Un mundo en las espaldas

 

Un mundo en las espaldas

Era un hombre con un aspecto que hacía apartar de su camino a cualquier individuo con la suficiente cordura para saber lo que le convenía. Con una hirsuta barba que despedía todo tipo de inimaginables olores, iba por todas las avenidas conocidas y desconocidas del viejo centro de Lima. Incesante en su labor, tenía como fin único transitar sin detenerse con un saco detrás de su espalda, que muchos se preguntaban qué contenía, en el momento que lo veían pasar cerca de ellos. Aun así pocos lo recordaron el día en que lo encontraron muerto en pleno jirón Miro Quesada, en una de sus andanzas, y sin pena ni gloria, pasó a la historia de cuanto vagabundo había vivido en esta vieja ciudad, ciudad que se mostraba inclemente con este tipo de gentes de vida infrahumana. Nadie lo extrañó, nadie celebró su partida, no tenía familia alguna, y sus restos fueron a parar a manos de estudiantes del quinto año de medicina, en la antigua facultad de Hipólito Unanue. Ese fue su último viaje y allí quedó para siempre, en aquel jirón Cangallo en el cual muchas veces durmió. Nada lo diferenció de los demás “loquitos”, que iban a parar allí, pero este tuvo algo diferente, al menos para quien escribe estas líneas. Poco antes de su partida conocí a este sujeto de hedionda presencia, y sólo así pude entender el porqué de su aspecto y el porqué de aquel saco al hombro.

Era lunes por la tarde, exactamente 10 para las cinco, perdón… 4 y 50 de la tarde, y una vez más transitaba por aquel jirón Ica. Me detuve ante aquella monumental iglesia, la iglesia de San Agustín que encerraba cierta magia para mis adentros, su aspecto barroco hipnotizaba mi atención, podía estar parado, muchos minutos observando aquel lugar.

-Oiga, usted, quítese que me aparta el panorama…-me dijo aquel sujeto-

-Disculpe usted… no fue mi intención…-respondí temeroso-

-Todos dicen eso…-sentenció-

Fue el primer diálogo que tuve con aquel sujeto de la barba hirsuta, y aspecto nada formal, pero lo curioso era que siempre lo veía los días lunes sentado en una de las bancas de aquella plazuela, y a una misma hora, mirando como yo aquella iglesia. Mis prejuicios hacia aquel tipo de gentes eran enormes, y me disgustaba el sólo sospechar que alguien como yo podría compartir los mismos gustos de un enloquecido sujeto que carecía de una mínima decencia.

Mis lugares favoritos eran muchos, desde iglesias, hasta los  monumentales bancos que encontraba en pleno jirón Miró Quesada, parques, plazuelas, casas viejas, un sinnúmero de cosas que ver acaparaban mi atención de aquélla Lima tan descuidada.

No soportaba seguir topándome con aquel sujeto, siempre con un saco detrás de sí, el cual no soltaba siquiera cuando se sentaba en plena acera de la calle. Cierta vez lo vi sentado en una de las tantas bancas del Gran Parque de Lima y me di cuenta de que había alejado a ser vivo en un radio de unos 3 metros, y allí estaba él, aislado completamente de la sociedad, como en una burbuja imaginaria. Entonces y sólo entonces me pregunté, de quién se trataba. Intenté ver más allá de las manchas que inundaban su rostro, más  allá de esa tan sucia barba, más allá de sus ropas raídas y de ese eterno saco que llevaba detrás de sí, pero fue inútil, porque no pude ver más allá de su hediondez. Cierta vez salí muy tarde de un teatro, el de la Asociación de Artistas Aficionados,  y en el regreso a mi hogar, me topé con cuatro delincuentes conocidos como “pirañitas”, éstos se aproximaron hacia mí, y me di cuenta de que era objeto de un asalto, sólo después de sentirme con un brazo rodeando mi cuello y otro introduciéndose en mis bolsillos. Vi entonces salir de las sombras a aquel sujeto del saco, se aproximó hacia donde estábamos nosotros, y con su saco, al parecer nada ligero, impactó la cabeza de uno de ellos, los otros tres trataron de golpear al vagabundo, pero éste, al mostrarse cual era, los espantó con un solo grito, ellos corrieron, y yo quedé allí en el pavimento, devolviendo las monedas a mi bolsillo. Alcé mi mirada e intenté decir palabra alguna, emitir sonido alguno, pero sólo llegué a balbucear algo así como “gracias”, no sé si aquel sujeto me habría escuchado, jamás lo supe. Cuando volví a mirarlo por segunda vez, ya se había ido.

Convencido de la real naturaleza del vagabundo aquel, decidí enfrentarme a mis prejuicios, y acercarme a él, claro que en plena luz del día, y con mucha gente alrededor, sólo por sí llegara a pasar algo.

-Disculpe, desea usted esto, está bien rico…

El ultimo adjetivo estuvo demás, y así me lo hizo saber la mirada de aquel hombre que impactó profundamente en mí, extendió la mano y recibió de las mías dos manzanas, aquellas manos que estaban tan sucias, que difícilmente se  podía  llegar a ver el verdadero color de su piel.

