Eran las seis y media de la tarde, la congestión en la avenida principal de aquel distrito era, como de costumbre, un caos, los agentes de tránsito intentaban poner orden con denodados esfuerzos en aquella ciudad donde ese caos era justamente el pan de cada día, ese caos que devoraba a todos esos ciudadanos que debían llevar a cabo sus labores cotidianas, tratando de poder hacer una vida digna, ganar un sueldo con el cual vivir y poder mantener a sus familias. “Es para tener un mejor futuro” – comentan algunos, “¿qué se puede hacer, maestro?” – rezongan otros, “hay que darle nomas al trabajo, sino cómo…” finalizan, resignados.
Mientras se dirigía como de costumbre hacia su casa, ubicada a treinta minutos de su oficina, pensando en uno que otro tema banal, su celular vibró, al igual que su corazón, cuando vio el nombre de ella en ese mensaje que decía: “ya estoy al fin sola, te espero en el parque detrás de tu casa.” Él, detuvo por un momento su marcha, y pensó en lo mucho que había esperado ese mensaje, y sabía también que eso podría tener un doble significado, una respuesta a la pregunta que le había planteado la última vez que se encontraron en aquel mismo parque y en donde dejó claro que no iba a seguir con el juego que ella le había propuesto unos meses atrás, “te pido simplemente que tomes una decisión, no quiero presionarte, pero sabes bien que alguien puede salir dañado, así que hasta que no tomes una decisión, no te quiero volver a ver” – recuerda que fueron sus palabras. “Llego en treinta minutos, espérame por favor”, respondió el mensaje, y enrumbó nuevamente su camino pero esta vez con un destino distinto.
Joaquín, un joven abogado egresado de una de las más prestigiosas universidades del país, trabajaba en aquel bufete de abogados sanisidrino en donde ejercía la profesión que tan dignamente estudió durante seis largos años, junto a esos compañeros de aula que jamás podría olvidar y que le enseñaron tanto dentro como fuera de las aulas de clase. Era un tipo espigado, de cabellos ondeados y de rostro ovalado, en donde se hallaban esos ojos color café que había heredado de su abuelo, de quien también heredó el nombre. Él era de aquellos muchachos extrovertidos, siempre presto a llevar el caso más complicado, aquel que nadie quería tener, ya sea porque no “tenía solución”, o porque simplemente demandaba demasiado esfuerzo y las dichosas horas extras impagas – como en todo centro de labores de ese país tan pintoresco en el cual le tocó nacer. Era además muy dedicado al arte, sobretodo a la pintura, solía organizar talleres para compartir con sus mates las últimas creaciones que pudieran habérseles ocurrido en la semana, o criticar de manera positiva – y otras veces no tan positiva, los últimos trabajos presentados en las galerías de arte de la ciudad. Era pues, un joven con relativo éxito en todo lo que hacía, pero como no siempre se puede tener todo lo que se quiere, existía un ámbito antagónico en su vida, en el que se sentía sumamente desdichado por esa bendita timidez específica que le acompañó siempre: el amor.
Durante el trayecto, no dejó de pensar en aquella muestra en la galería de arte de su entrañable amigo Ramiro, en donde la conoció, y menos aún pudo dejar de pensar en esos ojos que lo conquistaron, negros como las noches de invierno en el septentrión, y esa sonrisa que podía domar a cualquier fiera, incluso a la más salvaje, incluso a él.
Llegó en el tiempo pactado, y ella lo recibió con una sonrisa y un beso en la mejilla, señal para él de que la suerte estaba echada. “Hola, llegaste justo a tiempo, estaba por irme” – le dijo ella, más coqueta nunca, “pero si te dije que llegaba en treinta minutos y cumplí, mira tu celular si quieres” – respondió él aun atontado por esa sonrisa tan angelical. “Lo sé bobo, te estaba bromeando, nada se te puede decir a ti, ¿no?” – replicó ella con un puchero en el rostro, y agregó “bueno, tenemos una conversación pendiente, ¿cierto?, entonces… ¿a dónde vamos?”. “Vamos a mi departamento si gustas, pero antes necesito que esta conversación se torne algo más especial, acompáñame al supermercado para comprar algo de tomar” – dijo el con cierto aire de melancolía, como sabiendo que ese era el final de la historia que había comenzado de una manera turbulenta exactamente hace seis meses. “Está bien, vamos” – sentenció ella, y se dirigieron hacia el supermercado que se encontraba a tan solo cinco minutos de allí, comprando un vino de la más fina cosecha que pudo encontrar.
