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Crónica de un Amor vacío

 

Crónica de un amor vacío

Tantas veces que miramos a las personas, y contemplamos en sus rostros la dicha que tienen de haber consolidado una familia, notamos que el tiempo no pasa en vano, y el objetivo trazado por cada uno en sus vidas va marcando el derrotero hacia la felicidad. Sin embargo, la sola – por no decir única – presencia de su ser, mirado al espejo sin encontrar una mano compañera que pueda brindarle cariño, supone la pérdida del ser querido, pero no. Él, a sus tan decrépitos 84 años, se aflige porque aquél ser querido jamás habitó estas cuatro paredes. Solamente su fiel compañero ‘Nico’, un can de cruce de raza lobo es el pequeño consuelo a su tristeza y soledad.

Dice la sabiduría popular que la tristeza verdadera se siente cuando en realidad se ha tocado demasiado fondo, y es que a Nicodemo, la existencia le está pagando con su propia medicina. La vejez en la que se encuentra le juega al gato y al ratón, pues a veces se figura que la tiene en sus brazos, pero por esa extraña razón de la vida suele esfumársele de las manos.

La melancolía del amor en esta época de su senectud le confiere una señal de riesgo, se ha dado cuenta en verdad que la vida es como un caballo salvaje que hay que aprender a cabalgar. Todo lo que hizo en su etapa ‘gloriosa’ de la que idealizó su eterna juventud ha sido relegada al olvido. La añoranza de un amor desvanecido ha venido a instalarse en su alma hasta su muerte dice él, y no existe peor desgracia que la de morir solo, citando un pasaje del texto Memoria de mis putas tristes del Nóbel escritor García Márquez.

Nicodemo fue un valiente y heroico combatiente de la guerra contra el Ecuador en 1941, y a su fama de bizarro le caracterizó siempre su arrogancia para con las féminas. Era un tipo apuesto y razones no le faltaban. Sin embargo, algo peculiar en su personalidad era que se consideraba superior a las mujeres, una tendencia casi a lo misógino. No obstante, a pesar de su carácter pudo darse el lujo de acostarse con distintas mujeres que le placieran en gana, y esto sumado a las bohemias que implicaba las noches de juerga con los compañeros de la milicia.

Las mujeres con las que frecuentemente pasaba los ratos de diversión eran muchachas de la vida, una manera de distraerse de la obligación con la soberanía de la patria. De esta manera, Nicodemo encuentra rasgos semejantes de su vida con la película de Lombardi, adaptación del libro de Vargas Llosa, “Pantaleón y las visitadoras”. Un tipo sumamente ligado a las apetencias sexuales para su propia satisfacción.

Pero como todo ser humano en busca de algo, tal vez la curiosidad le encargó de conocer al que fue su primera y única esposa, motivo por el cual perdió la razón, aunque no fuera por amor sino por soledad. Como todo ser gregario que busca no sentirse solo, la locura apasionada lo envolvió hasta aceptar el desafío de convivir con ella, aunque era poco probable que esa relación pudiera ser fructífera.

Y en realidad nunca lo fue, puesto que quien llevó la peor parte fue la desdichada e infortunada mujer, agobiada de tantos insultos y agravios, un castigo a la ligereza de cohabitar sin conocerse muy bien. Las humillaciones a las que llegó Nicodemo la hicieron hasta llorar. Estas circunstancias fueron el término de esa convivencia, la cual no duró ni un quinquenio.

Entre tanto, su actitud existencialista no le dio tiempo para reflexionar acerca de su fututo, ni qué decir sobre formar una familia, eso no estaba en los planes a largo plazo del singular Nicodemo, más bien lo único que le importaba era tener donde vivir y qué comer cuando una vez le llegue el retiro en el ejército. Asimismo, las personas de su entorno le tenían sin cuidado, no estaba previsto en su agenda, le daba lo mismo si estaban o no a su lado. Esa especie de orgullo absoluto presagiaba un final trágico, pues el particular amor de su ser era el de él mismo. ¿Un narcisista?, habría que comprobarlo, pero en todo caso, este paradigma de amor parecía estar condenado al fracaso.