-¿Deseas algo más acaso?- dijo-

-No nada, sólo, sólo, sólo preguntarle… ¿porque anda siempre solo?

Al emitir esta última pregunta, me asombré de mi propia audacia, y en ese preciso instante me arrepentí de la misma.

-Qué te hace pensar, que tú no estás tan solo como yo… ¿o más solo que yo?

Lo miré detenidamente, me asombraba la lucidez de aquel sujeto, pero antes de que dijera palabra alguna interrumpió mis meditaciones:

-Oye chico, ¿qué  hora es?- preguntó escupiendo sin desear, creo, pedazos de manzana a mi cara-

-Pues… diez para las cinco.-dije mientras limpiaba mi rostro-

El vagabundo me miró profundamente como deseando ver a través de mí.

-No muchacho, ¡te equivocas!

-No, si mi reloj está bien, creo, ¿o acaso no?

-No se dice diez para las cinco, se dice cuatro y cincuenta.

Extrañado miré al vagabundo, iba a decir, “¿es que acaso no es lo mismo?”, pero algo me detuvo, acaso la sensación de haberme equivocado, acaso el miedo a la reacción de aquel sujeto, acaso mi indecisión, la verdad no lo sé. Pero me quedé callado.

-Y por si acaso, no me llamo ni vagabundo, ni loco…-dijo mientras se levantaba-

Camino a mi casa recordé una y otra vez las palabras del vagabundo ése…o de aquel hombre, ya no me sentía bien llamándolo así. “No se dice diez para las cinco, se dice cuatro y cincuenta” me había dicho, qué quería decir con eso, ¿es que acaso un tipo vestido de manera sucia y andrajosa me vendría a dar clases de lingüística? Pues no lo creía así. Decidido, con menos temor que la primera vez, deseé aclarar aquel tema, y me acerque al hombre aquel. Era un  martes por la tarde y a la luz del sol que acaecía poco a poco, me  acerqué a aquella pileta en la Plaza de Armas, donde él estaba, nuevamente con aquel radio de soledad a su alrededor. Decidido  enfrenté a mis prejuicios y miedos, diciendo:

-Disculpe, usted ayer me corrigió, me dijo que estaba mal lo que había dicho…

Pero aquel hombre miraba fijamente el suelo como si estuviera dormido con los ojos abiertos sin hacer caso a lo que le decía.

Por qué el hombre le  tiene tanto asco al mal olor, pero puede vivir tan tranquilo con el alma podrida, eso huele mucho peor, por eso es que ando así…¿no te das cuenta? Ellos creen que son ellos los que se alejan de mí, pero no es así, la verdad es que quien se aleja soy yo de ellos… no soporto ese olor que despiden sus almas es insoportable…

Lo miré fijamente, tratando de mirarlo con la intensidad con la que él me había visto… tratar de descifrar cuánto  albergaban sus palabras…

-Por cierto, me llamo Antonín…-dijo-

Realizó un breve acto de desear levantar su mano derecha, tal vez para darme la mano, o tal vez para rascar su piel. No lo sabía, pero no dudé en ser yo quien levantara la mano, tendiéndola hacia él.

-Y yo me llamo J…

Entonces, aquel hombre que tenía por nombre Antonín, dejó caer su saco, por vez primera, al menos ante mis ojos, y me estrechó la mano. Era difícil ver sus mejillas, más allá de esa hirsuta barba, o más allá de esos sucios pómulos, pero podría jurar que una lágrima se deslizó por ellas, hasta caer en el grisáceo suelo.

-Es un placer el conocerte, hace mucho que no decía eso….y hace mucho que no estrechaba la mano de persona alguna.

Eran las cinco y treinta cuando empezamos aquella conversación, y fueron las 3 de la madrugada cuando aquella culminó. Mi memoria traiciona mis recuerdos, pero hay recuerdos que tal vez no pueden ser nombrados, que yacen en nuestra propia esencia, y son parte de nosotros, aunque no lo notemos, están con nosotros y forman parte de uno.

-Debes recordar eso, cada palabra que hayas pronunciado, formará parte de mí desde ahora hasta mi muerte, y cada palabra que haya emitido hacia ti, formará parte de ti, hasta que mueras.-Dijo Antonín antes de despedirse aquella noche, en aquella acera frente a aquella iglesia de la Merced testigo de nuestra conversación-

-¿Por qué decidiste tener esta vida?…¿porqué?

-Decidí emanciparme, toda mi vida estaba planificada, hasta el más mínimo detalle, me vi atrapado entre las garras del destino… ¿sabes lo que es eso? Me sentí asfixiado, y día a día aumentaba ese dolor, no soportaba más….

Sus ojos se habían abierto como dos ventanas que dejaban ver el sol detrás de ellas.

-Decidí emanciparme… y hacer de mi vida, lo que nadie quisiera jamás, ser el mal ejemplo para alguien, ser la opción vetada, existir para nadie.

-¿Pero porqué vestido así. ¿Porqué tras esa sucia apariencia, tras esa barba, porqué….?

Antonín me miró fijamente de nuevo.

