La Tumba de los Inmortales

 

La Tumba de los Inmortales
 
  La cámara era fría y ancestral. Las más sagradas memorias de su gente allí residían. Cada una de aquellas imágenes infundía en su pecho una fuerza sobrenatural. Fuera del recinto se oían las estridencias de la destrucción, los gritos mórbidos de gente excitada, y el ruido sordo de la muerte. Él continuaba en su acto contemplativo, casi ceremonial. La diversidad de sonidos agresivos se acercaba más, más… Pensó, con sorpresa de sí mismo, que después de todo, aquel bullicio parecía tener una cadencia, que podía aun tenérsele por melódico. Luego, en la profundidad de su corazón, procuró asir un concepto que su gente creyó siempre no lo necesitarían. Procuró saber cómo operaría un sibádohqe en sus circunstancias, y cuál sería éste. En pocos segundos entendió: ya era tarde para eso. Fue tal vez un error no prever un día tal, o simplemente aquella expresión – inaudita – de su padre lo explicaba todo: la maldición de la excelencia. Recordó entonces las palabras últimas de su progenitor:
Cuando estas puertas empiecen a ser violentadas, sábete el último de nuestros reyes. No te detengas a pensar en el porvenir, sábelo inexistente. Enfrenta el momento; asume tu investidura. Llénanos de orgullo. Defiende este recinto como uno de nosotros, los que fuimos antes de ti. Sé aun más que nosotros, el día así te lo exige. Ha recaído sobre ti el cerrar el círculo de nuestras proezas. Ten presente, al ser rotas esas puertas, el solo momento te habrá hecho más grande que tus predecesores. Fuiste elegido tú para asumirlo. Sábete el indicado. Ten pues la entereza que nos hizo renombre… y trajo sobre nosotros este día – de lo que no hay que arrepentirse, hijo mío. – No te conformes con el ensalce del solo momento, maximízalo. Graba en la historia lo que hasta antes de ti se creyó inimaginable. Te amo…
Miró a los jóvenes que con él habían crecido, aquel centenar consagrado a estar siempre a su lado, destinado ahora a compartir con él la última llamarada de lo que se creyó un fuego inapagable. Aún no comprendía. ¿Cómo llegó a ser este día? ¿Tanto podía dar de sí la maldad sobre la tierra? Escrutó sus semblantes, no vio muchachos confusos. Eran dignos del peso de la hora; su resolución, incólume. Se sabían dueños de la última línea en la historia de los suyos, y no tan solo de sus vidas. Cuando el fragor llegase a las puertas ellos serían más que la guardia élite del Rey, serían toda su fuerza, el último ejército de su pueblo. Palpó sus almas y conoció que no había hombres más dignos que ellos para estar con él en tal situación. Regocijose.
  Le pareció sentir que el viento soplaba en su cara, tierno, acogedor. Era una sensación, nada más. Siguió acariciando las paredes frías con su mirada. Pronto se teñirían de sangre, pensó. ¿Quedarían al cesar, paredes ensuciadas, o una pintura magistral sería grabada en ellas? Expiró con violencia, e inconformidad. Volvió sus oídos hacia afuera, la cadencia era muy veloz. Acercábase el crescendo. ¡Cuán distinto se había hecho todo!
No había nada que lamentar. Anhelaba, sí, un mañana diferente, pero no resentía nada. Su corazón se fue por un instante con la tierna muchacha a quien debía desposar el siguiente día. El día que jamás vería… Se preguntó si ella tendría la misma claridad, de entender la situación como él lo hacía. Como ella, todas las mujeres que habían enviado lejos, optarían por morir sin hijos. Se conformó con que no viesen, ni gustasen, el ocaso…
¡Las puertas retumbaron! Los alaridos se esparcieron tras ellas. Los jóvenes se formaron y el deslizar de las armas produjo una nota alegre a sus oídos. ¡Bendito sea siempre nuestro Rey!, proclamaron. ¡Benditos seáis vosotros siempre!, contestó… La perplejidad se apoderó de ellos. Ninguno antes de él había dado semejante respuesta. Los miró exacerbado, alzó los brazos e inició el discurso ceremonial…
Es un día negro. Presente y porvenir tenebrosos son. Este es el reino que mi padre me ha heredado: Vosotros y esta cámara sagrada. Esto recibo y por esto me doy. Tras esas puertas resoplan los ilusos. Se creen capaces de vencer lo que, según ellos, son los restos de un reino ya derrotado. Nosotros no conocemos la derrota, tan execrable concepto jamás ha cabido en nuestra mente. Tal es el secreto de nuestra grandeza, lo sabéis bien. No somos lo que resta, somos el renuevo. Lo escogido para dar la lucha definitiva. No habrá mañana, es cierto. Habrá eternidad. Una vez más seremos el asombro del mundo.