Bien entrado los años setentas desde la dictadura militar, pasando por Belaúnde, García, hasta llegar a la dictadura de Fujimori y la transición democrática de Paniagua y Toledo, la situación de Nicodemo se vio acostumbrada a la desidia, dedicándose particularmente al cobro de su pensión militar para derrocharla en bares y mujeres de cantina. A más de medio siglo de su existencia, se había convertido en esa especie de ‘viejo verde’, un Don Juan entrado en años mayores al cual la fama de mujeriego le sonreía.

Siendo conciente que una casa comprada era más rentable que una alquilada, Nicodemo consiguió un modesto departamento, aunque con la ayuda de sus familiares, que siempre le enviaban escritos para preguntar de su salud y saber como estaba, mas él nunca respondía a las cartas. El pequeño departamento se ubicaba en la azotea de un edificio, si bien aquello no significaba que sería el encargado del cuidado de la ropa que se tendía en la azotea, pues pudo resultar beneficioso para él si se tiene en cuenta que el encargado del cuidado de la azotea estaba exento de los recibos de agua y luz.

Fue entonces que Nicodemo vio aceptable la idea de vivir en ese lugar, pues no tenía la responsabilidad de mantener a nadie. Al estar sólo, se sentía independiente de hacer lo que quería, sin preocuparse del paso del tiempo. El solitario viejo se resistía a sentirse anciano, aunque la edad y la vida bohemia le empezaron a pasar factura.

Es así que entre sus sesenta y setentas, la idea de ‘colgar los botines’ con respecto a las mujeres fue afianzándose, pues empezó a darse cuenta que “ya no estaba para esos trotes”. La angustia del cuerpo arrugado y decrépito hizo de él una persona más consecuente con sus actos. Comenzó a frecuentar a sus familiares y amigos, que lo visitaban de vez en cuando a la azotea a pasar unos buenos ratos, claro está que el licor siempre lo acompañaba, como hasta ahora lo manifiesta y soy testigo de ello.

Los parientes y amigos sin embargo no notaban la soledad en la que se encontraba, pues Nicodemo era habilidoso en el arte de aparentar emociones a pesar que ellos lo visitaban en los días festivos como la navidad, el año nuevo y por supuesto su cumpleaños. Quienes más paraban con él fueron los perros: un bóxer en los ochentas, un cruce de buldog en los noventa llamado ‘Vago’ y actualmente ‘Nico’, el lobito a quien Nicodemo le profesa un gran cariño.

Ahora la edad de la nostalgia se incrustó en el corazón de Nicodemo, no ha existido Amor alguno en su vida que le otorgue la protección que necesita, tan solo el aprecio y afecto que le brindan los vecinos por su veterana edad, él a veces lo considera como si le tuvieran lástima, pero prefiere quedarse callado. Los parientes ya no lo visitan con frecuencia y el miedo a la muerte no se asoma como algo que lo atormente, sino más bien todo lo contrario, desea una vez por todas irse de este mundo, ya sea al cielo o al infierno, o tal vez al purgatorio.

Y cuando hablamos de Amor, nos referimos a ese sentimiento complejo que alcanza la plenitud entre seres humanos, esa plenitud que Nicodemo no ha podido descubrir. Ese deseo de compartir con el ser querido los momentos inolvidables de la vida. Las amantes se esfumaron y no existe la evocación de un instante que inspire una sonrisa. Hoy reflexiona y se da cuenta que los golpes de la vida le atestaron de manera espiritual. Es conciente de que se merece lo que tiene por haber sido lo que fue.

Por de pronto, la ansiedad desesperada no enloquece a Nicodemo, aunque esta soledad radical de un sin amor crea en él una atmósfera melancólica y enturbiadora. Por eso busca formas de pasar el tiempo jugando a las cartas (sobre todo el solitario), viendo la televisión o encariñando a Nico. A veces se la pasa sentado en el muro de la cabaña del perro, un muro que podría llamarse de los lamentos, porque suele estar buen tiempo en ese sitio. Aquel muro de los lamentos permanentes en la que Nicodemo espera que la morada de los muertos toque su puerta para llevárselo.