-Decir diez para las cuatro está mal dicho porque tomas el camino más corto para decirlo, es facilista, nos es más pesado decir 4 y cincuenta (estándar), porque implica un esfuerzo más grande. Hay que afrontar la responsabilidad de hacer bien las cosas y esquivar el camino corto y mediocre.

Me siguió mirando fijamente, pero yo no tenía palabra alguna que decir, no después de eso.

-Esta apariencia es la manera más fácil de tenerlos alejados de mí, alguna vez experimenté el andar así por las calles, y me di cuenta, de que sólo así, despertaba desde odios hasta lástima en todos los que me miraban, me gustó eso. Me gustó dejar de ver sonrisas hipócritas, dejar de ver el lado bondadoso de las gentes, que muestran en sociedad, así puedo conocer su lado sucio, esa abyección que abrigan en su ser, y que no temen desnudar en seres aparentemente repugnantes como yo. Hace más de 30 años que lo hago, y no me quejo.

Al día siguiente, un miércoles por la tarde, luego de buscarlo por diferentes lugares lo encontré sentado en plena Iglesia de Santo Domingo.

-Le traje esto señor Antonín.

Le ofrecí varias manzanas y  mandarinas. El las recibió con una sonrisa.

-¿Sabes?, día a día cuando tenía tu edad, me preguntaba qué era la felicidad, y cuando llegué a un buen puesto de trabajo y a ganar lo suficiente para alimentar mi orgullo, y conseguir una buena mujer, hijos y una gran casa, me asusté.

-¿Por qué?

-Sentí que había vendido mi alma por unos cuantos fajos de billetes. No era feliz, no lo era entonces, así que decidí vivir una vida enteramente opuesta, como la que estoy viviendo, y si uso esta sucia barba, es para evitar que alguno de esos repugnantes hombres, que conocí en mi vida abyecta, se acerque a mí. Busco el anonimato, por eso uso esta barba, por eso estoy así de sucio.

-¿Es ahora feliz?

-No, no lo soy, pero estoy libre de aquella sed de poseer que me ahogaba, ya no tengo esa sed, ahora estoy mucho más tranquilo.

-Y…qué lleva en el saco… ¿sus cosas?

-Te has preguntado cómo sería tener el mundo a tus espaldas?

-No….creo que no.

-Imagínalo…tener  un mundo entero sobre tus espaldas…

-Habría de ser muy pesado, pero creo que es imposible hacerlo

-Pues Dios lo hace, somos su creación, y el tiene que lidiar con ello todos los días de la eternidad.

Abrió su saco, y miró dentro de él, luego con una seña me indicó que me acercara a ver dentro de aquel saco, dentro yacía una réplica del globo terráqueo. Era el planeta tierra.

-Juego a ser Dios a diario, trato de entender qué sentiría Dios.

Un jueves por la tarde lo busqué por doquier, pero sólo encontré su saco en la puerta de la iglesia San Agustín, aquel lugar donde él me había hablado por vez primera. Lo busqué por todas partes, pero no lo ubiqué, eran las tres y media de la madrugada, cuando se me ocurrió ir a la morgue. Allí me di con la ingrata sorpresa de aquel suceso. Antonín aparentemente no tenía familia, ni amigos, sólo el narrador que cuenta esta historia, poco pude hacer para pedir un entierro justo. Según me dijeron luego de dejar su saco en la Puerta de la iglesia, caminó hasta el jirón Miro Quesada, allí encontraron su cadáver a las afueras de uno de esos antiguos bancos de la antigua Lima. Había muerto de tuberculosis.

A veces me pregunto qué historia tendrán que contar los innumerables “locos” que vemos a diario, qué historia abrigarán en sí, qué mundos cargarán sobre sus hombros. No dejo de pensar en Antonín cada vez que veo a un infortunado ser humano, pero no llamo infortunado a aquellos sujetos, sino a aquellos que creen lo tienen todo, que creen que pueden hacerlo todo, menos hacer lo que realmente desearían. Eran unos simples cadáveres inertes que sólo eran movidos por la ambición y la sed de poder.

Aún recuerdo aquella tierra que recibí de Antonín, la guardo y la cargo conmigo día a día, porque, no sé por cual razón esa vida me gustó, y sigo viviendo esta vida de vagabundo aun hoy, 30 años después de la muerte de Antonín, sigo visitando los viejos lugares donde lo conocí, y continúo cada obra inconclusa que dejó en mis manos.

-Eres la primera persona a la que me dirijo en años. Creo que tú eres diferente a los demás, y eso es porque aún no has contaminado tu alma. Pero que algún día lo harás, y con ello tu muerte espiritual acaecerá sobre ti, y serás una marioneta movilizada por esta sociedad.

Día a día recuerdo tus palabras Antonín, espero no haberte decepcionado, espero que estés orgulloso de mí, espero no haber muerto antes tus ojos. Seguiré cargando este mundo sobre  mis espaldas hasta el día en que muera, para al menos sentirme un poco más como tú. Hasta siempre Antonín…pronto nos volveremos a ver…

 

Jerjes Loayza Javier

Lima – Perú

 

 

Revista Dúnamis   Año 9   Número 6    Julio 2015
                                    Páginas 13-21

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