El Sabor de la Piel
Día uno
Santiago escucha Media Verónica, canción número siete del disco Alta suciedad de Andrés Calamaro:
“Media Verónica despierta
le molestó la luna con la ventana abierta,
lleva una carta desde el frente
un cántaro se rompe y se secó la fuente.
Va decidir qué hacer cuando despierte del todo
y borrar con la mano lo que ayer escribió con el codo.
Habrá que ver si la crónica Verónica reacciona…
la Verónica mitad tiene muy poca maldad
pero está cansada de esperar (…)”
Ahora se rasca los ojos y sale a pasear. Tiene náuseas pero quiere escribir como nunca antes.
***
El cielo está nublado. Cojo una ramita y empiezo a escarbar la tierra. Me cae una gota de lluvia en la nariz. En pocos minutos la vereda se llena de puntos oscuros, entonces abrazo mi mochila y me marcho. Estoy pensando en un cuento que quiero escribir, el último cuento. Después voy a dedicarme a la novela. Quizá me di cuenta de ello esta mañana, cuando aún había sol. Estaba leyendo Los detectives salvajes de Roberto Bolaño y de pronto, mi boca se empezó a llenar de saliva, como si estuviese hambriento. Comencé a pensar en la muerte, en el suicidio. Ahora solo pienso en caníbales.
Día dos
Busqué en el diccionario el significado de caníbal: Nombre dado a los antiguos caribes por los españoles. Antropófagos. Que se come a otros de su misma especie.
También me he tomado el trabajo de transcribir las canciones de Alta suciedad, un disco de Andrés Calamaro. Peculiarmente triste. No sé por qué al escucharlo siento que el corazón me late en la boca, como si lo fuese a vomitar. Me encuentro en una situación poco envidiable… a veces creo que nunca podré ser feliz, que la felicidad es orgásmica, que es como la muerte: un segundo que se amplía en reflexiones milenarias, en creencias, dioses, sectas, partidos políticos, etc.
Uno nace a destiempo y muere a destiempo también. Nunca existió el momento indicado, lo inventó la gente para tener mesura.
Ahora pienso en Verónica. ¿Tiene algo que ver el amor y la antropofagia?
Día tres
Me desperté a las once de la mañana con los ojos rojos y la lengua seca.
Ahora estoy sentado en la mesa del comedor escribiendo un boceto del cuento que planeo escribir.
No se me ocurre nada.
Pienso en la noche de ayer, recuerdo algunas cosas. Recuerdo que vomitaba. También recuerdo a Verónica.
Fue en el zaguán de esa casa. La música era estridente, los mareos me echaron a perder. Quería marcharme, irme lejos, como siempre. O matarlos a todos y dispararle también a esos malditos amplificadores, y luego gozar del silencio recostado sobre algún sofá. Pero la vi. Allí estaba ella, media moribunda. Quizá necesitaba que alguien la auxilie. En ese zaguán, con las luces apagadas. Llena de remaches y drogas, oculta en el vértice de las dos paredes tapizadas. Durmiendo con los ojos abiertos, el maquillaje rodando como lodo, como lágrimas de alguien que tiene contaminado el corazón. Sí. Durmiendo, o quizá para entonces, ya era una flor acaparada por la muerte. Cuánta poesía había en ella. Tan abrupta como los retratos de Sábato. Tan sola.
Pienso en la noche de ayer y pienso en Andrés Calamaro haciéndole el amor. Entonces me provoca llanto, furia. Ahora me sangra la nariz.
Me encanta pararme en el balcón y ver la calle larga hasta aquel punto en que desaparece, en que otros ojos toman poder sobre ella. Pienso en Verónica y pienso en la literatura. En Jack Kerouac haciendo autostop en California con el sueño de llegar a Nueva York. Vivir escribiendo, escribir en la ducha, en la cama mientras follas con una fulana, o con el amor de tu vida. Escribir en una piscina, en un autobús, en todas partes. Escribir para producir morfina, para no sentir la muerte o sentirla y escribir algo en forma de advertencia. Dios, tengo hambre.
Necesito caminar.