 

                        Miguel E. Coloma H.
                               Lima – Perú

 

 

Revista Dúnamis   Año 9   Número 6    Julio 2015
                                    Páginas 24-27

Esquizofrénica verdad

 

Esquizofrénica verdad

Presencie esos días de felicidad, corriendo bajo la lluvia sin parar,
Apreciando como mis pies descalzos se estremecían al sentir, lo áspero de la arena tibia y la humedad del mar.
Extasiada observaba como mi pelo se alzaba lentamente junto a mi cuerpo, permitiéndome recorrer indivisibles prolongaciones de tierra
Inundadas de ese aroma verde, en donde el viento llegaba a ser tan puro y sutil
Que sin percibir se introducía hasta en lo más profundo de mi existir.

Ese silencio que envolvía a mis oídos, esa tranquilidad al saber que todo saldrá bien, esas manos firmes y esas afirmaciones finales, que siempre me enceguecían hasta que nuevamente la conciencia conseguía recobrar.

Despiertas con una libertadora descarga,
Llegaron a tiempo para rescatarte de tu desvarió circunstancial.
Todo volvió a la normalidad,
Tus brazos firmemente atados a los costados de tu cuerpo y tus piernas ligadas a la fría camilla de metal
Inerte sobre ella ya no consigues sobrevolar.

De apoco vas despertando
Puedes sentir como brota la sangre de tus labios desgarrados, percibiendo el dulce sabor amargo de los narcóticos
Y el extenuador ardor en tus brazos inducido por los fluidos suministrados.

Tu amigo vestido de blanco, elegante para la ocasión te ayuda a levantarte

Alcanzas a sentir en el momento como el frio de las baldosas te recorre de pies a cabeza

Lo reconoces al instante, al igual que las voces que intentaba serenarte.

Postrada en una silla recorres los pasillos,

Dejándote caer sin fuerzas incapaz de mantenerte en pie.

Te escoltan a tu destino, despiertas vestida elegantemente con una prenda que crea que tus brazos rodeen tu revés.

Sentada y con tranquilidad en tu frívola y reducida residencia

Sin ningún manifiesto más que enseñar

Te resguardas solo en susurros confusos para descifrar que

Nuestro aparente presente, solo forma parte de una ficticia realidad.

   
                      Florencia De Vita Araujo
                San Miguel, Bs. As. – Argentina

                

Revista Dúnamis   Año 9   Número 6    Julio 2015
                                    Páginas 22-23

Un mundo en las espaldas

 

Un mundo en las espaldas

Era un hombre con un aspecto que hacía apartar de su camino a cualquier individuo con la suficiente cordura para saber lo que le convenía. Con una hirsuta barba que despedía todo tipo de inimaginables olores, iba por todas las avenidas conocidas y desconocidas del viejo centro de Lima. Incesante en su labor, tenía como fin único transitar sin detenerse con un saco detrás de su espalda, que muchos se preguntaban qué contenía, en el momento que lo veían pasar cerca de ellos. Aun así pocos lo recordaron el día en que lo encontraron muerto en pleno jirón Miro Quesada, en una de sus andanzas, y sin pena ni gloria, pasó a la historia de cuanto vagabundo había vivido en esta vieja ciudad, ciudad que se mostraba inclemente con este tipo de gentes de vida infrahumana. Nadie lo extrañó, nadie celebró su partida, no tenía familia alguna, y sus restos fueron a parar a manos de estudiantes del quinto año de medicina, en la antigua facultad de Hipólito Unanue. Ese fue su último viaje y allí quedó para siempre, en aquel jirón Cangallo en el cual muchas veces durmió. Nada lo diferenció de los demás “loquitos”, que iban a parar allí, pero este tuvo algo diferente, al menos para quien escribe estas líneas. Poco antes de su partida conocí a este sujeto de hedionda presencia, y sólo así pude entender el porqué de su aspecto y el porqué de aquel saco al hombro.

