Para aquel día, ya el hecho habría sido descubierto y no tardarían en llegar a apresarlo, se repetía Tobías Montalvo. La muerte pellizcaba sus talones y pensar en lo inminente percutía en sus sienes como lo hacía el monótono aplastamiento de una gota, al caer sobre la superficie del viejo lavadero. Esa noche el disco de plata pendía del cielo como una gran hostia, increpándole a la cara, como un sacerdote: ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?!
Acurrucado en la esquina de un cuartucho de poca monta en la Calle de los Judíos, mantenía un cigarro asido a su mano izquierda, como un cáñamo índico. Al percatarse de que lo tomaba entre sus dedos –que habían dicho parecían los de una mujer– sobre aquella extremidad asesina, cambió el pucho de mano. Jamás la acción de fumar le había parecido tan catártica. En medio del delirio, se vio vestido con un atuendo escarlata y blanco, como cuando niño, abrazado a las piernas del cura, le confesaba que había incurrido en el vicio adolescente del onanismo –el estómago era el cubículo donde se concentran todos los males, recordó súbitamente; de ahí la clasificación de las personalidades según Aristóteles–. El humo invadió su tráquea y sintió que hervía, que se incendiaba. Exhaló el humo casi por inercia y el fantasma gris confundiose con el poco oxígeno de la habitación, ya escaso e impregnado de una humedad de lustros. Dio una segunda pitada. Concentró el humo por unos segundos, los suficientes para que absorbiese todo el pecado. Lo vomitó lentamente. La humareda que expelía el pitillo formaba en la atmósfera toda clase de figuras. En la densidad vislumbró una faz taciturna y ceñuda, de espejuelos redondos y gruesos que lo observaban, como auscultándolo: el rostro de Morote, maestro de filosofía, a quien cariñosamente apodaban ‘el existencialista’: “La existencia del hombre es una paradoja continua– citaba a Kierkegaard–. Es la angustia por el pecado y el sosiego por la aproximación a Dios”, le susurraba la cara gaseosa, mientras se diluía lentamente. Montalvo terminó de desbaratar de un manotazo la efigie difusa. Sintió de repente ansias de beber un buen vino. Indagó
cada arista de la habitación. Con la vista ciega divisó la botella debajo el buró y en un acto de súbita resolución, se dispuso a subir a los altos del solar. Prendió nuevamente un cigarro, esta vez de esos burdos elementos que conseguía a expensas de un pariente alistado en el ejército. Lo acarició con una delicadeza inmerecida y comenzó a recorrerlo, ansiando el cuerpo de Rebeca. Sutilmente fue despojándolo de su ropaje, simulando hacer lo mismo con su vestido. Sin embargo, al deshacerse de su envoltura, se percató de que el tabaco y la desaparecida mujer obedecían a la misma tipología — del vulgo y para el vulgo, pensó para sus adentros; pero los deseaba a ambos–. En cuestión de segundos, volvió en sí. Vendrían pronto a buscarlo y no habría donde ocultarse. A lo lejos el cerro San Cristóbal cuidaba de la ciudad dormida. Montalvo observaba absorto las diminutas luces de las viviendas precarias que, tiritando con fulgor de ojos de niño, se aferraban a sus faldas, a su estructura de asfalto, polvo y arena. Cogió la botella de vino y sintió el licor sanguinolento mecerse torpemente en su interior. Quiso libar hasta la mañana siguiente y despertar con el sol en el rostro libre; pero el recipiente adquirió ante sus ojos su verdadero aspecto: un alcohol de dos por medio obtenido por un trueque desequilibrado. Apenas posó sus labios sobre el pico maldijo el día en que parieron al insensato culpable de su producción, y lo arrojó prestamente a la calzada: libar es mucho verbo para esta botella, musitó. Giró la cabeza al norte por última vez en la noche y sintió la cruz, tan cristiana, que temió de Dios. Metió las manos en los bolsillos y no halló más que la aspereza de una moneda. Se sintió más humano que nunca.
Desde el instante en el que se produjo el crimen, el 188 de la Calle de Los Judíos no sería jamás el jirón de la caótica ciudad condenado al baúl del anonimato. En los altos del edificio, que ocupa ahora el Cordano, abrigado por las callejuelas Ancash y Carabaya, que forman un compás imaginario, el otrora Hotel Comercio fue el escenario en el que se perpetró el gran crimen de la historia policial de Lima.
La noche del 10 de marzo de 1960, en la habitación 201, el cuerpo de una joven mujer fue hallado en el lecho, totalmente desnudo, tendido
sobre el dorso. Al mover el cadáver, los oficiales hallaron en su pecho una señal hecha con un cuchillo: T. M. En la frente, un papel con una inscripción rezaba: No resolviste el acertijo. Q.E.P.D. Réquiem por Rebeca escrito en las paredes de la habitación. De acuerdo con la necropsia y el posterior informe del médico legista, el cadáver había sido hallado decúbito prono, con claras marcas de estrangulamiento, pero sin signo alguno de haber sido violentado. El lugar lucía con tal pulcritud y orden que, de no haber sido por la gota escarlata (y aquel tipo insensato) que se filtró aquella noche hacia la planta baja, y visitó el plato de un comensal sin suerte, nada hubiese sido descubierto, sino hasta entrada la anunciación infame de la hediondez natural que emanan los cuerpos cuando sucumben al proceso de descomposición.