***
Día cuatro
Santiago coge un cigarrillo y lee el cuento que ha empezado a escribir, entonces recuerda la canción de Calamaro:
“(…) media Verónica está rota
no tiene muchos años pero le hicieron daño,
rompió una lanza por la risa,
pero no tiene prisa y se ríe muy poco…
no va a saber qué hacer cuando no sople más viento
no sabe distinguir el amor de cualquier sentimiento,
quiere vivir una vida diferente cada día
la Verónica mitad está en la flor de la edad
pero está cansada de esperar (…)”
***
Verónica está muerta.
Fumo un cigarrillo mientras comienzo a redactar mi cuento. Es un cuento tenue y sórdido, como todo lo que nos afecta en la vida. Un cuento como la vida misma pero sin ocultar nuestras perturbaciones, sin ser finos. Es cierto eso de que lo más pesado se esconde en los sucesos menos relevantes, pero esas cosas pesadas también son sórdidas y tenues.
La historia es más bien una imagen: una madre que se come a sus hijas mientras gime una canción de cuna. Es terrible pero no puedo echarlo a la basura. Escribo a grandes velocidades, como poseído por el hedor de un orgasmo. Y en cuanto escribo veo el rostro de la madre mirando a las hijas llorar en la cama y las margaritas en el jardín y un hombre desesperado tocando los vidrios de la ventana. Un hombre con los ojos mojados, eufórico. Presumo que es el padre. GRITA. Se deshace mientras la madre coge a una de las criaturas y se la empieza a comer, sí, pensando que pronto la tendrá en el estómago y nadie podrá quitársela, y en realidad el sabor crudo la empieza a empalagar, y la sangre que se desliza por su barbilla como una miel salada, y las pobres niñas mutiladas, llorando a chillos. Pero es su deber devorarse a ambas. Me pregunto cómo podría dejar a una fuera de sí, quizá después ésta crecería celando a la hermana que habita en el estómago de la madre. Si no es devorada vivirá creyendo que debe enfrentar al mundo sola. Los complejos son lo peor, piensa la mujer caníbal, como quien aprende una lección… Lo interesante es como se miran la madre y el hombre aquel que ha quedado petrificado frente a la ventana, y de pronto sería necesario poner atención en los ojos de la pequeña que espera el momento. Las imágenes. Las fotografías. El tiempo. Los ojos cuando hablan, cuando no te dejan respirar, cuando te dicen adiós por última vez.
Ahora pienso en los ojos de Verónica…………………………… esa noche. En el zaguán, yo me fui, Verónica, te dejé sola, sin conocerte y sin que me conozcas.
Debería haber un día en el año para todos los desesperados. Quizá me harían una estatua.
Día cinco
“(…) En la ventana hay una nota:
el pájaro no vuela tiene las alas rotas,
media Verónica lamenta que el tiempo se consume
y lo demás no cuenta,
la vida es una cárcel con las puertas abiertas –
Verónica escribió en la pared con la tripa revuelta,
Nada que ver, no habrá flores en la tumba del pasado…
La Verónica mitad dice siempre la verdad
Pero está cansada de empezar (…)”
Santiago se sienta frente a la computadora mientras las últimas melodías de la canción número siete se consumen en los parlantes.
***
Pienso en Andrés Calamaro y en Verónica y también pienso un poco en mí. Sí, al final no queda más que pensar en uno mismo, porque uno los contiene a todos, se los traga. Cierro los ojos y veo la habitación de Verónica, esa habitación con la ventana abierta y las cortinas bailando y el viento trayendo ese olor de amanecer. Cierro los ojos y allí está Andrés, desnudo mirando a Verónica. Qué noche, piensa. Y luego se marcha porque no sabe entender que las personas no olvidan. Entonces Verónica despierta y ya nadie le roza la espalda y está sola otra vez, y está cansada de estar cansada. Pobre Verónica. Pobre de mí.