Era lunes por la tarde, exactamente 10 para las cinco, perdón… 4 y 50 de la tarde, y una vez más transitaba por aquel jirón Ica. Me detuve ante aquella monumental iglesia, la iglesia de San Agustín que encerraba cierta magia para mis adentros, su aspecto barroco hipnotizaba mi atención, podía estar parado, muchos minutos observando aquel lugar.

-Oiga, usted, quítese que me aparta el panorama…-me dijo aquel sujeto-

-Disculpe usted… no fue mi intención…-respondí temeroso-

-Todos dicen eso…-sentenció-

Fue el primer diálogo que tuve con aquel sujeto de la barba hirsuta, y aspecto nada formal, pero lo curioso era que siempre lo veía los días lunes sentado en una de las bancas de aquella plazuela, y a una misma hora, mirando como yo aquella iglesia. Mis prejuicios hacia aquel tipo de gentes eran enormes, y me disgustaba el sólo sospechar que alguien como yo podría compartir los mismos gustos de un enloquecido sujeto que carecía de una mínima decencia.

Mis lugares favoritos eran muchos, desde iglesias, hasta los  monumentales bancos que encontraba en pleno jirón Miró Quesada, parques, plazuelas, casas viejas, un sinnúmero de cosas que ver acaparaban mi atención de aquélla Lima tan descuidada.

No soportaba seguir topándome con aquel sujeto, siempre con un saco detrás de sí, el cual no soltaba siquiera cuando se sentaba en plena acera de la calle. Cierta vez lo vi sentado en una de las tantas bancas del Gran Parque de Lima y me di cuenta de que había alejado a ser vivo en un radio de unos 3 metros, y allí estaba él, aislado completamente de la sociedad, como en una burbuja imaginaria. Entonces y sólo entonces me pregunté, de quién se trataba. Intenté ver más allá de las manchas que inundaban su rostro, más  allá de esa tan sucia barba, más allá de sus ropas raídas y de ese eterno saco que llevaba detrás de sí, pero fue inútil, porque no pude ver más allá de su hediondez. Cierta vez salí muy tarde de un teatro, el de la Asociación de Artistas Aficionados,  y en el regreso a mi hogar, me topé con cuatro delincuentes conocidos como “pirañitas”, éstos se aproximaron hacia mí, y me di cuenta de que era objeto de un asalto, sólo después de sentirme con un brazo rodeando mi cuello y otro introduciéndose en mis bolsillos. Vi entonces salir de las sombras a aquel sujeto del saco, se aproximó hacia donde estábamos nosotros, y con su saco, al parecer nada ligero, impactó la cabeza de uno de ellos, los otros tres trataron de golpear al vagabundo, pero éste, al mostrarse cual era, los espantó con un solo grito, ellos corrieron, y yo quedé allí en el pavimento, devolviendo las monedas a mi bolsillo. Alcé mi mirada e intenté decir palabra alguna, emitir sonido alguno, pero sólo llegué a balbucear algo así como “gracias”, no sé si aquel sujeto me habría escuchado, jamás lo supe. Cuando volví a mirarlo por segunda vez, ya se había ido.

Convencido de la real naturaleza del vagabundo aquel, decidí enfrentarme a mis prejuicios, y acercarme a él, claro que en plena luz del día, y con mucha gente alrededor, sólo por sí llegara a pasar algo.

-Disculpe, desea usted esto, está bien rico…

El ultimo adjetivo estuvo demás, y así me lo hizo saber la mirada de aquel hombre que impactó profundamente en mí, extendió la mano y recibió de las mías dos manzanas, aquellas manos que estaban tan sucias, que difícilmente se  podía  llegar a ver el verdadero color de su piel.

-¿Deseas algo más acaso?- dijo-

-No nada, sólo, sólo, sólo preguntarle… ¿porque anda siempre solo?

Al emitir esta última pregunta, me asombré de mi propia audacia, y en ese preciso instante me arrepentí de la misma.

-Qué te hace pensar, que tú no estás tan solo como yo… ¿o más solo que yo?

