Nana Ramona
De mi bisabuela Ramona, no puedo contar más de lo que quisiera. Desde que recuerdo, ella era una mujer mayor, bastante mayor; ciega y confinada a una cama hasta esos últimos días.
No la conocía de hace tiempo, ni tuve la forma de entablar el dialogo, pues era un niño, con bastante sensibilidad al sufrimiento ajeno y eso me obligaba a distanciarme.
Recuerdo que ella miraba por tactos. No sé cómo se desarrollan esos dones, pero pasaba de alto su ceguera cuando abría las pupilas en sus dedos. Me paraba frente a ella -mientras se acomodaba en su cama- y en silencio miraba sus gestos; sus gritos que sacudían la casa de La Miama y esa morena piel que en ella colgaba; parecía columpio sin frenos. Parecía no tener peso ni distancia.
Mi madre decía:
¡Amá! -y la tocaba suavemente-.
¡Amá, Son yo, Isabel!
La Nana reaccionaba.
-¡Chabelita! ¡Chabelita! ¿Eres tú? -mientras palpaba el rostro de mi madre-.
-¡Si amá! -contestaba sonriente, y acariciaba su mano-.
-Mira, aquí está el Coke.
-¿Quién?
-Mi hijo, el más chico.
Entonces yo me acercaba con cierto temor, tomaba su mano y le hablaba:
-Hola Nana.
-¿Cómo estás?
-Muy bien, saludándola.
Ella me tocaba el rostro.
-Estás muy grande, y muy guapo mijito… ¿En dónde está tu mamá?
Así era como yo entendía que era momento de retirarme a perder el tiempo con mis primos. Mi mamá se quedaba un tiempo hablando con ella, luego todo volvía a la normalidad supuesta. Después las palabras de mi Nana se convertían en tristes alaridos lanzados atrozmente por toda la casa.
“¡Tengo hambree!” “¡Chabelitaa!”
(Entre otros…)
Así pasaron años. Algunos parientes fallecieron sin poder contemplar siquiera la premisa del sepulcro de Ramona.
Rogelio. Mi tío abuelo (por ejemplo) que vivía a las afueras de Obregón, y quien por muchos años acompañó y asistió a mi abuela; trágicamente colgó los tenis antes que nuestra longeva madre.
Después de eso, la opción técnicamente más rentable, fue embarcarla hacia Nogales, donde sería puesta sutilmente en un cómodo asilo franciscano, repleto de monjas y fieles practicantes y voluntarios del lugar.
Así fue como -a mi corta edad- me ponía frente a frente con los relojes biológicos, todos conglomerados en algún sitio gris y sombrío, pintado con la fachada del feliz descanso.
Mi madre fue una ferviente asistente de mi nana. Acudía al asilo casi cada semana, y yo solía acompañarla. El lugar era bonito: una puerta enorme para mí en esos días. Paredes de ladrillo pintadas café, pasillos largos con ventanas amplias. Un jardín botánico atravesado por caminos conectores y una fuente coronando el centro del recinto.
Los viejos andaban por ahí; aquellos que por historias desfavorables, aun siendo útiles se les confinó al encierro; pero aquellos que corrían con peor suerte, sólo miraban el cielo por las ventanas. Los tristes que no podían mirar, se resumían a contar historias, a divagar constantemente o lograr lanzar un buen chiste. Otros sólo podían agonizar.
Ahí pasamos muchas tardes yo y mi mamá, andando de aquí y allá con la Nana, visitando el asilo y nadando entre los dulces y fríos cuerpos de la vejez.
Con el paso del tiempo, Ramona por fin decidió dejar a la muerte hacer su trabajo, y a sus más de 100 años, la guadaña tocó a su puerta.
Para ese entonces, no recuerdo sí mi mamá ya estaba enferma de cáncer, o algo similar propició el distanciamiento, pero del funeral no fuimos presentes, y en lo personal, vagamente informado.
Sin embargo, aún quedaba conmigo esa imagen de sus manos videntes, de su piel prensil y morena; de aquella voz que repetía y añoraba el nombre de mi madre, como después yo lo hice.
Querida Nana Ramona, estarás lejos, muy muy lejos en algún lugar del olvido, como todo aquello que muere.
Pero ahora me pregunto:
¿Estarás tocando el rostro de mi madre, donde sea que estén?
Jorge Luis del Villar Badillo
Nogales – México
Revista Dúnamis Año 9 Número 9 Octubre 2015
Página 15-16