En el camino, ambos guardaron silencio, él por la timidez que sentía cada vez que estaba a su lado, ella porque al parecer aguardaba a que todo estuviese listo para poder decir lo que tenía que decir. Llegaron al departamento en el tiempo previsto, tomaron el ascensor que daba directamente hacia la sala de ese moderno pero modesto y acogedor departamento del piso ocho, en donde ellos habían pasado noches apasionadas e intensas, de lujuria y amor. Ese lugar que era tan de ambos…
“Han pasado dos semanas desde la última vez que conversamos”, le dijo Joaquín mirándola tímidamente, con cierto temor de saber, casi de antemano, la respuesta que tanto esperaba, para bien o para mal. “Olvídate de eso por favor, pasemos este momento como si fuera el último, hazme el amor, poséeme, hazme olvidar que soy de otro” – repetía ella mientras se despojaba de sus prendas. “No, ¡detente! Necesitamos hablar de…” – dijo él, pero no alcanzó a concluir la frase cuando quedó perplejo al ver ese cuerpo desnudo, perfecto, de formas rutilantes y con esa fragancia que tanto la caracterizaba, fresca como los campos suizos en época de primavera y suave como la brisa matutina que acariciaba su rostro y le hacía recordar tanto a ella. Entonces él sucumbió a sus encantos y cumplió al pie de la letra todo lo que ella le pidió, su voz incontestable hizo de él un simple sirviente de esa diosa, su diosa.
Cuando aquel encuentro intimo culminó y mientras ambos se encontraban exhaustos y desnudos sobre la cama, única testigo de esos momentos tan íntimos que vivieron, él, en la infinita ternura que ella le provocaba, le dijo dulcemente al oído: “te siento tan mía, no podría vivir sin ti, ¿lo sabías? Te amo y no me importa nada”. “Nadie me hace más feliz que tu Joaquín, sino no me arriesgaría a que alguien se enterara de lo nuestro…” – dijo ella, quien acababa de encender un cigarrillo que había tomado momentos antes de la mesa de noche, “…pero esto ya no puede seguir, en tres semanas parto hacia los Estados Unidos con él para casarnos allá… espero que sepas comprender y que algún día puedas perdonarme”. Estas últimas palabras entraron como una filosa daga al corazón de Joaquín y serían paradójicamente éstas las que retumbarían en su cabeza por el resto de su vida. “No te preocupes, no tengo nada que perdonarte” – dijo él, con la voz quebrada por el silencioso llanto.
Esa noche concluyó con un silencio fúnebre que se apoderó del departamento, el cual aún guardaba la fragancia de aquel encuentro. Ella se despidió de él con un beso tierno en la frente, él la abrazó y con lágrimas en los ojos le deseo lo mejor, luego la acompañó hasta el ascensor en donde le robó el último beso, el de despedida, el más triste de su vida, y, finalmente, la vio partir.
El tiempo pasó, y Joaquín se convirtió en socio principal de una de las firmas más importantes del país, llegó a tener todo lo que cualquier mortal envidiaría: un auto de lujo, una casa grande en donde tenía un taller de pintura y en el cual dedicaba infinitas horas en retratar la imagen que aun guardaba de ella en su memoria… tenía pues, una gran fama y una vida exitosa, pero infeliz.
Es así que todas las noches cuando llega del trabajo, se sienta en su escritorio y observa en el bar que mandó a hacer el vino comprado que jamás tomó junto a la única mujer que amó con locura, y siente que, a pesar de todo, no pudo olvidarla. De ella no supo más, fue la decisión que tomó aquella noche y que mantiene firme hasta el día de hoy. Él, por causa de su noble corazón nunca le deseó mal a nadie y ella no podía ser la excepción, a pesar que probablemente se lo merecía, a pesar que ella no lo eligió y a pesar de que, cayendo en cuenta de todo lo sucedido, ella simplemente le mintió.
Israel Cáceres Arroyo
Revista Dúnamis Año 5 Número 5 Octubre 2011
Página 24-28