Lo miré detenidamente, me asombraba la lucidez de aquel sujeto, pero antes de que dijera palabra alguna interrumpió mis meditaciones:

-Oye chico, ¿qué  hora es?- preguntó escupiendo sin desear, creo, pedazos de manzana a mi cara-

-Pues… diez para las cinco.-dije mientras limpiaba mi rostro-

El vagabundo me miró profundamente como deseando ver a través de mí.

-No muchacho, ¡te equivocas!

-No, si mi reloj está bien, creo, ¿o acaso no?

-No se dice diez para las cinco, se dice cuatro y cincuenta.

Extrañado miré al vagabundo, iba a decir, “¿es que acaso no es lo mismo?”, pero algo me detuvo, acaso la sensación de haberme equivocado, acaso el miedo a la reacción de aquel sujeto, acaso mi indecisión, la verdad no lo sé. Pero me quedé callado.

-Y por si acaso, no me llamo ni vagabundo, ni loco…-dijo mientras se levantaba-

Camino a mi casa recordé una y otra vez las palabras del vagabundo ése…o de aquel hombre, ya no me sentía bien llamándolo así. “No se dice diez para las cinco, se dice cuatro y cincuenta” me había dicho, qué quería decir con eso, ¿es que acaso un tipo vestido de manera sucia y andrajosa me vendría a dar clases de lingüística? Pues no lo creía así. Decidido, con menos temor que la primera vez, deseé aclarar aquel tema, y me acerque al hombre aquel. Era un  martes por la tarde y a la luz del sol que acaecía poco a poco, me  acerqué a aquella pileta en la Plaza de Armas, donde él estaba, nuevamente con aquel radio de soledad a su alrededor. Decidido  enfrenté a mis prejuicios y miedos, diciendo:

-Disculpe, usted ayer me corrigió, me dijo que estaba mal lo que había dicho…

Pero aquel hombre miraba fijamente el suelo como si estuviera dormido con los ojos abiertos sin hacer caso a lo que le decía.

Por qué el hombre le  tiene tanto asco al mal olor, pero puede vivir tan tranquilo con el alma podrida, eso huele mucho peor, por eso es que ando así…¿no te das cuenta? Ellos creen que son ellos los que se alejan de mí, pero no es así, la verdad es que quien se aleja soy yo de ellos… no soporto ese olor que despiden sus almas es insoportable…

Lo miré fijamente, tratando de mirarlo con la intensidad con la que él me había visto… tratar de descifrar cuánto  albergaban sus palabras…

-Por cierto, me llamo Antonín…-dijo-

Realizó un breve acto de desear levantar su mano derecha, tal vez para darme la mano, o tal vez para rascar su piel. No lo sabía, pero no dudé en ser yo quien levantara la mano, tendiéndola hacia él.

-Y yo me llamo J…

Entonces, aquel hombre que tenía por nombre Antonín, dejó caer su saco, por vez primera, al menos ante mis ojos, y me estrechó la mano. Era difícil ver sus mejillas, más allá de esa hirsuta barba, o más allá de esos sucios pómulos, pero podría jurar que una lágrima se deslizó por ellas, hasta caer en el grisáceo suelo.

-Es un placer el conocerte, hace mucho que no decía eso….y hace mucho que no estrechaba la mano de persona alguna.

Eran las cinco y treinta cuando empezamos aquella conversación, y fueron las 3 de la madrugada cuando aquella culminó. Mi memoria traiciona mis recuerdos, pero hay recuerdos que tal vez no pueden ser nombrados, que yacen en nuestra propia esencia, y son parte de nosotros, aunque no lo notemos, están con nosotros y forman parte de uno.

-Debes recordar eso, cada palabra que hayas pronunciado, formará parte de mí desde ahora hasta mi muerte, y cada palabra que haya emitido hacia ti, formará parte de ti, hasta que mueras.-Dijo Antonín antes de despedirse aquella noche, en aquella acera frente a aquella iglesia de la Merced testigo de nuestra conversación-

-¿Por qué decidiste tener esta vida?…¿porqué?

