noche espectacular. Eres tú, lo puedo sentir y por eso quiero ir despacio. Nos vemos el lunes. Te quiero», decía la nota que había dejado sobre la mesita junto a mi cama. Esas palabras incrementaron aún más mis ganas de ella. «Esto es sólo el principio, no la voy a cagar esta vez», pensé en voz alta, con esa misma sonrisa de idiota con la que me había despertado, antes de volverme a dormir.
Y sí pues, esto sólo acababa de comenzar.
I. Fernando Cáceres A.
Lima – Perú
Revista Dúnamis Año 10 Número 11 Enero 2016
Páginas 6-11