Tobías Montalvo era un muchacho ligeramente acomodado, de ascendencia trujillana, con cierta prosapia pero venida a menos, a la que algún teórico marxista tipificaría como un pequeño burgués. Su familia arribó a Lima después de que las reformas estructurales aplicadas por el Estado habían quebrado la economía de las principales empresas azucareras del norte del país. Al llegar, buscaron un lugar decente para instalarse, lejos de los refugios de provincianos y las barriadas: Jesús María, pensaron. Los primeros tiempos fueron difíciles en los que su padre tuvo que ejercer, pese a la negativa de su mujer, mil y un labores, desde funcionario público en el Ministerio de Fomento, visando solicitudes a tipos presurosos –caras totalmente iguales–, hasta una especie de Hermes en bicicleta. A los pocos meses su padre, el ingeniero Juan Pedro Montalvo, consiguió empleo como administrador en una prestigiosa empresa capitalista de firma alemana que importaba autos, ubicada en La Victoria, en calle Berlín. Pronto recobraron la prestancia añorada: reuniones, almuerzos los fines de semana, el club en Chosica. Más adelante comprarían un terreno en Los Olivos que les servía de renta: sería un espacio desarrollado en unos veinte años, núcleo de la nueva economía impulsada por los sectores emergentes que pueblan ahora la ciudad, le habían referido.
La familia concibió un solo hijo. Tobías, un muchacho enjuto, de
mucha agudeza para su edad, que podía pasar horas ante libros sobre los celtas, novelillas policiales, historietas de mitología.
Tempranamente mostró una curiosidad inusual por las causas que
movían las cosas más simples, inquietud que fue aumentando proporcionalmente al crecimiento físico: la parasicología, las ciencias ocultas, las sociedades secretas. Llegó a la universidad y decidió inscribirse en filosofía, hecho que le permitiría profundizar en la reflexión de las cosas del mundo.
Paralelamente a mis estudios de metafísica y filosofía oriental, desarrollo de filosofía peruana y algunos cursos de filología, que tomaba en esporádicamente, decidí retomar mi antigua inclinación por los temas ocultos, profundizando ahora en la alquimia y la mística, aunque de modo bastante teórico. Las ciencias herméticas, a las que los científicos ortodoxos suelen llamar pseudociencias, no son más que el producto de la asignación de un rótulo con el que se nombra a estos campos inexplorados, a los que la mente no puede dar una explicación sistemática.
Asistía entonces todos los viernes a sesiones con una minúscula secta en la calle Ocoña. Cada reunión consistía en el tratamiento de un tema relativo al ocultismo o la exégesis de algún tópico de la cábala; así que al concluir el año ya habíamos disertado y explorado los temas capitales, y sido elevado de rango los miembros más destacados.
Solía salir del pequeño cónclave alrededor de las 8:00 p.m. y mi espíritu de caminante empedernido me impulsaba a recorrer las calles del centro sin una ruta previamente establecida. No hay actividad más fascinante que deambular en una zona relativamente extraña y bohemia: elefantes blancos con sólo tres pisos habitados, borrachines muy simpáticos, cabaretes a los que se accede por unos soles, un niño en jirón Belén rasgando con esperanza y escasa técnica un charango, putas tristes y dispuestas. Confesaré que ellas y los burdeles me ocasionan una aversión incontrolable, al evocar el día en que mi padre me condujo a rastras hasta un caserón oscuro con fluorescentes chillonas, donde me recibió una mujer pintarrajeada y melosa. Me tendió en una cama deshecha. Se desnudó, me desnudó: entre sus piernas hubo un bivalvo húmedo y rondoso que no supe interpretar. Sólo entonces supe que era tibio, muy tibio. En la plaza San Martín un viejo regordete, bien enternado
conversa muy de cerca con un muchacho. Lo devora con los ojos: encima regateas, viejoemierda, piensa.