-Decidí emanciparme, toda mi vida estaba planificada, hasta el más mínimo detalle, me vi atrapado entre las garras del destino… ¿sabes lo que es eso? Me sentí asfixiado, y día a día aumentaba ese dolor, no soportaba más….

Sus ojos se habían abierto como dos ventanas que dejaban ver el sol detrás de ellas.

-Decidí emanciparme… y hacer de mi vida, lo que nadie quisiera jamás, ser el mal ejemplo para alguien, ser la opción vetada, existir para nadie.

-¿Pero porqué vestido así. ¿Porqué tras esa sucia apariencia, tras esa barba, porqué….?

Antonín me miró fijamente de nuevo.

-Decir diez para las cuatro está mal dicho porque tomas el camino más corto para decirlo, es facilista, nos es más pesado decir 4 y cincuenta (estándar), porque implica un esfuerzo más grande. Hay que afrontar la responsabilidad de hacer bien las cosas y esquivar el camino corto y mediocre.

Me siguió mirando fijamente, pero yo no tenía palabra alguna que decir, no después de eso.

-Esta apariencia es la manera más fácil de tenerlos alejados de mí, alguna vez experimenté el andar así por las calles, y me di cuenta, de que sólo así, despertaba desde odios hasta lástima en todos los que me miraban, me gustó eso. Me gustó dejar de ver sonrisas hipócritas, dejar de ver el lado bondadoso de las gentes, que muestran en sociedad, así puedo conocer su lado sucio, esa abyección que abrigan en su ser, y que no temen desnudar en seres aparentemente repugnantes como yo. Hace más de 30 años que lo hago, y no me quejo.

Al día siguiente, un miércoles por la tarde, luego de buscarlo por diferentes lugares lo encontré sentado en plena Iglesia de Santo Domingo.

-Le traje esto señor Antonín.

Le ofrecí varias manzanas y  mandarinas. El las recibió con una sonrisa.

-¿Sabes?, día a día cuando tenía tu edad, me preguntaba qué era la felicidad, y cuando llegué a un buen puesto de trabajo y a ganar lo suficiente para alimentar mi orgullo, y conseguir una buena mujer, hijos y una gran casa, me asusté.

-¿Por qué?

-Sentí que había vendido mi alma por unos cuantos fajos de billetes. No era feliz, no lo era entonces, así que decidí vivir una vida enteramente opuesta, como la que estoy viviendo, y si uso esta sucia barba, es para evitar que alguno de esos repugnantes hombres, que conocí en mi vida abyecta, se acerque a mí. Busco el anonimato, por eso uso esta barba, por eso estoy así de sucio.

-¿Es ahora feliz?

-No, no lo soy, pero estoy libre de aquella sed de poseer que me ahogaba, ya no tengo esa sed, ahora estoy mucho más tranquilo.

-Y…qué lleva en el saco… ¿sus cosas?

-Te has preguntado cómo sería tener el mundo a tus espaldas?

-No….creo que no.

-Imagínalo…tener  un mundo entero sobre tus espaldas…

-Habría de ser muy pesado, pero creo que es imposible hacerlo

-Pues Dios lo hace, somos su creación, y el tiene que lidiar con ello todos los días de la eternidad.

Abrió su saco, y miró dentro de él, luego con una seña me indicó que me acercara a ver dentro de aquel saco, dentro yacía una réplica del globo terráqueo. Era el planeta tierra.

-Juego a ser Dios a diario, trato de entender qué sentiría Dios.

Un jueves por la tarde lo busqué por doquier, pero sólo encontré su saco en la puerta de la iglesia San Agustín, aquel lugar donde él me había hablado por vez primera. Lo busqué por todas partes, pero no lo ubiqué, eran las tres y media de la madrugada, cuando se me ocurrió ir a la morgue. Allí me di con la ingrata sorpresa de aquel suceso. Antonín aparentemente no tenía familia, ni amigos, sólo el narrador que cuenta esta historia, poco pude hacer para pedir un entierro justo. Según me dijeron luego de dejar su saco en la Puerta de la iglesia, caminó hasta el jirón Miro Quesada, allí encontraron su cadáver a las afueras de uno de esos antiguos bancos de la antigua Lima. Había muerto de tuberculosis.

