Ensalce de la nostalgia como razón verdadera del Arte
Hagamos, pues, un brevísimo ditirambo al arte que pululó en la humanidad fruto de…
Frecuentemente, el revisar un simple libro o algún pequeño fragmento lingüístico que contenga sencillas letras constituye para muchos más que el ejercicio monótono y mecanizado de la lectura frívola, desganada y trivial que, lamentablemente, suele realizarse. En tal sentido, se lleva a cabo una infame befa a uno de las más bellas, plácidas y sublimes artes existentes. No se trata solamente de percibir o captar determinada cantidad de términos (conceptos e ideas) y de, mediante el sentido común y la sintaxis, relacionarlos entre sí para darles una forma inteligible en lo profundo de nuestra mente. Las maleables, hermosas e ilimitadas letras son definitivamente más que aquello. ¿Ilimitadas? Definitivamente sí; no hay en el mundo una sola persona que pueda expresar la proposición “la gama espacial y semántica de las letras tiene un límite, y solo hasta ahí dependerá la creación de los escritores”: Podemos sentir el significado del término “nada” sabiendo aun que dicha palabra denota lo inexistente y, por tanto, lo jamás conocido por nosotros; eso es transgredir los límites. Lo que observamos aquí es claramente un problema ontológico y también metafísico; pero… ¿Existe acaso un símbolo que implique y exprese la esencia de la nada en el campo de los números? En la simbología y en las ciencias no; mas en las letras sí: la palabra.
Escindamos la razón del sentimiento.
Comprendamos que para sentir el fidedigno y verdadero sabor exquisito de la literatura en todas sus formas no debemos sino atenuar el sentido lógico y racional para poder, así, abrir el campo de la imaginación y empezar a materializar, (no totalmente sino) parcialmente, los entes, las figuras, los símbolos, las imágenes y demás situaciones que el escritor recaba del topos uranos y nos regala embadurnados de aquella pericia que solo él posee. ¡No tan rápido! No debemos ser tan rigurosos y cerrados en este último aspecto, puesto que de ser así podemos incurrir en el error de no considerar los aspectos formales, racionales y de fondo del texto, tomándolo frívolamente y abocándonos a la forma solamente. Cuándo leo una historia, por ejemplo, debo estar preparado para encontrar cualquier clase de situación fantástica o verosímil (debo ampliar mi imaginación); no obstante, es necesario que deje de prescindir de aquella racionalidad que coadyuvará a que pueda conectar todos los aspectos de la obra para aunarlos en una gran estructura estética, organizada y formal dentro de mi mente.
Muchas son las fuentes de la inspiración y elucubración del creador de letras. Desde tiempos muy primigenios los hombres han necesitado, por ejemplo, los poemas épicos para poder difundir aspectos filosóficos y religiosos de una determinada zona, región, reino o ciudad. Más tarde, la inminente necesidad de registrar los hechos más relevantes así como las más insulsas verdades, permitió a la literatura entrar al ámbito de las crónicas, ensayos y otros géneros similares. Básicamente, el autor puede encontrar consuelo y desfogue en sus amadas letras, pues, le han permitido, sin reparo alguno, transcribir y dar vida a su más profundo sentir, despertado muchas veces por desdichas, felonía, angustia, amor, valor, desamor, nacionalismo, hipocresía, percepciones diversas, descontento social, entre otros…
Alejémonos, sin embargo, del hecho de conceptualizar al arte literario, y aboquémonos ahora a la verdadera base del goce estético: la nostalgia.
El dulce placer de lo sublime, el sublime placer de lo nostálgico.
Nosotros, los seres conscientes, somos elegiacos y por ello totalmente contradictorios. Adjudiquémonos y aceptemos esa característica. Buscamos sin cesar el clímax de todos nuestros sentidos; aun cuando ello implique encontrar elementos y experiencias que, si bien perfectos y hermosos traen la añorada felicidad, nos llevan, tarde o temprano, al hades ¿tremebundo? de la depresión, la desdicha y el dolor. ¿De dónde proviene este estado? Situaciones hay muchas; personas, demasiadas; parajes, infinitos y hasta diversos; verdades, inicuas; sentimientos, amalgamados como tierra con agua en el claustro de nuestro “yo” interior. Son, pues, muchas las fuentes…
Tratemos de encontrar dicha fuente. Existe un gran problema: no podemos delimitar las “cosas” que provocan la aparición de nuestra gran deidad, nuestra musa, la desolación. El hombre es relativo, es invariable, es altamente subjetivo. No podemos, por tanto, converger en una causa universal para que se produzca esa enfermiza congoja, esa inminente congoja; pero, claro, muy hermosa en todos sus momentos y espacios, desde el país de los hiperbóreos hasta el punto diametralmente opuesto de la dirección de la aguja de una brújula.