Estoy llorando, Andrés. Acabo de vomitar al lado de mi computadora porque en mi cuento una madre se está tragando a sus hijas y siento que tiene sentido. Al fin y al cabo el canibalismo es una filosofía, es el sentido más sórdido de los lazos de pertenencia. Me preguntó que sentiste cuando al dejar a Verónica por última vez, caminando por la calle viste que tu mano empezaba a sangrar. Vaya sorpresa, Andrés, te falta un dedo o acaso dos. Tienes miedo Andrés, qué va a pasar cuando te vayas antes de que alguna de ellas despierte, y tarde ya, te des con que se han tragado tu corazón. Por eso regresas, para preguntarle a Verónica qué pasó. Pero Verónica no está, Andrés. Tiene las venas rotas, la nariz irritada, con puntos blancos desperdigados como la pólvora de un revólver. Quizá leyó esa nota que le escribiste “el pájaro no vuela tiene las alas rotas”y recuerda cuando ustedes dos caminaban por el parque y de pronto una paloma cayó desde lo alto, muerta y fracturada. Y piensa en su espíritu mutilado, devorado por cada hombre que se marcha. ¿Qué pasó, Andrés? Has encontrado lo que inventabas en tus canciones. Ahora eres un villano. No podrías ser un caníbal, no podrías tener alguien dentro y digerirlo y eliminarlo. No podrías vomitar un ojo, una lengua, sería demasiado para ti. No sabrías amar. Porque tú te marchas por la calle larga cada mañana después de dejarlo todo en la oscuridad, porque tú puedes abandonar.
Quizá vivo abandonado. Dónde estás, Verónica, dónde has ido a parar.
Día seis
Hoy sólo he dormido.
Día siete
En la pantalla de la computadora se lee:
“Entonces cogió a la menor de sus hijas y se la comió lentamente…”
La cabeza de Santiago yace sobre el teclado y empiezan a aparecer letras repetidas en la pantalla. Llora, llora convulsivamente.
***
6.47 AM.
Las seis y cuarenta y siete es ese momento en que las cosas se detienen, ese momento en que las cosas terminan de perderse. Es ese instante en que todas las historias se entrelazan y uno es todo y en todas partes.
He escrito el final de mi cuento, el último de mi carrera. Estoy algo turbado, no es fácil dormir cinco noches pensando en una madre que se come a sus hijas para tenerlas más cerca, para protegerlas mejor. Pero el rostro de Verónica, ese instinto caníbal que rodea todo esto, sentirse un antropófago, todo esto me ha turbado mucho más. Al fin y al cabo este cuento ahora es un papel, algo que evoca una situación mucho más grande, un laberinto que se incendia dentro de mí, pero que tarde o temprano será ruinas o cenizas flotando en el mar y me costará demasiado recordarlo. En cambio, esta sensación caníbal, esta complicidad depredadora no cesará. Por qué el arte será tan sangriento, por qué tiene que morir la gente para vulnerar. Debería dormir más pero siento un hambre atroz. Sin embargo veo la comida y me descompongo. Quizá sea porque mi hambre quiere devorar cerebros y corazones y luego sentirlos latir dentro de mí y llorar como un convicto cuya pena carcelaria es la vida. Entonces vendrán los mareos, las arcadas, el sudor frío… sí, todo hace presagiar que es un dolor físico el que sentimos los artistas, que una pastilla nos dará bienestar. Vomitar físicamente no es como vomitar desde el espíritu. No botas alimentos y bilis, sino brazos de niños que piden auxilio, labios de mujeres perdidas, no botas almuerzos grasosos sino ojos que lloran como diciendo por qué nos dejaste solo, Santiago.
Debo beber un poco de agua. Ahora cierro los ojos…
Me dirijo al balcón, veo la calle extensa. La luna parece una uña perdida en la niebla y el sol es un montón de rayas horizontales que arañan el cielo y lo hacen sangrar. Sí, cuánta belleza contiene el mundo. De pronto veo la melena de Andrés revoloteándose por el viento, cruza la calle, enciende un cigarrillo, luego silba y trata de disimular esa pierna ortopédica, lo escucho… como un fondo de música que pone la piel como de gallina. Siente ese ardor en la médula. Ahora se confunde entre la gente y luego en la ciudad y después en el mundo. Es hora de dormir, pienso. Ahora me recuesto en la cama al lado de Verónica, apago el equipo de música que repite siempre la misma canción. Luego la miro con detenimiento. Qué horribles son los muertos, digo, qué fríos, qué apagados. Una gaviota se posa en mi ventana, no puede volar, y a la vez que presume su muerte, sus ojitos infernales parecen pedirme algo. Ahora me echo sobre Verónica y chillo mientras le trato de hacer el amor. Un escalofrío surca mis venas como una inundación de éter. Tú no estás aquí, pienso, mientras muerdo uno de sus brazos.
Miguel E. Coloma H.
Revista Dúnamis Año 5 Número 5 Octubre 2011
Páginas 14-20