A veces me pregunto qué historia tendrán que contar los innumerables “locos” que vemos a diario, qué historia abrigarán en sí, qué mundos cargarán sobre sus hombros. No dejo de pensar en Antonín cada vez que veo a un infortunado ser humano, pero no llamo infortunado a aquellos sujetos, sino a aquellos que creen lo tienen todo, que creen que pueden hacerlo todo, menos hacer lo que realmente desearían. Eran unos simples cadáveres inertes que sólo eran movidos por la ambición y la sed de poder.

Aún recuerdo aquella tierra que recibí de Antonín, la guardo y la cargo conmigo día a día, porque, no sé por cual razón esa vida me gustó, y sigo viviendo esta vida de vagabundo aun hoy, 30 años después de la muerte de Antonín, sigo visitando los viejos lugares donde lo conocí, y continúo cada obra inconclusa que dejó en mis manos.

-Eres la primera persona a la que me dirijo en años. Creo que tú eres diferente a los demás, y eso es porque aún no has contaminado tu alma. Pero que algún día lo harás, y con ello tu muerte espiritual acaecerá sobre ti, y serás una marioneta movilizada por esta sociedad.

Día a día recuerdo tus palabras Antonín, espero no haberte decepcionado, espero que estés orgulloso de mí, espero no haber muerto antes tus ojos. Seguiré cargando este mundo sobre  mis espaldas hasta el día en que muera, para al menos sentirme un poco más como tú. Hasta siempre Antonín…pronto nos volveremos a ver…

 

Jerjes Loayza Javier

Lima – Perú

 

 

Revista Dúnamis   Año 9   Número 6    Julio 2015
                                    Páginas 13-21

El sapo y las luciérnagas

El sapo y las luciérnagas

Un sapo, al ver el cielo cubierto de titilantes estrellas, pensó: “Esas luciérnagas deben ser exquisitas, lástima que se encuentren tan lejos”.
Gobernado por la tentación, el sapo decidió consultar a la víbora —quien gozaba de fama de astuta—, sobre cómo obrar para poder alimentarse con las luciérnagas celestes.
«Necesitas una lengua larga, muy larga, tan larga que llegue al cielo», dijo la víbora.
«¿Y cómo logro tener una lengua larga?», preguntó el sapo.
«Habla mal de los demás. Créeme, yo sé de eso», respondió el reptil, mostrando su alargada lengua.
Así, el sapo inventó diversos rumores sobre sus conocidos: “Las hormigas van a realizar una huelga y consolidar un sindicato”; “El camaleón no cambia de color, se tiñe con pintura Vinci”; “La zorra no es zorra, es fiel”; etcétera.
El sapo siguió esparciendo rumores con la esperanza de que su lengua creciera. No obstante, lo que creció fue la molestia de sus conocidos, quienes una noche en que el sapo se hallaba absorto, saboreándose las luciérnagas celestes, le sorprendieron y le apresaron. Tras realizarle un juicio sumario —por los varios cargos de difamación—, se le condenó a morir ahorcado con su propia lengua.
Apenas expiró el sapo, la víbora se acercó sonando su cascabel y, de un sólo trago, engulló el cuerpo del anfibio.

                                

                   Armando  Escandón Muñoz
                         México D.F. – México

 

 

Revista Dúnamis   Año 9   Número 6    Julio 2015
                                    Página 12

 

Escapistas de Pro

 

ESCAPISTAS DE PRO

 

            Todavía me pitan los oídos. Hace más de media hora que Dj Manolo, disc-jockey residente del Nucle, ha dado por concluida la sesión entre sonoros aplausos de satisfacción, lágrimas de keta y algún que otro tronao puesto de M gritando «¡Torero!». Algo pedo, invierto estos minutos de calma en inventarme la lista de la botellería, una delicada empresa tras la visita de Laia y su animal de compañía. ¡Han arrasado el bar! Mientras liquido esta quiniela de verdadero o falso, al otro lado de la barra la Jordi coquetea abiertamente con el chico que nos trae las cajas de Fanta. A mí esta noche me suena todo a despedidas y a medias verdades, no sé… Sinceramente, no me lo creo.