Pareciera enfermizo y obsesivo considerar que el arte se nutre, en muchos casos, de dolencia pura y absoluta. En nuestra sociedad, la colectividad suele pensar usualmente que la belleza se remite solo a la dulzura, a la felicidad, a la alegría sin sentido. Es lamentable. En algunas oportunidades considero que nos encontramos enquistados en una especie de esfera donde un tácito dogmatismo ronda en nuestras relaciones sociales sin que podamos hacer la más mínima reflexión de ello. Pero no descartaré la posibilidad de que muchas veces me halle también en dicho contingente humano cual vocal indispensable en el interior de una bella palabra. Y es que la situación puede representarse como un fuerte siroco (viento propio de las zonas donde habita el común y trivial hombre moderno) que arrastra todo a su alrededor y uno no puede escapar de él. Es la sociedad la culpable, es ella quien nos introduce implícitamente ciertos conceptos e ideas que se resumen en determinadas inclinaciones o gustos estéticos que, en este caso, se reflejan en el fervoroso y nauseabundo apego que tienen las personas por aquellas ejecuciones y expresiones artísticas que connotan bizarría, honor, alegría y demás sentimientos y valores que, según nuestro código moral y la cultura vigente, encajan en los extremos positivos de la ética y las definiciones estéticas de nuestro “claustro social”. Es el snobismo abrazante quien acecha.
Dejando de lado a la entidad monótona y arrastrante (sí, me refiero a la agrupación que nos acoge y que nosotros mismos alimentamos con nuestro deseo de colectividad y necesaria convivencia con los demás: La sociedad), volvamos a la pureza de lo nostálgico. Un aspecto muy importante a resaltar del oscurantismo de estos sentimientos, es la gran capacidad de mesura, de sosiego que posee el artista, o el individuo que expecta, cuando se encuentra emocional y psicológicamente destruido por alguna de las tantas razones que muy paupérrimamente he mencionado en líneas anteriores. Aquel estado nos da, de una manera tan natural, tan fluida, una tranquilidad inequívoca, inocua y lúcida que nos permite observar con deslinde, e indispensable grado de reflexión, los distintos sucesos del devenir de nuestro entorno. Por el contrario, el sujeto que denota una felicidad demasiado grandilocuente suele, a causa de su misma naturaleza exaltada y enaltecida, no reconocer los acontecimientos y vicisitudes de las zonas foráneas a su ser. Siendo consciente de lo que ocurre en el entorno de uno mismo se puede, evidentemente, identificar, también, los problemas y características propios de nuestra individualidad, de nuestro ser.
Regresando a la pureza de la nostalgia, es realmente hermoso cómo el individuo se reencuentra a sí mismo, reencuentra a su ser, lo desoculta (como lo concibió Hegel) desde alguna zona totalmente desconocida e ininteligible para, de esta manera, poder contemplarlo. No dejaré de mencionar la contraposición que existe entre nuestra idea de la “nostalgia” como fuente para reencontrarse con la realidad y, por ende, con la individualidad; y, por otro lado, la “angustia” que funciona como aquel puente para llegar a la “nada”, siendo esta última fue una de las tesis del filósofo M. Heidegger.
Tomando como base fundamental mi sentir, he ¿osado? afirmar que la nostalgia es una de las vías principales y fulgorosas para percatarse del entorno y reencontrarse con el propio ser, con sus vivencias, con sus dilemas, con sus contradicciones, con sus límites, etc. El estado silente es lo añorado por varios seres de nuestra especie, y no solo de la nuestra, sino de cualquier forma de vida en tanto tenga el más mínimo grado de conciencia. Por ello, concluyo en que la nostalgia es sublime y por ende causa placer. Se la representa en distintas artes. Puede estar situada en forma de elegía en una composición poética, puede formar parte de una desdichada historia en el género narrativo, puede evidenciar una imagen triste en una vieja pintura, puede estar armada como una tonalidad menor en una composición musical, puede estar magnánimamente materializada en cualquier arte, en cualquier clase de arte existente: no olvidemos la pluralidad de los campos de la expresión artística.
Finalmente, y redundando algunas de las ideas tratadas, digo que me era estrictamente necesario poder expresar lo que significa aquella situación de hermosa y extrema tranquilidad que implica la nostalgia. Estoy absolutamente seguro de que toda persona pragmática y supuestamente “positiva” que lea estas líneas podrá decir que es totalmente inadmisible y absurdo considerar que cualquier sentimiento doloroso pueda, a corto o largo plazo, provocar cualquier especie de goce, ya sea estético o no. Es comprensible. Solo que hay que tener en cuenta que las ideas expresadas son enteramente producto de la sensibilidad y la subjetividad; de lo que significa para mí y para los demás seres, sean del entorno o no, la luminosidad que puede florecer desde lo más recóndito de aquel extremo polo que engloba todo lo negativo y que, en la mayoría de las oportunidades, es desdeñado por el ser humano, es desdeñado por el letárgico ser humano.
Revista Dúnamis Año 1 Número 1 Noviembre 2006
Páginas 2-6