Gritó. Gritaron. La sala fue llenándose de fiereza, hasta cubrir sus cabezas. El cerrojo se resquebrajó. Él dio medio vuelta, aguardando la irrupción. Tras de sí, aguardaban también los suyos, con esa misma vehemencia. El siguiente golpe abrió su campo visual por un brevísimo instante. Su primera visión del exterior fue semejante a una fulminación. Sus enemigos habían congregado un ejército cual nunca se ha había visto en la tierra. Jamás tantos grandes se habían unido en un mismo propósito. De tan vasta y férrea muchedumbre, que cuando vista por vez primera se dijo “he allí hombres como la arena del mar”¿era solo eso lo que quedaba? ¿Se atrevían a desafiar su recinto, cinco millares tan solo, tal vez un poco más? ¿Era eso todo lo que había sobrevivido a su padre y los suyos? Dudó por unos instantes de su pericia en tales cálculos. Culminó aquel golpe y de hacerse la abertura. Pudo verlo todo. Las puertas volaron muy cerca de él. Contempló. Admiró. Sonrió.
Su cálculo había sido acertado. La tarea se presentaba difícil en extremo, mas no imposible. No en vano su pueblo se había ganado el renombre por el cual juraron destruirlo. La marea lo cubrió. Por unos instantes se detuvieron todos sus pensamientos. Solo habían sonidos. Solo había movimiento. Muerte. Silenciamientos. Una caída tras otra. Su reinado sería el más corto, entendió. El más memorable, empero. Penetró en los semblantes de sus contendores. Encontró agotamiento y horror. Comprendió que aunque estaban allí presentes, batiéndose con él, no habían sobrevivido del todo a sus antecesores. Meditó en la gloria de su pueblo, en su fama y maestría. Recordó los días de su entrenamiento. La recordó a ella, y el día desde el cual la amó. A su alrededor la sangre se esparcía. Sus movimientos fluían con naturalidad inconciente. Cuando lo notó supo que había alcanzado el zoværik, lo que los demás mortales entienden como el estado de invincibilidad. Sus brazos eran ágiles y mortales, su mente ignoraba a sus enemigos. Miró alrededor, se apercibió de la magnitud de la ruina y resonó en su interior lo tantas veces dicho por su padre: la maldición de la excelencia.
¿Era en verdad su supremacía lo que había decretado su fin? ¿Fue el escalar hasta lo más alto lo que determinó la caída de su gente? ¿O fue tan solo la voluntad enemiga que afrontó con inclemente astucia la amenaza que le eran? ¿Había respuesta para tales preguntas? Tal vez sin aquella excelencia nunca Habrían visto los días pasados. Habrían perecido mucho antes, sin tanto ruido. Ante esta palabra cobró conciencia del mundo real. Las notas estridentes habían cesado. Ahora estaba solo. Todo su pueblo había pasado ya. Lo único que llenaba la sala, la fortaleza toda, eran las voces de un puñado de uniformados, que jadeando procuraban terminar con el último hombre en pie. Se convenció de que todo había acabado. Aquel largo sendero de cadáveres desparramados sería semejante a una escritura prolija. Esos muros no contendrían más poderío, sino memorias. ¿Era un justo destino para un lugar tan majestuoso? No podía permitirse.
Oyó un cuerpo caer  sobre otro. La melodía había cesado. Con piernas endebles, aún permanecía semiparado. Desde el suelo se elevó una voz tenue, pero igual de detestable e inconfundible. Era el gestor de esa inefable alianza. Trató de recordar, y no podía identificar el momento en que este fue derribado. Discutió con él hasta que el caído hubo de reconocer su derrota y expirar. Mostró una sonrisa torva, impropia de él, y dejó de mirarle. En su corazón observó el trono que estaba a sus espaldas, sobre el cual nunca se había sentado. Deseó depositarse en él. No estuvo seguro de poder llegar hasta allí. Era más digno quedar en la posición que había mantenido, y en la que había prevalecido. La sala era suya… Era un mural, y la calidad de su arte, escapaba a este mundo… Depositó una rodilla sobre sus adversarios. Alzó sus ojos al cielo; elevó una plegaria. Observó alrededor contemplativo, satisfecho, disfrutando sus últimos respiros. Nunca se había sentido tan dichoso. Era una dulce expectación. Cuando en su vientre sintió llegar la última conmoción, alzó el grito: ¡Dær Tunaf! 
Ha muerto. Un movimiento telúrico se ha apoderado de su entorno. La tierra se prepara a envolver el escenario. Montañas se están irguiendo alrededor. Declina ya la luz. Karat-takus permanecerá oculta, hasta que se hayan desvanecido las pruebas de su ocaso.

 

Emanuel Silva Bringas

Revista Dúnamis   Año 5   Número 4    Septiembre 2011
                                       Página 29-32

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