            O sea… que no parece costarnos mucho alejarnos de las personas a las que, de una forma u otra, hemos amado. Vaya, parece mentira pero todo queda en el aire, mira.

            Me verás haciendo preguntas metafísicas a mi propia persona con el brillo de labios bien perfilado… Tómame en serio, ¿quieres?

Antes, con Laia no surgían estas dudas. Siempre podíamos amanecer en el Estudiantil café, compartiendo chismes abrazadas a un latte espumoso o, si nos encontrábamos achispadas por culpa de la coca, acabar la noche trazando planes de revuelta juvenil con pintalabios rojo en los espejos del W, el Pink o cualquier after que estuviera abierto a esas horas. La canción sonaba en todo momento, no dejaba de girar, hasta en el drugstore de turno, donde casi siempre terminábamos piradas perdidas, haciendo proposiciones deshonestas al panoli de la caja para conseguir licor de almendras a las tantas de la mañana. Las noches no tenían fin, se estiraban más allá del último hype de temporada, más allá de la maleta del disc-jockey favorito de tu hermana pequeña. Además, como éramos el referente malqueda oficial del reino indie, la gente respondía dando bola a nuestros delirios. De todas formas, no nos quedábamos nunca lo suficiente como para disculparnos por algo que, seguramente, cometimos sin darnos cuenta. Escapistas profesionales y eso. Eran buenos tiempos mira, muy lejos de la distancia irreconciliable que tenemos hoy. Que fuerte, estoy aquí llorando y enterrando el pasado en el mismo lugar en el que comenzó todo, ¡la barra central! Cuando vine mi primera noche, hecha un cuadro con calentadores y medias de rejilla (por aquel tiempo no leía el Vogue, vale) fue Laia quien me instruyó, ¿sabes? Ahora se ha ido y yo brindo por eso, con lágrimas en los ojos.
Acabo por resignarme, pues todo indica que terminaré la noche poniendo un clásico de The Cure en el estéreo y haciéndome un dedo. Por regla general, es lo que suelo poner cuando me masturbo, la voz de Robert Smith tiene eso, ¿sabes? Aunque, últimamente, no sé… también llego escuchando a los gatos del callejón. A fin de cuentas, montárselo una misma no está tan mal, o sea, te evita el agobio de llevarte algún colgado a casa. Todavía recuerdo a un capullo con el que pasé la noche una vez, al que, después de negarme a que me metiera un dedo en el culo (¡Tíos! Se creen que todas somos porno stars, ¿sabes? Si quieren una, que la paguen) me dijo:
—Estas demasiado delgada.
Me adelanté a corregir sus malas intenciones, diciéndole que lo que estaba era fibrada, debido a mi afición desmesurada al pilates. Y el tío, ni corto ni perezoso, con una sonrisa maliciosa cosida a la cara, del palo perdona vidas, me suelta:
—Tú misma.
Todavía no entiendo por qué no me hago bollo, mira.
Salgo del Nucle y me alejo por la calle dibujando caras felices en los cristales bañados por la humedad. Enciendo un piti viendo como la Jordi se aleja en la scooter del recoge vasos nuevo.
Un taxista se detiene frente al árbol sin ramas que es mi sombra, subo y el conductor, un gordito chistoso que escucha Radio Olé y al que no le importa que fume, me pregunta:
—¿Adónde, guapa?
Le hago una mueca antes de decidirme a contestar.

 

          Sergi la Nuit
(Sergio Rodríguez López)
    Barcelona – España

Fragmento de la novela “Esperando Nacer” disponible en:
http://www.luhueditorial.com/libreria/esperando-nacer_144/

 

Revista Dúnamis   Año 9   Número 6    Julio 2015
                                    Páginas 10-11