Así conocí a Rebeca, una noche que salía de Ocoña de mis reuniones esotéricas. Estaba bajo la llovizna, en pleno invierno gris, casi a media noche en la avenida Tacna. La vi tan hermosa que sentí por vez primera en muchos años la fragilidad del ser y la delgadísima franja que separa la razón del subjetivismo, a la minimización a la que se reduce el raciocinio cuando se es atacado por el amor. No era precisamente una belleza aria. Sus cabellos eran muy largos y lacios y negrísimos, azabache; se aferraban a sus hombros húmedos, de canela, muy redondos. Las gotas avanzaban redibujando su cuerpo y morían, suicidándose en sus tobillos. Los ojitos rasgados, tan coquetos: una ñusta, pensé. Intercambié con ella algunas palabras; pedí volverla a ver. Me observó absorta, pero asintió. Antes de subir al último bus de la noche, tomó mi mano contra la suya, y sentí un objeto plano y rugoso sobre mi palma. El bus se alejaba al girar la esquina. Fue entonces que descubrí entre mis dedos un papelito cuadriculado: Calle de los Judíos 188. Los días siguientes a nuestro ocasional encuentro, obedeciendo a un acto compulsivo, recorrí los jirones y calles, buscando el lugar que se correspondía con dirección escrita. Pese a mi tenacidad, no la hallé esa tarde y resolví estallar mi ira en un bar cercano a la Plaza. Al pisar la entrada de la taberna, me sobresalté al leer la placa empotrada en la extremidad de la columna: Calle de los Judíos 188. Entré y de inmediato interrogué al maître. Me informó que en los altos se rentaban habitaciones y que una de ellas era ocupada por una señorita. Sin más, subí presto las escaleras. Encontré la puerta entreabierta. La escena que vi a continuación me desgarró el pecho. Su cuerpo canela, desnudo, cabalgaba jadeante sobre el sexo de un hombre, que le acariciaba los senos erguidos sobre la corona marrón, al tiempo que exploraba sus profundidades, le enroscaba la mata de vellos de entre sus muslos, que parecían escurrirse asustados entre sus toscas palmas. No pude, soportarlo. Me abalancé sobre el tipejo y lo eché a patadas arguyendo que era mi mujer, hijoeputa, mi mujer. Al instante me llené de una furia nefable, cuando evoqué el episodio adolescente del prostíbulo de La Victoria y la cara de la ramera. He referido anteriormente que mi fobia hacia las burdeleras ocasiona cambios radicales en mi estado de ánimo. Las prostitutas me sugieren una total repugnancia, al grado de querer exterminarlas, pues, si constituyen pragmáticamente un desfogue para la represión sexual, despiertan sólo perversión y pecado para los hombres. Fue como decidí acabar con ella. Sentía que si la eliminaba perdería un trozo de mi existencia, que sería a posteriori una autoeliminación. Pero la quería a pesar de sus actos y decidí absolverla del castigo de la muerte si resolvía el acertijo que La Esfinge planteó a Edipo: ¿Qué ser tiene cuatro pies, dos pies o tres pies, y cuantos más tiene es más débil? No resolvió el enigma. El mecanismo que le impuse puede que se juzgue de severo. A mi juicio, no: el único camino hacia la salvación era el de la razón, la utilización del entendimiento para aproximarse a la belleza, y ella no lo logró. Opté por el estrangulamiento. No hice más que sujetar fuertemente su cuello, mientras su faz se iba apagando – tienes que morir, maldita perra, promete que serás buena. Mentira, cualquiera. No, no te mueras–. A media noche el reloj de la catedral detuvo el tiempo y su corazón dejó de latir contra mi pecho. Un mechón de hilos lacios le cruzaban la cara. Los labios lívidos, muertos. Ya no eran rojos, pensé. Mis iniciales ahora le repujaban el pecho.
Quiso desafiar las leyes de la muerte y regresarla. Yacía el organismo tieso sobre las sábanas corrugadas. Dios había hecho al hombre a su imagen y semejanza; Montalvo la devolvería a la vida a través de los misterios de la cábala judía. La esculpió entera, al detalle moldeaba el cuerpo, con ambas manos reparaba los órganos, el cuello amoratado, al tiempo que mezclaba entre sí Las Escrituras en un ritual de permutación de las letras, como los antiguos cabalistas. Quería emular al Dios en la creación de un ser orgánico semejante a Rebeca:
— Eres voluntad de la magia, vuelve a la vida— dijo.
Articuló cada sílaba contra el cadáver inerte, los dedos delicados –que eran, según las gentes, los de una mujer– navegaban el alfabeto continuo, buscando el arcano de la creación divina. Pero no continuo, buscando el arcano de la creación divina. Pero no respondía. ‘Emet’ (la palabra de la verdad en hebreo) profirió, quedo a su oído izquierdo; lo tatuó en su frente y cesó el rito. De repente, la boca de Rebeca besó la suya y la puerta de la buhardilla se abrió con estrépito. El amante que había arrojado a puntapiés del hotel venía acompañado de uniformados.
La máquina de escribir de tableteó la última frase de la novela. La policía invadió la habitación de Montalvo mientras acababa la ficción de su crimen.
Desperté súbitamente del profundo sueño que me causó el vino de la noche anterior. Eran las 7 a.m. y la media naranja que brillaba sobre los techos caía sobre mi rostro libre –¿Vendrían a apresarme?–. Tocaron tres veces la puerta. Un gendarme me pidió con amabilidad que lo acompañase. No ofrecí resistencia alguna. Habiendo llegado a la estación de guardia me practicaron el cuestionario de rigor. Un capitancito –reconocí de inmediato su rango por los galones– deambulaba por la sala meneando el bigote, como retándome:
__ Montalvo, ¿tiene algo que decir en su defensa? ¿Por qué asesinó a Rebeca Saravia?
__ Nitimur in vetitum: nos lanzamos siempre hacia lo prohibido, capitán.